– Entonces nos pegará con la cinta y nos subrayará en amarillo.
– Nora…
– Relájate -gime, imitando mi lamento-. Sabe quiénes somos. En cuanto me vio subir aquí, se fue a la otra esquina. Si nos mantenemos tranquilos, ni siquiera darán parte.
Luchando por mostrarme aliviado, me acurruco junto a ella, apoyándome contra el respiradero de mármol.
– ¿Preocupado todavía? -pregunta frotando su hombro contra el mío.
– No -digo, disfrutando del contacto-. Pero te advierto que si me pegan un tiro, será mejor que me vengues.
– Creo que estarás perfectamente. En todas las veces que he subido aquí arriba, nunca me ha disparado nadie.
– Naturalmente que no, tú eres la joya de la corona. El blanco de prácticas soy yo.
– Eso no es verdad. No dispararán contra ti sin una buena razón.
– ¿Y cuál es una buena razón?
– Ya sabes -dice volviéndose hacia mí-, asaltar el complejo, amenazar a mis padres, atacar a alguno de los Primeros Hijos…
– Espera, espera, espera… defíneme «atacar».
– Oh, eso es difícil -dice mientras su mano pasea por mi pecho-. Creo que es una de esas cosas que lo-sabes-cuando-la-ves.
– Como la pornografía.
– En realidad, no es una mala comparación -responde.
Alargo el brazo y le pongo la mano en la cadera.
– ¿Y esto, sirve?
– ¿Como qué? ¿Pornografía o ataque?
Fijo una mirada inmensamente larga en sus ojos.
– Los dos.
Ésta parece que le ha gustado.
– Entonces, ¿esto sirve? -repito.
No aparta la mirada.
– Es difícil decirlo.
Deslizo la mano un poco más arriba, abriéndome camino lentamente hacia la camisa suelta. La meto por dentro y mis dedos se sumergen bajo la cintura de sus vaqueros y tocan el borde de la ropa interior. Tiene la piel tan tersa que me hace añorar la universidad. Con tanta suavidad como puedo, voy avanzando por su estómago.
– Ahí no -me dice cogiéndome la mano.
– Perdona. No quería…
– No te preocupes -dice ofreciéndome una sonrisa. Se señala los labios y añade-: Empieza un poco más arriba.
Estoy a punto de inclinarme hacia ella cuando veo que se saca algo de la boca.
– ¿Pasa algo? -pregunto.
– Sacaba el chicle -lleva la mano al bolsillo y saca un pape-rito. Me da la espalda, envuelve el chicle en el papel y mete un nuevo trozo.
– ¿No quieres sacarte también el aparato de los dientes? – mascullo.
Nora me mira, chupándose el dedo índice. Se lo saca de la boca y emite un ruido seco de beso.
– ¿Otra vez?
No tengo ninguna respuesta que pueda hacerle justicia. Lo que hago es quedarme allí sentado un segundo, disfrutando.
Para Nora, es un segundo de más. Con un movimiento rápido, se gira, me engancha las piernas y con un ligero golpe tira de mí hacia ella y desliza su lengua entre mis labios. En ese momento, todo me vuelve corriendo a la mente. Durante las dos últimas semanas, he soñado con su olor. Agridulce, casi narcótico. En cuanto nos besamos, me desliza el chicle en la boca. Mi novia de quinto grado solía hacer lo mismo. Empiezo a mascarlo, pero noto como si todavía estuviera envuelto en papel. Me ha pillado con la guardia baja, me aparto entre toses. Demasiado duro. Incapaz de liberar el chicle con la lengua, me meto dos dedos hasta el fondo de la garganta pero, antes de que pueda sacarlo, se ha ido, me lo he tragado sin querer.
– ¿Todo bien? -me pregunta.
– Creo que sí… sólo que… no estaba preparado.
– No te preocupes -dice con una risita dulce-. No me importa volver a empezar.
De nuevo se inclina hacia adelante y me mete la lengua. Acaricio su pelo con los dedos; los besos se hacen más intensos. En algún momento, nuestros pulsos se encuentran. Desde entonces, unos pocos minutos de besos me devuelven el valor de volver al modo exploratorio, y acabo deslizando las manos por la espalda de su camisa palpando en busca del sostén. No lleva. Perdido en su beso, siento que el tiempo desaparece. Podrían ser quince minutos o cincuenta, pero estamos empezando a arder.
