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– Tengo una reservada -le digo a la mujer que está en el mostrador de entradas ya en el vestíbulo. Tiene los ojos castaños muy pequeños y lleva unas enormes gafas marrones que resaltan todo lo peor de sus rasgos físicos.

– ¿Cuál es su nombre? -pregunta.

– Tony Mañero.

– Aquí está -dice, tendiéndome un boleto. Hora de entrada: la una en punto. Hace dos minutos.

Me doy la vuelta y observo el vestíbulo. Las únicas personas que no parecen sospechosas son dos madres que chillan a sus hijos. Mientras camino hacia los ascensores, me apropio del mejor truco de Nora y me bajo la gorra de béisbol hasta los ojos.

Delante de los ascensores hay un pequeño grupo de turistas que revolotean, ansiosos por comenzar la visita. Me quedo por detrás, observando a la gente. Mientras esperamos a que lleguen los ascensores, se unen más personas por detrás. Me pongo de puntillas para intentar ver mejor. Esto no tendría que tardar tanto. Algo no funciona.

En torno a mí, la gente se impacienta. Nadie empuja, pero el espacio para los codos mengua. Un hombre corpulento con gorra azul se aprieta contra mí y yo aparto el brazo y doy un codazo sin querer a una adolescente que tengo detrás.

– Perdona -le digo.

– No se preocupe -dice en tono apagado. Su padre mueve la cabeza torpemente. Igual que la mujer que tiene al lado. Hay demasiada gente para controlarlos a todos. El espacio se comprime.

Lo peor de todo es que siguen dejando entrar gente en el museo. Nos empujan a todos hacia adelante como a un rebaño. Busco frenéticamente entre la multitud, escudriño cada rostro. Demasiados. Me noto arder. Se me hace difícil respirar. Las paredes de ladrillo visto se me vienen encima. Intento concentrarme en las puertas oscuras de acero del ascensor y en sus cierres grises vistos como si eso pudiera proporcionar algún alivio. Por fin suena un timbre y llega el ascensor. Es tan lento como es posible, pero el ascensorista dice su mejor frase:

– Bien venidos al Museo del Holocausto.

CAPÍTULO 21

– ¿Puede decirme cómo se va al Registro de Supervivientes?

– Justo detrás de esa esquina -dice un hombre con una tarjeta de identificación-. La primera puerta a la derecha.

Mientras voy hacia esa puerta, me hago un rápido resumen de Vaughn. La foto policial que vi tenía unos cuantos años, pero sé a quién busco. Bigotito fino. Pelo planchado para atrás. No sé por qué escogió este museo. Si realmente le preocupa el FBI, no es un sitio en que sea fácil ocultarse, que es exactamente lo que me da miedo.

Convencido de que no está esperando a la entrada de esa sala, abro la puerta de cristal y entro en el Registro de Supervivientes. Primero estudio el techo. No hay cámara de vigilancia a la vista. Bien. Luego las paredes. Ahí está, en la esquina del fondo a la derecha. La razón por la que escogió esta sala: una puerta de salida de emergencia. Si las cosas se complican, tiene escapatoria, lo que significa que o está tan preocupado como yo o esto forma parte de su trato con las autoridades.

La sala en sí es de tamaño modesto y está dividida con paneles. Alberga ocho ordenadores a la última, que permiten acceder a la lista de más de setenta mil supervivientes del holocausto que tiene el museo. Prácticamente en cada terminal hay dos o tres personas apretadas en torno al monitor buscando a sus familiares. Ni uno solo levanta la vista cuando me dirijo hacia el fondo. Observo el resto de la sala y me confirmo en que dejar a Trey en la oficina fue una buena idea. Podríamos haberlo disfrazado, pero habiéndolo visto en la cabina telefónica, no valía la pena correr el riesgo. Necesito esos dos tercios.

Me siento ante un terminal vacío y espero. Mantengo los ojos en la puerta mis buenos veinte minutos. Quién entra, quién sale; estiro la cabeza por encima del panel para analizarlos a todos. Tal vez él no quiera que lo haga tan evidente, decido al cabo. Cambio de táctica y me pongo a mirar el monitor y a escuchar las voces de la gente que me rodea.

– Te dije que vivía en Polonia.

