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Como he estado más tiempo de la cuenta en las mesas, me cambio a la barra del restaurante, donde el barman está acostumbrado a los viajeros perdidos que sólo quieren mirar un rato la televisión.

– ¿Tienen servicio de objetos perdidos? -le pregunto-. Me parece que en el último viaje me olvidé unas cosas aquí.

Coge una caja de cartón de ketchup Heinz de detrás de la barra y me la pone delante. Entre llaveros y libros de bolsillo, selecciono unas gafas de sol y una gorra de béisbol de los Miami Dolphins. Mi padre hubiera cogido toda la caja.

– ¿Ya está? -pregunta el barman.

– Para empezar -digo poniéndome los Dolphins en la cabeza.

Para las nueve, ya he visto pasar la noticia cuatro veces. A las diez, el doble. No sé muy bien por qué sigo mirándolo, pero no puedo evitarlo. Es como si esperase que cambiara, que el locutor saliera y dijera: «Acaba de llegar a nuestra redacción: Nora Hartson admite tener un problema con las drogas; la Asesoría Jurídica de la Presidencia está totalmente corrupta; Garrick es inocente.» Por ahora, eso no ha sucedido. Cuando las luces de neón del restaurante se encienden y se apagan, entiendo la indirecta y me voy cojeando hacia las puertas de embarque. El tobillo está mejor, pero sigue entumecido. Me ajusto las gafas y, arrastrando la bolsa tras de mí, me hundo en un asiento de una esquina y estiro el cuello para ver las televisiones colgadas del techo. Tres horas más de CNN hacen subir el total a veinte. Cada vez, las palabras son idénticas. Por supuesto, hay algunas variaciones -los presentadores cambian adjetivos y entonaciones para que las cosas tengan vida: «… este hombre, Michael Garrick…», «… este hombre, Michael Garrick…», «… este hombre, Michael Garrick…»-, pero el mensaje siempre es el mismo. Mi cara está allí; mi vida; y mientras siga aquí sentado en mi propia fiestecita de caridad, irá poniéndose peor.

A las dos y quince de la mañana, un vuelo retrasado de Chicago llega a la terminal de US Airways. Cuando la gente sale del avión, dos guardias de seguridad se me acercan y me dicen que la terminal se cierra.

– Perdone, tenemos que pedirle que se marche -dice el segundo guardia.

Para asegurarme de que no me ven bien la cara, mantengo la cabeza baja y sólo les dejo ver el logotipo de los Dolphins.

– Creí que estaba abierto las veinticuatro…

– Las puertas se cierran por razones de seguridad. La terminal principal está abierta toda la noche. Si quiere usted esperar allí, puede hacerlo.

Sin levantar la vista, cojo la bolsa de viaje y dejo atrás la CNN.

A las tres de la mañana estoy tumbado en un banco pequeño junto a la cabina de información con la bolsa tapándome el pecho. En los últimos quince minutos, los guardias han echado a dos vagabundos. Yo llevo traje. Me dejan en paz. No es un escondite muy bueno, pero sí uno de los pocos donde me dejarán dormir. Aquí el metro no es como en Nueva York, aquí cierra a medianoche. Además, si las autoridades me están buscando, buscan a alguien que pretende marcharse. Y yo quiero quedarme.

Durante los quince minutos siguientes, me cuesta un buen trabajo mantener la cabeza levantada, pero tampoco consigo tranquilizarme lo suficiente como para dormir de verdad. Naturalmente, ando pensando en Nora y en cómo va a reaccionar, pero la auténtica verdad es que no puedo dejar de pensar en mi padre. A estas alturas, la prensa ya estará metiendo la excavadora en todo el resto de mi vida. No tardarán mucho en encontrarlo. Y por muy independiente que sea, sé que no está hecho para una cosa como ésta. Nadie lo está. Excepto, tal vez, Nora.

En un fundido, mi mente se va al camino del parque de Rock Creek. Siguiendo a Simon. Pillado con el dinero. Diciendo que era mío. Ahí empezó la bola de nieve. Hace apenas dos semanas. Desde ahí, las imágenes se precipitan. Vaughn muerto en la habitación del hotel. Nora en el tejado de la Casa Blanca. Los ojos de Caroline, uno recto, el otro torcido. Las escenas se emborronan entre sí y voy dibujando mentalmente cómo podría haber sido distinto. Siempre había una salida fácil, sólo que yo… no quería cogerla. No merecía la pena. Hasta ahora.

