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– ¿Y cuándo se va a hacer eso?

– Este jueves, a las ocho de la tarde. Y, además, por suerte para nosotros, resulta que es el cincuenta cumpleaños de la Primera Dama.

– No perdéis el tiempo.

– No podemos permitírnoslo. Y no te ofendas, chico, pero según andan las cosas, tú tampoco.

Son apenas las siete de la mañana cuando abro la puerta de la sala 170 y la oscuridad de la antesala me indica que llego el primero. Con un café en una mano y la cartera en la otra enciendo la luz con el codo e inicio un nuevo día fluorescente. Cuento tres destellos antes de que la luz se haga de verdad, que es exactamente el tiempo que me lleva apagar la alarma, sacar el correo de mi buzón y llegar a la puerta del despacho.

Al ir hacia mi mesa echo una mirada por la ventana para ver la vista. Abrazada por la luz, la Casa Blanca brilla al sol de la mañana. Recién salida de la caja. Árboles verdes. Geranios rojos. Mármol reluciente. Por un instante glorioso, en el mundo todo está bien. Pero entonces, una ligera llamada a la puerta lo interrumpe.

– Entra -digo en alto, dando por hecho que es Pam.

– ¿Le importa que me siente? -pregunta una voz de hombre.

Me doy la vuelta. El agente Adenauer.

Cierra la puerta y me tiende la mano.

– No se preocupe -dice con una cálida sonrisa-. Soy yo.

CAPÍTULO 22

– ¿Qué hace usted aquí?

– Acabo de volver de pescar -dice Adenauer con su deje dulzón del sur-. Tres días en Chesapeake. Tremendo, te deja sin aliento… tiene que ir por allí alguna vez. -Con su traje barato y su divertida corbata de Keith Haring, la verdad es que parece venir en son de amigo de verdad. Como que quiere ayudar.

– Siéntese -le ofrezco.

Me dirige un gesto con la cabeza para agradecérmelo.

– Le prometo que esta vez será breve. -Se instala en la silla y explica-: Mientras revuelvo la grasa, hay algo que no me puedo quitar de la cabeza. -Hace una breve pausa-: ¿Qué está pasando entre Simon y usted?

Ya le he oído ese tono antes: no es una acusación, está preocupado por mí. Aun así, me hago el tonto.

– No sé si he entendido bien la pregunta.

– La última vez que hablamos, me sugirió usted que revisásemos las cuentas bancadas de Simon. Cuando fuimos a ver a Simon, nos dijo que tendríamos que mirar las de usted.

Recibo el golpe en pleno estómago. Las reglas están empezando a cambiar. Todo el tiempo pensé que Simon mantendría el silencio. Pero ahora, la tregua empieza a quebrarse. Y cuanto más lucho en contra, Simon más me señala con el dedo. Ya puedo olvidarme del trabajo. Lo que quiere es llevarse mi vida.

– No intente hacerlo por su cuenta, Michael. Nosotros podemos ayudarlo.

– ¿Qué encontraron en sus cuentas bancarias?

– No mucho. Recientemente vendió unas acciones, me dijo que era para arreglar la cocina.

– Puede que mienta.

– Y puede que no. -A pesar de que no lo demuestro, Adenauer sabe que estoy asustado. Con esperanzas de ayudarme, añade-: Pero le diré una cosa, sin embargo: si quiere ver una cuenta interesante, mire la de Caroline. Para una mujer que está en la zona media de la escala salarial, desbordaba liquidez. Tenía más de quinientos mil, para ser exactos, cincuenta mil en billetes escondidos en una caja de tampones en su apartamento.

Ahora vamos a alguna parte.

– ¿Entonces Caroline es la chantajista?

– Eso dígamelo usted -dice.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– También hemos comprobado su cuenta, Michael. Y perdone que se lo diga, pero me parece que la cosa está un poco flaca.

– Eso es porque la cuarta parte de cada cheque la transfieren directamente para mi padre. Compruébelo y lo verá.

Se pasa la mano a todo lo largo de la corbata, con expresión casi dolida. No disfruta tocando teclas.

– Por favor, Michael, sólo trato de ayudarlo. ¿Qué hay de la familia de su madre? ¿No tienen bastante dinero? ¿A cuánto han llegado ya, a cuarenta tiendas en todo el país?