– Es con K, no con CH.

– Ésa era tu bisabuela.

En un museo dedicado a recordar a seis millones de muertos, esta pequeña estancia se enfoca sobre los pocos afortunados que sobrevivieron. No es un mal sitio para esperar.

– Odio este sitio -mascullo quince minutos más tarde. Ese hijoputa cabrón no va a aparecer.

Para combatir mi frustración, me levanto y hago otro rápido reconocimiento de la sala. A estas alturas ya vamos por el quinto turno de turistas. Sólo queda uno de los miembros originales de la banda, y ése soy yo.

Rodeo el grupo principal de mesas y miro el reloj de pared. Vaughn lleva más de media hora de retraso. Me ha dado plantón. Aun así, si mi plan es seguir esperando, será mejor mantener el personaje y actuar como todas las demás personas de la sala. Miro alrededor y me doy cuenta de que soy el único que está de pie. Todos los demás hacen exactamente lo mismo: con la pluma en la mano y los ojos centrados en sus ordenadores, todos van tecleando nombres…

Oh, claro, hombre.

Me precipito hacia el terminal y ocupo el asiento. Pulso trece letras en el teclado del Registro de Supervivientes. V-a-u-g-h-n, P-a-t-r-i-c-k.

La pantalla del ordenador me dice que está «buscando correspondencias».

Eso es. Ésta es la verdadera razón por la que escogió esta sala.

«Lo siento, no hay correspondencias.»

¿Qué? No es posible. V-a-u-g-h-n, P.

«Lo siento, no hay correspondencias.»

V-a-u-g-h-n.

El ordenador vuelve a hacer la búsqueda. Y vuelvo a obtener el mismo resultado: «Lo siento, no hay correspondencias.»

No puede ser. Convencido de que estoy en el buen camino, le meto todos los nombres que se me ocurren.

G-a-r-r-i-c-k, M-i-c-h-a-e-l.

H-a-r-t-s-o-n-, N-o-r-a.

S-i-m-o-n, E-d-g-a-r.

Cuando termino, tengo toneladas de correspondencias. Viena, Austria. Kaunas, Lituania. Gyongyos, Hungría. Incluso Highland Park, Illinois. Pero ninguno de ellos me lleva más cerca de Vaughn. Aparto el teclado a un lado, y fastidiado, me inclino hacia atrás en la silla. Estoy a punto de considerar el día perdido cuando noto una mano en el hombro.

Me doy la vuelta tan de prisa que casi me caigo del asiento. Detrás de mí hay una mujer de piel aceitunada con pelo negro rizado. Una camiseta negra con la palabra «Perv» en letras blancas le marca tan ajustada como para mirarla dos veces. Unos vaqueros gastados le cuelgan sueltos de las caderas.

– Salgamos de aquí, Michael -dice con voz temblorosa.

– ¿Cómo sabe…?

– No pregunte lo que es obvio, eso no nos ayudará. -Me levanto del asiento mientras ella observa la sala moviendo ligeramente las manos y repiqueteando las largas uñas de sus dedos medios contra los pulgares. Se frota la nariz dos veces, incapaz de estarse quieta.

– ¿Dónde está…?

– Hoy no -dice rápidamente. Me empuja por la espalda, derecho hacia la puerta-. Ahora a ver si lo saco de aquí de una sola pieza.

Acelero sin más palabras. Me coge por detrás de la camisa para frenarme.

– Sólo corren los cretinos -susurra.

Empujo la puerta de cristal y espero hasta que volvemos a estar entre la multitud. Giramos a la izquierda y nos vamos hacia la amplia escalera que conduce al vestíbulo general.

– ¿Entonces no va a venir? -pregunto.

Con su hipervelocidad, tuerce el cuello en todas direcciones. Sobre su hombro, sobre el mío, sobre la barandilla de la escalera… no lo puede evitar.

– Se cargaron a su ex novia el martes -explica-. Y a Vaughn ni siquiera le gustaba.

– No comprendo.

– No importa -tartamudea-. Aquí, no.

– Entonces, ¿cuándo…?

Me pone una mano sudorosa en el hombro y me acerca a ella.

– Zoo nacional. Miércoles a la una en punto -me suelta, y baja a toda velocidad el resto de los peldaños.

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