Todavía encima de mí, me empuja hacia atrás y desliza las manos dentro de mi camisa. No me resisto, como ella, me limito a quedarme apoyado en los codos y cerrar los ojos. Sus uñas mordidas se abren camino por los flancos de mi pecho hacia arriba, detrás de los hombros. Donde cabalga mis piernas, siento su calor sobre mí. Al principio es un paso lento, un balanceo casi invisible. Poco a poco, incrementa el ritmo. Pero en un instante, sin embargo, todo me da vueltas.
Siento la cabeza ligera y de pronto me entra una súbita náusea. Trato de impedir la tos, evitar una arcada seca, pero el mundo entero se ha puesto a encenderse y apagarse de repente. Si levanto la vista, todo se me desliza hacia la derecha. En el cielo amarillo, veo un avión que se convierte en cuatro. El monumento a Washington es el cuello de un cisne. «¿Qué está pasando?», pregunto, aunque no oigo sonido alguno. Sólo interferencias.
Lucho por permanecer consciente, me pongo en pie y voy dando tumbos hasta el borde del tejado. Ya no está tan alto. Sólo es un escaloncito. Voy a bajarlo, pero algo tira de mí hacia atrás. Espalda contra la chimenea. Duele, pero no. Me acurruco, sentado, pero me es difícil mantener la cabeza derecha. El cuello no deja de doblárseme, como si lo tuviera relleno de gelatina de uvas. Al fondo de la garganta todavía noto el chicle que me tragué. ¿Cuánto hace de eso? ¿Veinte minutos? ¿Treinta? El ruido de las interferencias sigue aumentando. Incapaz de sostener la cabeza, la dejo caer contra la chimenea. Vuelvo la mirada hacia Nora pero ella, simplemente, se está riendo. Tiene la boca completamente abierta y se ríe. Se ríe. Una boca llena de dientes. Y colmillos.
– Hija de puta -mascullo, mientras el mundo se vuelve negro. Me ha drogado.
CAPÍTULO 19
– Michael, ¿te encuentras mal? -pregunta Nora cuando intento abrir los ojos-. ¿Me oyes? -Como no respondo, repite la primera pregunta-: ¿Estás mal? ¿Te encuentras mal? -cada vez que lo dice suena menos a pregunta y más a orden.
Parpadeo, recobrando la conciencia e intentando recordar cómo me tumbaron en esta cama. Me quito el paño frío de la frente y echo una ojeada a mi alrededor. El armario antiguo y las estanterías empotradas me dicen que no estoy en un hospital. El diploma de Princeton de la pared del fondo me dice el resto. La habitación de Nora.
– ¿Cómo te encuentras? -pregunta con voz inquieta, con preocupación.
– Hecho una mierda -respondo, sentándome en la cama-. ¿Qué demonios pasó? -Antes de que pueda responderme, una oleada de vértigo me sube desde la base del cráneo. Asustado por este súbito ataque, cierro los ojos y aprieto los dientes. Lo veo todo gris. Luego, remite.
– Michael, ¿qué tal…?
– Bien -insisto al notar que se me pasa. Los puños se cierran lentamente-. ¿Qué demonios me metiste en la boca?
– Lo siento muchísimo…
– Limítate a contestar, Nora.
– No tendría que haberte hecho eso…
– ¡Deja de pedir perdón, joder! ¡Yo ya noté el papel en el chicle!
Sorprendida por el pronto, se echa para atrás, yéndose más hacia los pies de la cama.
– Te juro que no era algo como para hacerte perder el sentido -dice con una voz que es apenas más que un susurro-. No tenía ninguna intención de que pasara eso.
– Dime qué coño era.
Con la mirada baja sobre la colcha blanca impoluta, no responde. Casi no se atreve a mirarme.
– Demonios, Nora, dime qué…
– Ácido -susurra finalmente-. Sólo una pastilla de ácido.
– ¿Sólo una…? ¿Estás completamente mal de la cabeza? ¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer?
– Por favor, Michael, no te enfades… Yo no quería…
– ¡Tú me la metiste en la boca, Nora! ¡No se metió allí solita!
– Ya lo sé… y siento muchísimo haberte hecho eso. No tendría que haber violado nuestra confianza así… sobre todo después de que hoy… pensé que… -su voz se pierde.