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– ¿Porque es un cabrón holgazán y sin dientes?

– Hablo en serio. Lamb está allí para vigilarte a ti y a todos los de tu departamento.

– Eso no es…

– Venga, Michael, si tú fueras presidente, ¿a quién preferirías tener guardándote la espalda: a un grupo de extraños de tu gabinete o a alguien que es amigo desde hace más de treinta años? Lamb conoce todas las cuestiones de personal, por eso se confía en él. Y lo mismo pasa entre nosotros, ya hace casi cuatro años que hablamos por primera vez en la campaña, pero aquí el tiempo se mueve de prisa. Mientras que con Pam…

– Te agradezco la preocupación, pero nunca dirá nada. Es de Ohio.

– Ulysses S. Grant era de Ohio y tuvo la administración más corrupta de la historia. Es todo comedia, esa gente del Medio Oeste no tiene principios.

– Yo soy de Michigan, Trey.

– Excepto los de Michigan. A ésos los adoro.

– Estás enfadado porque se lo conté primero a Pam -le digo moviendo la cabeza.

No puede evitar poner una sonrisita.

– Quiero que sepas que he sido yo el que mantuvo tu nombre a salvo de la prensa. No le dije a nadie que tú encontraste el cuerpo.

– Y te lo agradezco. Pero ahora mismo, quiero hablar de Nora. Cuéntame, qué sabes.

– ¿Qué hay que saber? Es la Primera Hija. Tiene su propio club de fans. No tiene que contestar el correo. Y está terriblemente apetitosa. También es carne de psiquiatra, pero eso, ahora que lo pienso, creo que me excita.

Algo va mal. Está haciendo demasiados chistes.

– Dime lo que estás pensando, Trey.

Se pasa las manos a lo largo de la corbata barata de rayas marrones. Con sus patillas alargadas, las gafas a lo John Lennon y la cazadora tiesa de la marina con el botón dorado bien abrochado en su sitio, está a pocos dólares del modelo jovencito estudiante. Es asombroso. Tiene menos dinero que cualquier otro del equipo y aun así es el único que lleva traje los sábados.

– Ya te lo dije antes, Michael: estás en dificultades. Esa gente no son pesos ligeros.

– ¿Pero tú qué piensas de Nora?

– Creo que será mejor que te andes con cuidado. No la conozco personalmente, pero la veo cuando viene a buscar a mamá. Entra y sale, siempre de prisa; a veces nerviosa; nunca dice una palabra a nadie.

– Eso no significa…

– No estoy hablando de cortesía… estoy hablando de lo que hay debajo. Puede que te deje coger sus galletas, puede que sea una amiga atractiva, pero ya conoces los rumores: X, Especial K, puede que algo de cocaína…

– ¿Quién ha dicho que toma coca?

– Nadie. Por lo menos, todavía no. Por eso hablamos de rumores, amigo mío. Es demasiado gordo para publicarlo sin una fuente solvente.

Permanezco en silencio.

– Tú no la conoces, Michael. Puede que la hayas visto tirarle el frisbee a su perro en el jardín sur, y puedes haberla visto ir a su primera clase de Sociología en la universidad, pero eso no es su vida. Eso sólo son recortes de prensa y pacotilla para las mentiras de la noche. El resto de la película está oculto. Y es una película muy larga.

– ¿Entonces lo que dices es que tengo que abandonarla?

– ¿Abandonarla? -se echa a reír-. Después de todo lo que has hecho… nadie podría acusarte de eso. Ni siquiera Nora.

Tiene razón. Pero eso no lo hace más fácil. Como no respondo, añade:

– Está empezando a afectarte en serio, ¿eh?

– Simplemente, no me gusta que todo el mundo la ponga automáticamente en el punto de mira.

– ¿A ella? ¿Y qué…? -Se contiene. Y ve la expresión de mi cara-. Oh, Dios mío, Michael, no me digas que… oh, estás, ¿sí? No se trata sólo de protegerla… está empezando a gustarte de verdad, ¿no es cierto?

– No -le replico-. Ahora estás interpretando más de lo que…

– ¿De veras? -dice, retador-. Entonces contéstame a esto: desde el punto de vista sexual, aquella primera noche que salisteis, ¿qué pasó en realidad?

– No te entiendo.

