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No estoy muy seguro de qué es más irritante: si el incidente con Pam o que de repente Nora se comporte como si no hubiera nada de qué preocuparse.

– ¿Tú crees?

– Naturalmente. ¿Nunca has oído cómo investigó Bob Woodward lo de The Brethren? Estaba escribiendo un libro sobre el Tribunal Supremo y no conseguía que ningún funcionario hablase con él. Así que escribe seiscientas páginas basadas en rumores y comentarios. Luego coge el manuscrito, hace unas cuantas copias y lo hace circular por el Supremo. Al cabo de una semana todos los ególatras del edificio lo van llamando para indicarle los detalles exactos. Y ¡zas!, ya tiene el libro.

– Eso no es verdad. ¿Quién te lo ha contado?

– Bob Woodward.

Finjo tranquilidad.

– ¿Entonces es verdad?

– Es verdad que estuve hablando con Woodward.

– ¿Y lo otro? ¿Lo del personal del Supremo?

– Dijo que era un camelo, uno de los grandes mitos de Washington. No tuvo ningún problema para conseguir fuentes. Es Bob Woodward -dice entre risas-. Esa otra periodista, la que te mandó el e-mail, sólo intenta pescar algo. Todo eso de la LLI no es más que un gran cebo. Ah, espera un segundo… la mujer de la limpieza… -Tapa el micrófono y se oye la voz en sordina, pero aun así se entiende-. Estoy charlando con un amigo, ¿puedes esperar un segundito?

– Disculpe, señora, sólo venía para recoger la ropa sucia.

– No te preocupes. No es gran cosa. ¡Gracias, Lola! -Vuelve a prestarme atención y pregunta-: ¿Dónde estábamos, perdona?

– ¿Sabes español?

– Soy de Miami, Paco. ¿Crees que iba a aprender francés? -Antes de que pueda contestar, añade-: Ahora vamos a hablar de otra cosa. ¿Qué haces este fin de semana? A lo mejor podemos vernos.

– No puedo. Le prometí a mi padre que iría a verlo.

– Eso está muy bien. ¿Dónde vive? ¿En Michigan?

– No exactamente -susurro.

Se da cuenta de mi cambio de tono y pregunta:

– ¿Qué te pasa?

– No, nada.

– ¿Entonces por qué te cierras así? Vamos, venga, puedes contármelo. ¿Qué está pasando en realidad?

– Nada -insisto, intentando cambiar de tema. Después de su llamada de esta mañana, estoy tentado de… pero no, todavía no-. Sólo que estoy preocupado con Simon.

– ¿Qué ha hecho?

Le explico cómo me apartó del asunto de las escuchas itinerantes. Como siempre, la reacción de Nora es instantánea.

– ¡Ese cabrón… no puede hacerte eso!

– Pues ya lo ha hecho.

– Entonces haz que lo cambie. Protesta. Díselo a tío Larry.

– Nora, yo no voy a…

– Deja de permitir que la gente te dé empujones. Simon, el FBI, Vaughn… digan lo que digan, lo aceptas. Cuando la comida está fría, se devuelve.

– Si la devuelves, el cocinero le escupe encima.

– Eso no es verdad.

– Estuve de camarero en Sizzler durante tres años cuando era estudiante. Créeme, prefiero tomar la comida fría.

– Bueno, pues yo no. Así que si tú no vas a llamar a Larry, lo haré yo. Tú puedes disfrutar de tu comida fría, yo voy a llamarlo ahora mismo.

– No, Nora…

Demasiado tarde. Ya no está.

Cuelgo el teléfono y noto un leve clic. Suena detrás de mí. Me vuelvo y veo a un hombre desastrado, con una barba ligera que claramente intenta compensar una calvicie incipiente. Clic, clic, clic. Lleva una bolsa verde vieja colgada del hombro y está sacando fotos del EAOE. Por un instante, sin embargo… justo cuando me di la vuelta… hubiera jurado que enfocaba la cámara hacia mí.

Ansioso por marcharme, le doy la espalda y bajo de la acera. Pero sigo oyendo los clics. Uno detrás de otro. Echo una última mirada al extraño y me fijo en su equipo. Teleobjetivo. Cámara de motor. No es un turista corriente. Vuelvo a subir a la acera y me acerco lentamente a él.

– ¿Lo conozco a usted? -pregunto.

Baja la cámara y me mira a los ojos.

– Ocúpese de sus asuntos.

– ¿Qué?