En Washington… No. En la vida… hay dos mundos separados. Uno es lo que se percibe como importante, y otro lo que es en realidad. Hace demasiado tiempo que comprendí que hay una diferencia.

Como los párpados se me cierran, tiro de la bolsa de viaje y me la subo hasta la barbilla. Va a ser una noche fría, pero por lo menos he tomado una decisión. Estoy harto de estar atrapado en una cabina telefónica.

CAPÍTULO 36

Simon se levanta a las cuatro treinta de la madrugada, se da una ducha rápida y se afeita. La mayor parte de los días, duerme por lo menos hasta las cinco treinta, pero si quiere ganar a la prensa, hoy tiene que salir pronto. Naturalmente, todavía no estará el periódico delante de la puerta, pero de todos modos lo comprueba.

Afuera, donde yo estoy sentado, es completamente de noche, de modo que puedo seguir el rastro de las luces según va del dormitorio al cuarto de baño y a la cocina. Por lo que veo, tiene una casa de buen gusto en un barrio de buen gusto. No está en la mejor de todas las urbanizaciones que florecen por Virginia, pero por eso la escogió. Me acuerdo de cuando nos contaba la historia en el último retiro de personal. El día que su mujer y él iban a pujar por la casa, los llamó su agente inmobiliario para hablarles de una flamante casa nueva en una zona cotizada de McLean. Por supuesto que era más cara, argumentó la mujer de Simon, pero se la podían permitir. Simon no quiso saber nada de ella. Si quería enseñarles a sus hijos los valores importantes, tenían que tener algo a lo que aspirar. No se gana nada estando siempre en lo más alto.

Pensándolo ahora, esa historia probablemente es una sucia mentira. Hasta hace unas pocas semanas, Simon era un hombre en cuya palabra se podía confiar. Lo que, por extraño que resulte, es precisamente la razón por la que ahora yo estoy sentado en el asiento delantero derecho de su Volvo negro.

Sigue siendo noche cerrada cuando Simon sale por la puerta trasera de su casa. Lo observo mientras echa la llave y revisa el patio. Todavía es temprano. No hay periodistas a la vista. Al caminar hacia la calle de entrada, lleva el paso de un hombre sin preocupaciones. Más bien, un hombre despreocupado, diría yo. Ni siquiera me ve al dirigirse hacia la puerta del conductor de su coche. Está demasiado ocupado pensando que se ha salido con la suya.

Arroja el maletín sobre mi regazo y se desliza en el asiento de cuero como cualquier otro día.

– Buenos días, señor Gusano… soy el pájaro temprano -le anuncio.

Sobresaltado, se agarra el pecho y deja caer las llaves. Así que tengo que recogérselas. En pocos segundos, sus hombros de tabla de planchar se cuadran, airados. Se pasa una mano por el pelo sal y pimienta y su calma inmutable vuelve a instalarse más de prisa incluso de lo que se fue. Se vuelve hacia mí y la luz interior del coche se le refleja en la cara. Con un tirón airado, cierra de un portazo y regresa la oscuridad.

– Pensé que esperarías hasta que llegase a la oficina -dice con una voz que es puro granito.

– ¿Se cree que soy tan idiota? -pregunto.

– Dímelo tú, ¿quién es el que ha dormido en mi coche?

– No he dormido aquí, estaba…

– ¿… simplemente vigilando a tu jefe a las cinco de la madrugada? ¡Vamos! -añade-. No pensarías de verdad que la cosa te iba a salir bien, ¿o sí?

– ¿Que me iba a salir bien qué?

– Se acabó, Michael. Más te vale alegar locura que inocencia. -Se ríe para sus adentros y añade-: Pero yo tenía razón, ¿lo ves? Caroline lo organizó y tú recogiste el dinero.

– ¿Qué?

– Ni siquiera se me hubiera ocurrido si no te hubiera descubierto aquella noche. Después, cuando supe lo que había pasado con mi pago… cuando los guardias confiscaron aquellos diez mil, fue cuando todo se vino abajo, ¿verdad? Ella pensó que tú se lo quitabas a ella. Por eso lo hiciste, ¿verdad? ¿Por eso la mataste?

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