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Por debajo de la puerta de metal veo que se encienden las luces del teatro.

– Ésta es la señal -dice Vaughn-. Salir con el público. -Cuando vamos hacia la puerta, añade-: ¿Cree que ella tiene algún papel en todo esto?

– No. En absoluto.

Asiente con la cabeza. Por algún motivo, me deja que me salga con la mía en esto. Al verlo avanzar, me fijo en el bamboleo chulesco de sus andares.

– ¿Cree que realmente tenemos alguna posibilidad? -pregunto.

– Fíate de mí, a los grandes jefes no les gusta jugar a tira y afloja. Están demasiado preocupados por salvar la jeta.

– ¿Y nosotros no?

– Ahora, ya no. Ellos son los que tienen algo que perder. -Acelera el paso y añade-: Es igual que en las guerras de barrios: si quieres ganar, tienes que ir a darles un poco de caña.

Levanto los hombros y saco el pecho. Llevo demasiado tiempo encogido.

– Esos oficinistas lameculos se creen que se van a escapar echándome a mí a la calle -añade Vaughn al entrar en el teatro-. Como decía mi abuelo, si vas a pegarle un tiro al rey… mejor que lo mates.

– ¿Qué quiere usted decir con lo de que quiere que se lo demuestre? -pregunto a última hora de la tarde del jueves.

– Exactamente lo que he dicho -explica el detective al otro lado del teléfono-. Enséñeme un recibo, una cuenta bancaria, un resguardo de acciones… cualquier cosa que demuestre que ese dinero es suyo.

– Ya hablé de todo eso con el guardia que lo confiscó. Son mis ahorros particulares, no es algo de lo que tenga un recibo.

– Bueno, pues mejor si encuentra uno. De cualquier otro modo, todo el asunto se deposita.

Por lo cortante de su tono podría jurar que éste es uno de los centenares de casos de los que preferiría no tener que ocuparse. Lo que significa que puedo darle largas unos pocos días, una garantía de al menos una semana más para tener este flanco tranquilo. Hace falta ser burócrata para conocerlos.

– Ahora que lo pienso, puede que tenga una manera de demostrarlo.

– ¿Por qué será que eso no me sorprende?

– Lo que pasa es que tendré que revisar mi archivo -digo mientras veo que entra Trey-. Lo llamaré la semana que viene.

– ¿Qué tal va tu muralla? -pregunta Trey cuando cuelgo.

– No hago ninguna muralla; gano tiempo. Hay diferencia.

– Cuéntale eso a Nixon.

– ¿Qué quieres que haga, Trey? Tengo a esa Inez pagando a la gente por contarle historias; y al FBI amenazándome con hacerlo público mañana. Si me cogen con ese dinero… y atrapado entre un traficante de drogas y Nora… me enterrarán con la versión que Simon da de esta historia.

– Y con la de Nora. No olvides que vosotros os separasteis después de despistar a los del Servicio Secreto. Por eso ella volvió sola a casa aquella noche.

Le clavo en la frente la mirada más airada que tengo. Ya sé que sólo pretende ayudarme, pero ahora no es el momento.

– Dime sólo qué te dijo la secretaria de Simon.

– Más malas noticias. De acuerdo con su agenda, el día que murió Caroline, Simon salió de la reunión del Gabinete y estuvo todo el resto de la mañana en el Despacho Oval. -E, interpretando mi reacción, añade-: Ya lo sé. Aunque lo intentases, sería imposible salir con una coartada mejor.

– ¡Eso no es posible! ¿Hay algún modo de comprobarlo?

– No estoy muy seguro de a qué te refieres.

– Sólo porque Judy diga que estaba en el Despacho Oval, no quiere decir que estuviera realmente allí. Quiero decir, cuando yo fui a mi cita, estuve veinte minutos por allí antes de entrar finalmente.

– Puedo llamar a la secretaria del Presidente -sugiere Trey-. Como es la guardiana de la verja, registra la hora auténtica en que entra la gente.

– Cuando yo entré en el Despacho Oval, recuerdo que ella lo anotó.

– Entonces, ésa es nuestra mejor posibilidad. Lo comprobaré.