– Yo no me hablo con la familia de mi madre. Nunca.

– ¿Ni siquiera si hay una emergencia? -se inclina hacia adelante en su silla y afila una sonrisa sombría.

El abogado que hay en mí salta ante la alerta.

– ¿Qué clase de emergencia?

– No sé… ¿y si su padre corriera peligro? ¿Y si Caroline estuviera a punto de abrir la boca y mandarlo a una de esas instituciones hospitalarias? ¿Y si hubiera pedido cuarenta mil por quedarse callada? ¿Los llamaría entonces?

– No. -Me da un vuelco el estómago al comprender adonde quiere ir a parar. Olvidémonos de Simon, el verdadero sospechoso soy yo. Intento cubrirme las espaldas y añado-: Además, ¿de dónde saca usted cuarenta mil? Creí que sólo habían encontrado treinta.

– Supongo que pueden ser ambas cosas -replica mientras continúa pasándose la mano por la corbata.

No soporto ese tono de voz. Tiene algo.

– ¿Adonde quiere llegar? -pregunto.

– A ningún sitio, sólo es una hipótesis. Mire, cuando controlamos los treinta mil de la caja fuerte de Caroline, vimos que tenían numeración consecutiva. El único problema es que hacia la mitad de la serie, hay un salto en los números. Y basándonos en la secuencia, suponemos que puede haber otros diez que todavía no se han encontrado. ¿No sabrá usted algo de ellos por casualidad?

Detrás de la mesa, mi pie golpetea nerviosamente contra la alfombra.

– Tal vez el empleado del banco cogió los fajos de dinero sin seguir el orden.

– O tal vez esos otros diez mil se usaron para pagar a Vaughn. Es una transacción sencilla: se coge el dinero de la víctima. El único problema es que uno de ustedes cogió el fajo equivocado.

– ¿Cómo uno de nosotros?

Se pasa la lengua por el interior de su labio superior. Ahora se está divirtiendo.

– ¿Y cómo va todo entre usted y Nora? ¿Siguen entendiéndose?

– Mejor que nunca -le replico.

– Eso es bueno, porque salir con una mujer en su posición… eso produce mucha tensión innecesaria en la relación. ¿Y cuando surgen problemas? No puede uno recurrir a nadie de fuera; es casi como si tuvieras que arreglártelas contigo mismo. Quiero decir, que ése es el único modo de que esté contenta, ¿verdad?

¿Ésa es su teoría? ¿Que yo hice matar a Caroline por Nora?

– No estoy aquí para hacer acusaciones, Michael. Pero si Caroline descubrió que uno de nuestros principales tomaba drogas… y que esa persona principal tenía relación con alguien como Vaughn… no sería mucho pedirle a usted que lo dejara entrar, me parece, ¿no?

– Si va usted a continuar acosándome…

– La verdad es que estoy intentando protegerlo. Y si usted nos ayuda a nosotros, es probable que acabe dándose cuenta.

Lamb tenía razón en una cosa: por mucho que vayan a por mí, sólo soy el cebo para el pez gordo.

– A ella no le importa usted -continúa-. Para la gente como ella, los demás no somos más que diccionarios: son útiles cuando se necesitan, pero cualquiera sirve.

Está utilizando el nosotros para que me sienta más cómodo. Pero no me lo creo ni por un momento.

– Es evidente que usted no sabe nada de ella.

– ¿Está seguro?

Lo miro. Ni siquiera pestañea.

– Que usted sepa, ya hemos hablado dos veces. Una por teléfono y otra en la Residencia. En realidad, ella podría haberme empujado hacia usted.

Sé que eso es mentira.

– Eso nunca lo haría -digo.

– ¿Que no lo haría para salvarse? Todos somos humanos, Michael. Y si piensa en las circunstancias… si ella se hunde, se hunden los dos. Eso entra en la limpieza de la casa. Pero si es usted quien cae, si el culpable es usted, ella se queda donde está. -Hace una pausa para que lo que acaba de decir se me grabe bien en el cerebro-. Ya sé que usted no quiere hacerle daño, pero sólo hay una manera de ayudarse… y si puede darnos a Vaughn…

– ¿Cuántas veces tiene usted que oírlo? ¡Yo no he hecho nada y tampoco conozco a Vaughn!

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