No contesta. Lo que hace es darse la vuelta y salir corriendo. Veo entonces que en la parte de atrás de la bolsa de las cámaras hay unas palabras escritas con rotulador negro: «Si me encuentras, llama al 202 334 6000.» Memorizo el número, dejo de correr y me lanzo hacia el teléfono público. Meto monedas por la boca del aparato, marco el número y espero que alguien descuelgue. «Vamos…», digo mientras suena el timbre y contemplo al fotógrafo desaparecer acera arriba. Es que nunca van a…

– Washington Post -contesta una voz femenina-. ¿Con quién quiere usted hablar?

– No puedo creerlo. ¿Por qué demonios…?

– Tranquilízate, Michael -dice Trey al otro lado del teléfono -. Que nosotros sepamos…

– ¡Me estaba sacando fotos a mí, Trey! ¡Lo vi!

– ¿Estás seguro de que te las sacaba a ti?

– Cuando se lo pregunté, echó a correr. Ya lo saben, Trey. Por algún motivo saben que han de enfocarme a mí, lo que significa que no van a dejar de escarbar en mi vida hasta que encuentren un ataúd o… ¡Oh, Dios mío!

– ¿Qué pasa? -pregunta Trey-. ¿Algo va mal?

– Cuando descubran lo que hice… lo van a destrozar.

– ¿Destrozar a quién?

– Tengo que irme. Ya hablaré contigo después.

– Pero ¿qué hay de…?

Cuelgo el teléfono con fuerza y marco otro número.

Diez números después, estoy hablando con Marlon Porigow, un hombre de voz profunda encargado de las visitas de mi padre.

– Mañana estaría muy bien -me dice con una voz de bajo cajún-. Procuraré que esté bien preparado.

– ¿Algún problema últimamente? ¿Se encuentra bien? -pregunto.

– A nadie le gusta estar en prisión, pero va tirando. Todos vamos tirando.

– Supongo -digo; tengo la mano izquierda aferrada con fuerza al brazo de la silla-. Mañana lo veré.

– Eso es, mañana.

Cuando está a punto de colgar, añado:

– Por cierto, Marlon, ¿puede hacerme un favor?

– Lo que usted diga.

– Estoy trabajando en… en unos temas muy importantes, algo que es un poco personal. Y como ya estoy nervioso porque la prensa me sigue el rastro muy de cerca, si pudiera usted…

– ¿Quiere que lo vigile un poco mejor?

– Sí. -Todavía estoy viendo a aquel fotógrafo corriendo por la acera-. Basta con que se asegure de que nadie entra a verlo. Algunos de esos tipos no tienen principios.

– ¿Cree que de verdad alguien…?

– Sí -lo interrumpo-. Si no lo creyera, no se lo pediría.

Marlon ya había oído antes ese tono.

– Está metido hasta arriba, ¿eh?

No contesto.

– Bueno, no se preocupe por nada -continúa-. Comidas, duchas, apagar la luz… me aseguraré de que nadie se le acerque.

Al colgar el teléfono en su sitio, me quedo solo en el despacho. Me parece que las paredes del ego se ciernen sobre mí. Entre Inez y el fotógrafo, la prensa ataca un poco demasiado de prisa. Y no sólo ellos. Simon, Vaughn, el FBI… todos están empezando a mirar de cerca. A mirarme a mí.

CAPÍTULO 16

El sábado por la mañana el tráfico hacia Virginia no está tan mal como esperaba, ni mucho menos. Había supuesto que iríamos en caravana por el enlace asfaltado en la 1-95, pero el mal tiempo me permite ir rápido hacia Richmond con nada más que cielos grises oscuros y nubes en los ojos. Es uno de esos días sin color, tristes, en que parece estar todo el tiempo a punto de llover. No, no llover. Diluviar. El tipo de días que espantan a la gente.

Casado con el carril izquierdo de la autopista, voy vigilando por precaución el retrovisor hasta estar bien lejos de Washington D. C. Hace ya más de un mes desde la última vez que fui a verlo, y no tengo planes de que me acompañen invitados no deseados.

Durante casi media hora trato de perderme entre las vistas repetitivas del paisaje arbolado. Pero cualquier idea dispersa me lleva otra vez a Caroline. Y a Simon. Y a Nora. Y al dinero.

– ¡Mierda! -exclamo, dando un golpe en el volante. Nunca hay escapatoria. Pongo la radio, busco alguna buena canción ruidosa y con ritmo, y luego pongo el volumen a tope. Abro el techo corredizo sin hacer caso del cielo amenazador. El viento en la cara resulta agradable. Durante las próximas horas haré cuanto esté en mi mano por olvidarme de la vida. Hoy se trata de la familia.

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