– ¿Quieres que te lo pregunte en latín? Salisteis por ahí los dos juntos. Antes de marcharte, juraste que me contarías hasta el último detalle. De hecho, me parece que tus palabras fueron: «Voy a pasar revista de la ropa interior a la Primera Hija.» Todos habéis sido bien instruidos en cuestiones de vestuario, así que oigámoslo. ¿Qué pasó realmente? ¿Qué tal besa? Cuéntamelo todo punto por punto.

Vuelvo a permanecer en silencio.

– No te lo guardes -continúa Trey-. ¿Es buena metiendo la lengua?

Mi mente se inunda de imágenes de ella entre mis brazos… y de cómo deslizó la mano por mi muslo… Oh, muchacho, Trey se moriría si supiera… Me detengo y bajo la vista para mirar la alfombra azul industrial descolorida.

– ¿Y qué? -dice Trey-. Cuéntame lo que pasó.

Estoy seguro de que todos los tíos que han salido alguna vez con ella se han visto en esta situación. Mi respuesta es un susurro.

– No.

– ¿Qué?

– No -repito-. Esto no es asunto de nadie. Ni siquiera tuyo.

Trey hace rodar los ojos, se cruza los brazos sobre el pecho y se recuesta hacia atrás.

– Que la hayas visto en la tele de tu sala no significa que haya estado allí, Michael. Además, aunque no estén bien los secretitos, lo primero y más importante de todo es que es la hija de Hartson.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Quiere decir que lleva la política en la sangre. Así que si os ponen a los dos contra la pared, pues bueno… será ella la que consiga escurrirse.

CAPÍTULO 11

Lo primero que hago al llegar a casa es abrir el minúsculo buzón metálico del apartamento 708, recoger la última pila de correo y dirigirme a la conserjería.

– ¿Hay algo para mí? -le pregunto a Fidel, que es el portero del edificio desde antes de que yo me mudase.

Mira debajo del mostrador, donde guarda los paquetes.

– ¿Puede mirar también lo de Sidney? -añado.

Se levanta con una caja de cartón con una etiqueta de Federal Express y la deja sobre el mostrador. Repica como una maraca.

– Para usted no hay nada; pastillas para Sidney -dice Fidel, enarbolando su amplia sonrisa.

Con el maletín en una mano y el correo en la otra, me pongo el paquete bajo el brazo, lo levanto del mostrador y me voy hacia el ascensor.

– Buenas noches, Fidel.

Sujeto como puedo la esquina de la caja demasiado grande para apretar el botón del ascensor con el número siete, miro el nombre en el paquete. Sidney Gottesman. Apartamento 709. Sidney es mi vecino desde hace dos años y celebra su noventa y seis aniversario en octubre. Y lleva dos meses en cama. Cuando llegué a la casa, un domingo de Super Bowl, fue muy amable conmigo y me invitó a ver el partido en su casa: se quedó dormido en el segundo cuarto. Cuando los médicos le amputaron la pierna derecha debido a complicaciones de su diabetes, hice todo lo posible por devolverle el favor. Puede recoger su correo en la silla de ruedas, pero no soporta llevar paquetes. Haciendo equilibrios con el paquete bajo un brazo y el maletín en el otro, llamo a su puerta.

– ¡Sidney! ¡Soy yo!

No contesta. Nunca contesta. Como ya sé la rutina, dejo la caja en la alfombrilla de goma y cruzo el pasillo hasta mi apartamento. Al girarme, el pasillo sigue en silencio. Más que cuando llegué. El aire acondicionado del edificio zumba. La secadora de la lavandería rueda. Detrás de mí oigo la llegada metálica del ascensor. Me giro en redondo para ver quién es, pero no sale nadie. La puerta vuelve a cerrarse. El pasillo continúa en silencio.

Al buscar las llaves meto la mano en el bolsillo derecho, después en el izquierdo. No están. Maldición. No me digas que… las habré dejado abajo donde el… No, aquí, las tengo en la mano. Sin perder tiempo, meto la llave en mi puerta y la giro.

– ¿Qué, buscando un trabajo nuevo? -pregunta una voz de hombre un poco más allá del pasillo.

Me giro hacia la derecha, sobresaltado, y veo a mi vecino de al lado, Joel Westman, que sale de su apartamento.

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