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– ¿Malas noticias?

No puedo oírlo, pero sé que se está frotando. Y éste bate el récord.

– Yo no me asustaría hasta que nos confirmen…

– ¡Pero dime de qué se trata!

– Dice que encontraron una pistola en tu coche.

– ¿Qué?

– Envuelta en un mapa viejo, escondida en la guantera.

Me siento como si acabaran de darme una patada en el gaznate. El cuerpo se me afloja. Me apoyo en la cabina para seguir de pie.

– Yo no tengo ninguna… pero cómo… oh, Dios mío, van a encontrar a Vaughn…

– Es sólo un rumor, Michael, que nosotros sepamos sólo es… -Vuelve a cortarse en seco. Y todo lo que sonaba al fondo. La oficina está en silencio. Sólo oigo teléfonos que suenan. Alguien debe de haber entrado.

– ¿Qué nos dicen? -pregunta una voz femenina. La reconozco al instante.

– Aquí está, señora Hartson -dice otra voz.

– Tengo que irme corriendo -dice muy bajito Trey por el teléfono.

– ¡Espera! -exclamo-. Tú no…

Es demasiado tarde. Ya no está. Pongo el teléfono en el soporte, miro alrededor, buscando ayuda. No hay nadie más que el taxista, enfrascado ya en su periódico. Oigo el taxi toser y resoplar de tantos años de abuso. El resto del garaje está en silencio. En silencio y desierto. Me pongo la mano sobre el estómago y siento el cuchillo que se revuelve en mis tripas. Tengo que… tengo que conseguir ayuda. Levanto el auricular y meto otras cuantas monedas por la ranura. Sin siquiera pensarlo marco el número de ella. Es la primera idea que me viene a la mente. Olvídate de lo que pasó, llámala. Necesito la primera línea; necesito saber qué está pasando; y más que ninguna otra cosa, necesito un poco de sinceridad. Sinceridad guerrillera.

– Aquí Pam -dice al descolgar el teléfono.

– Hola -digo, tratando de sonar animoso. Después de nuestra última conversación, probablemente esté dispuesta a hacerme trizas.

Hace una pausa lo bastante larga como para permitirme saber que ha reconocido mi voz. Cierro los ojos y me preparo para una buena regañina.

– ¿Cómo estás, Pete? -pregunta con cierta tensión en la voz.

Algo no va bien.

– ¿Es mejor que…?

– No, no -me interrumpe-. El FBI no ha venido… no podrán localizar las líneas de teléfono…

Es todo lo que necesitaba oír. Cuelgo el teléfono de un golpe. Tengo que dárselo a ella… sin tener en cuenta lo enfadada que estuviera, se ha portado. Y tendrá problemas gordos por esto. Pero si ya han acosado a uno de mis mejores amigos… Demonios, puede que Trey ni siquiera lo supiera. Puede que ellos ya… Dejo el teléfono y corro hacia el taxi.

– Larguémonos de aquí -le lanzo al conductor.

– ¿Adonde? -me pregunta, haciendo chirriar los neumáticos en dirección a la avenida de Wisconsin.

Sólo tengo una opción más.

– Potomac, Maryland.

CAPÍTULO 34

– Casi estamos -anuncia el taxista al cabo de veinte minutos.

Levanto la cabeza justo lo suficiente para atisbar por la ventanilla izquierda. Arriates de flores, césped bien cortado, cantidad de callejones sin salida. Cuando pasamos de largo ante las McMansions recientemente construidas que salpican el paisaje demasiado-consciente-para-ser-natural de Potomac, me dejo resbalar en el asiento, tratando de quedar a cubierto de las miradas.

– Menudo barrio -dice el conductor con un silbido-. Fíjese en las ranas del césped de ésa.

No me molesto en mirar. Estoy demasiado ocupado intentando pensar en otros sitios a los que huir. Es más difícil de lo que me había figurado. Gracias a la investigación inicial de antecedentes que hace el FBI, en mi expediente está toda la red al completo. Familia, amigos. Ellos lo comprueban todo, se apoderan de tu mundo. Lo que significa que si busco ayuda tengo que buscarla fuera del laberinto. La cosa es que, si alguien está fuera del laberinto, suele ser por una buena razón.