Sin perder tiempo, Trey va a coger mi teléfono pero justo cuando está a punto de levantarlo, empieza a sonar. Miro el identificador de llamadas. Llamada exterior. Apuesto por Lamb. Dijo que podía tener algo.

– Tendría que cogerlo -digo.

– ¿Hay otro teléfono desde el que pueda llamar a Barbara?

– En la antesala -le digo señalando la mesa pequeña que había estado usando Pam. Al contestar el teléfono, añado-: Aquí Michael.

– Michael, soy Lawrence.

Formo la palabra Lamb con los labios en dirección a Trey. Asiente en silencio y se dirige al teléfono de la antesala.

– ¿Ha descubierto algo? -pregunto a Lamb.

– He hablado con el FBI -comienza a decir con su voz pausada y metódica. Prácticamente puedo oír el almidón de su camisa de puños a la francesa-. Todavía no soltarán la lista de los últimos cinco expedientes…

Me desinflo de arriba abajo.

– No obstante -continúa-, les dije que tenemos ciertos reparos en cuestiones de seguridad al asignar casos nuevos, y que por lo tanto agradeceríamos, como mínimo, una lista de todo el personal de nuestra oficina cuyos expedientes estuvieran en poder de Caroline. Según comentamos, creo que ésta es la mejor manera de descubrir a quién le hacía chantaje… y, por consiguiente, a quién más le podía interesar su muerte.

– ¿Y colaboraron?

– Me dieron la lista.

– Eso es fantástico -digo con voz quebrada.

– Sin la menor duda -replica Lamb. Hasta con una noticia así, es demasiado cuidadoso para mostrarse excitado-. Los dos primeros nombres eran exactamente los que esperábamos. Tenía el expediente tuyo y el de Simon.

– Lo sabía. Ya le dije que…

– Pero lo que me cogió por sorpresa fue el tercer nombre de la lista.

– ¿El tercero? ¿Quién es?

Está a punto de contestar cuando oigo los fuertes pitidos de alguien que está llamando por esa línea. Levanto la vista y veo a Trey tecleando un número de teléfono en la antesala.

– ¡Uy!… perdón -dice, y su voz suena por el auricular de mi teléfono. Levanto la vista, atónito. Se supone que el teléfono de la antesala tiene una línea aparte.

– Michael, ¿está todo en orden? -pregunta Lamb.

– Sí, sí. Sólo es que me he apoyado en el teclado. -Intento seguir concentrado, pero no puedo dejar de pensar que el teléfono de la antesala podría haberse utilizado para escuchar mis conversaciones.

– Volviendo a las carpetas de Caroline -empieza Lamb-. El tercer nombre de la lista…

Sólo una persona utiliza ese teléfono. Un dolor agudo me recorre toda la nuca. Las piernas ya me flaquean. Por favor, que no sea ella.

Lamb pone voz a mis temores lo más confusamente posible.

– El último expediente era el de… Pam Cooper.

CAPÍTULO 26

– ¿Qué te ha dicho? -me pregunta Trey cuando cuelgo el teléfono.

– No puedo creerlo -digo, derrumbándome en la silla.

– ¿Qué? Cuéntame.

– Tú lo has oído… todos estábamos en la misma línea.

– Quiero decir, después de que hube colgado.

– ¿Qué más hay que decir? Caroline tenía el expediente de Pam.

– Eso no me lo creo.

– ¿Crees que se lo inventa?

– Puede ser que… ¿Te dijo qué había en él?

Todo lo que puedo hacer es menear la cabeza.

– El FBI no se lo quiso dar.

– ¿Crees que realmente Caroline le hacía chantaje a Pam?

– ¿Se te ocurre alguna otra razón para que Caroline necesitase su expediente?

– ¿Y si Pam tenía alguna cuestión sobre ética? ¿No era eso lo que hacía Caroline?

– No importa qué hacía o dejaba de hacer, ya has visto el teléfono: Pam ha estado escuchando por mi línea.

– Sólo porque tuvierais una línea compartida no se puede decir…

– Trey, en todo el tiempo que llevo en esta oficina, Pam no había usado el teléfono de la antesala ni una sola vez. Y entonces, en cuanto empiezo a husmear en busca del asesino de Caroline, se pasa el tiempo con él.

– Pero si hubiera estado espiándote, ¿no crees que ya la habrías oído alguna vez?

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