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– ¿Realmente están tan mal las cosas? -pregunto.

Se para en seco y se da la vuelta.

– ¿Está de broma? -pregunta, apartándose un mechón negro rizado de la cara-. ¿Sabe lo difícil que es meterle miedo a él?

Me agarro a la barandilla para sujetarme. Me parece que no quiero saber la respuesta.

– ¿Entonces la dejaste marchar? -pregunta Nora con los ojos muy abiertos de incredulidad.

– ¿Qué querías que hiciera? ¿Tirarla al suelo y pedir un trato justo?

– Lo de tirarla no estoy muy segura, pero tendrías que empezar a hacer algo.

Me levanto de la silla y cruzo la habitación de Nora para apoyarme en el borde de su escritorio antiguo. A mi izquierda observo una Nora manuscrita con la firma de Carol Lorenson, la administradora del fideicomiso que guarda todo el dinero de los Hartson. «Paga semanal. Segunda semana de setiembre.» Junto a la nota hay un pequeño montón de billetes de veinte dólares.

– No lo entiendes -digo.

– ¿Qué hay que entender? La tenías y la dejaste marchar.

– El malo no es ella -le replico rápidamente-. Estaba incluso más asustada que yo, y tal y como sonaba parecía que estuviera a punto de tener un ataque al corazón.

– Oh, vamos, Michael. Esa mujer conoce al tío que estás buscando, ¡ese que nadie puede encontrar! Sin ofender, tendrías que haber llevado a Trey contigo, por lo menos así él podría haberla seguido.

– ¿No lo entiendes, Nora? El FBI está loco por pillarte a ti en ésta, a ella la estaban siguiendo ya. Además, no voy a permitir que nadie más resulte dañado con esto.

– ¿Nadie? ¿Quién es nadie?

No contesto.

– Vale, vamos allá -dice con la cara iluminada-. ¿Qué es lo que no me dices?

– No quiero volver a hablar de esto.

– Entonces, ¿esto tiene que ver con por qué no buscaste apoyo? ¿Por eso has sudado tanto?

Continúo sin responder.

– Es eso, ¿verdad? No llevaste a Trey porque no te fías de él, crees que está trabajando para…

– Trey no trabaja para nadie -insisto-. Pero si lo hubiera llevado conmigo, también lo hubiera puesto en peligro.

Nora enarca una ceja, casi confundida por la explicación.

– ¿Entonces, aunque sabías que necesitabas apoyos, decidiste no llevarlos?

Permanezco callado.

– ¿Y tú hiciste eso sólo para proteger a un compañero de trabajo?

– No es un compañero de trabajo, es un amigo.

– No pretendía… sólo quería decir… -Se para, corrigiéndose-. Pero ¿y si Trey…? -Se para nuevamente. Trata de no juzgar. Aparta la mirada y luego la vuelve otra vez hacia mí. Finalmente pregunta-: ¿De verdad renunciaste a encontrarte con Vaughn por un amigo?

Es una pregunta tonta.

– ¿Crees que tenía elección?

Mientras las palabras salen de mis labios, Nora no replica. Se limita a estar sentada, con la boca apenas abierta, un surco en la frente. Poco a poco, sin embargo, sus labios empiezan a curvarse. Un esbozo. Una sonrisa. Amplia.

– ¿Qué? -pregunto.

Se levanta de un salto y se va hacia la puerta.

– ¿Dónde vas?

Levanta el dedo índice y me hace el gesto de «ven aquí». En un segundo está en el vestíbulo. Y yo voy tras ella. Un giro a la izquierda la pone camino de una puerta cerrada al final del pasillo de la tercera planta.

Cuando entramos, un pensamiento acude a mi mente: Esta salita es fea. Una vitrina de fórmica negra blasonada con el sello presidencial, un entelado demasiado-discreto-para-ser-kitsch cubierto de instrumentos musicales. Este lugar sólo puede describirse como «un accidente de coche en Dollywood-Graceland».

Hay algunas fotos dedicadas de músicos famosos en la pared, así como una urna de cristal con uno de los saxofones de Clinton. Por algún motivo, también hay una tarima enmoqueta-da de un metro de ancho en medio de la habitación y sin barandilla. Imagino que se supone que es un miniescenario. La Sala de Música donde ensayaba Clinton.