– Ahí es -digo, señalando lo que tengo que admitir que es una casa impresionante de estilo colonial de Nueva Inglaterra en la esquina de la Buckboard Place.

– ¿Tuerzo por aquí? -pregunta el taxista.

– No, siga recto.

Al pasar frente a la casa me giro para observarla desde la ventanilla trasera. Unos doscientos metros más allá señalo el camino de entrada vacío de una caseta desastrada. Césped sin cuidar, persianas despintadas. Igual que nuestra antigua casa. La vergüenza del vecindario.

– Pare aquí -digo, escudriñando las ventanas polvorientas de la fachada. No hay nadie. Esta gente trabaja.

Sin decir palabra entramos en el camino que va perpendicular a la calle. Detiene el coche de tal manera que sólo el maletero y la ventanilla de atrás quedan ocultos por la casa vecina. Es un magnífico escondite: una habitación con vistas.

En diagonal, más abajo de la manzana, mantengo la vista fija en la casa colonial. Tiene un amplio garaje para dos coches. El camino de entrada vacío.

– ¿Cuánto habrá que esperar hasta que vuelva? -pregunta el taxista-. Esto está subiendo de lo lindo.

– Ya le he dicho que le pagaré. Además -añado mirando el reloj-, esa persona llegará en seguida, ya no trabaja a jornada completa.

El taxista pone el taxímetro en espera y lleva la mano a la radio.

– ¿Qué le parece si pongo las noticias para que podamos…?

– ¡No! -bramo.

– Lo que usted quiera, hombre -dice enarcando una ceja-. Lo que usted quiera.

Al cabo de quince minutos, Henry Meyerowitz aparece en la calle conduciendo su crisis de madurez personal: un descapotable Porsche negro de 1963. Muevo la cabeza al ver las matrículas personalizadas que dicen fumar. Odio a la familia de mi madre.

Para ser justos, sin embargo, es el único que alguna vez me echó una mano. En el funeral me dijo que tenía que llamarlo, que le encantaría invitarme a una buena cena. Cuando se enteró de que había conseguido un trabajo en la Casa Blanca, reiteró la oferta. Con la esperanza de tener una relación familiar que pudiera significar algo, le tomé la palabra. Me acuerdo de venir explorando hasta aquí la semana después de empezar a trabajar, tuve que usar incluso un mapa de la Asociación Americana de Automovilistas para manejarme por las callejuelas laterales, pero hasta que me vi dando vueltas por la propia urbanización no me di cuenta de que no habían invitado a mi padre. Sólo a mí. Sólo a la Casa Blanca.

Peor para ellos, pero siempre ha sido un negocio conjunto. No me importa si son la otra parte de la familia, hicieron lo mismo con mi madre. Si no querían a mis padres, no me tendrían a mí. Después de pasarme casi una hora aparcado a la vuelta de la esquina, me fui a una gasolinera y lo llamé por teléfono para decirle que me había surgido algo. Y nunca volví a llamarlo. Hasta ahora.

Henry toma a la izquierda para entrar en Buckboard Place y yo cojo la manilla de la puerta del taxi. Estoy a punto de abrirla cuando descubro que un sedán negro se mete detrás de él en el camino de acceso. Dos hombres salen del coche. Trajes oscuros. No tan robustos como los del Servicio Secreto. Más como los tipos de mi edificio. Se acercan a mi primo, abren una carpeta y le enseñan una fotografía. Estoy bastante más allá de la calle, pero puedo descifrar desde aquí su lenguaje corporal.

No lo he visto, dice mi primo moviendo la cabeza.

¿Le importa que entremos de todos modos?, pregunta el primer agente, señalando la puerta.

Por si acaso aparece, añade el segundo agente.

Henry Meyerowitz no tiene elección. Se encoge de hombros. Les indica que pasen con un gesto.

La puerta de la casa estilo colonial de Nueva Inglaterra se va a cerrar ante mis narices.

– Vámonos de aquí -digo al taxista.

– ¿Qué?

– Que nos vayamos de aquí. Por favor.

Los agentes del FBI están entrando detrás de mi primo. Instintivamente, el taxista gira la llave y el motor ruge.

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