Estoy a punto de preguntar a Nora qué pasa cuando veo que abre la vitrina negra con el sello. Dentro hay un violín reluciente y muy pulido y un arco. Se sienta en el escenario de manera que las piernas le cuelgan desde el borde y apoya el violín en el hombro. Apoya el arco en la cuerda del la, afina unos segundos y después me mira.

Desde cuándo…

Desliza el brazo con elegancia y el arco acaricia las cuerdas para que una nota perfecta inunde la sala. Sujetando el instrumento con la parte de abajo de la barbilla, Nora cierra los ojos, encorva la espalda y empieza a tocar. Es una canción lenta… recuerdo haberla oído una vez en una boda.

– ¿Cuándo aprendiste a tocar el violín? -le pregunto.

Igual que antes, la respuesta está en la canción. Tiene los ojos fuertemente cerrados; la barbilla apretada contra el instrumento. Sólo quiere que la mire, pero a pesar de la calma que produce la música, no logro quitarme de encima la sensación de que algo se me escapa. Cuando Hartson fue elegido la primera vez, a mí -y al resto del país- nos metieron por la fuerza todos los detalles referentes a la vida de la Primera Familia. La vida de Nora. Por qué fue a Princeton, su amor a las tazas de mantequilla de cacahuete, el nombre de su gato, hasta los grupos musicales que escuchaba. Y, sin embargo, nadie habló nunca de un violín. Es como un secreto gigante que nadie…

Sigue con la mandíbula en su sitio pero, por primera vez, Nora mira hacia mí y sonríe. Me quedo helado. De todo lo que hace, los sitios adonde va, es lo único que todavía tiene bajo su control. Su único secreto verdadero. Con un sutil movimiento de cabeza, me explica el resto. No está tocando simplemente. Está tocando para mí.

De pronto me noto relajado y me siento en una silla al lado de ella.

– ¿Cuándo empezaste? -le pregunto, ansioso. Continúa tocando.

– Toda la vida -responde sin perder compás-. Cuando papá fue gobernador, al principio me daba apuro, así que me prometió que lo mantendría en secreto. Y según fui haciéndome mayor… bueno… -Hace una pausa como pensándolo-. Tienes que guardarte algo para ti misma.

Estoy tan cerca que las vibraciones me rebotan en el pecho, casi me empujan para atrás. Me inclino hacia adelante, más cerca.

– ¿Por qué el violín?

– ¿Vas a decirme que a ti no te apeteció cuando oíste El diablo bajó a Georgia?

Me río con ganas. La canción sube, sus dedos bailan sobre las cuerdas sacando la música de su sueño. Poco a poco va subiendo el tono, pero nunca llega a perder el toque ligero.

Con un último golpe suave, Nora vuelve a pasar el arco en el la. En cuanto termina, me mira en busca de mi reacción. Tiene los ojos muy abiertos por los nervios. Incluso aquí, no le resulta fácil. Pero en cuanto ve la sonrisa en mi cara, no puede evitarlo y se pone de puntillas y se balancea arriba y abajo sobre los dedos. Y a pesar de que se tapa la sonrisa con los dedos, sus ojos brillantes destellan por todo el cuarto, logrando que hasta las cortinas Graceland parezcan arte renacentista. Esos ojos preciosos, radiantes, tan claros que prácticamente me reflejo en ellos. Todas las otras veces estaba equivocado: ésta es la primera que la veo verdaderamente feliz.

Me pongo en pie y aplaudo tan fuerte como puedo. Sus mejillas se ruborizan y hace una reverencia burlesca. Entonces, el aplauso aumenta.

– ¡Bravo! -exclama alguien detrás de mí, fuera, en el pasillo.

Me giro siguiendo el sonido. Nora levanta la vista hacia mi espalda. Justo cuando los descubro, el aplauso se cuadruplica. Cinco hombres, todos ellos con trajes azules de burócrata y corbatas insoportablemente espantosas. A la cabeza está Friedsam, uno de los ayudantes principales del Presidente. Los otros cuatro trabajan a sus órdenes. Debían de estar aquí arriba para informar a Hartson, a quien le gusta mucho hacer reuniones en el solarium después del almuerzo. Pero por la expresión satisfecha de sus caras se ve que consideran esta audición casual como una guinda más de su trabajo.

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