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Por la naturaleza de su trabajo, Caroline se pasa los días teniendo conversaciones incómodas con la gente. Como resultado, ha visto ya prácticamente toda posible manifestación de nerviosismo que existe. Y por la expresión amarga de su cara, nacer chistes está casi abajo del todo de la lista.

– ¿Puedo hacer algo por ti, Michael?

Mis ojos permanecen fijos en la mesa sumergida bajo pilas de papeles, carpetas de archivo y dos ceniceros con el sello presidencial. Hay un filtro de aire portátil en un rincón, pero la estancia continúa apestando a cigarrillos viejos que, aparte de coleccionar notas de agradecimiento, son el hábito más evidente de Caroline. Para que me sienta más a gusto, se quita las gafas y me dirige una mirada medio cálida. Está tratando de inspirarme confianza y de sugerir que puedo fiarme de ella. Pero levanto la cabeza y sólo puedo pensar en que es la primera vez en dos años que la he mirado de verdad. Sin gafas, sus ojos almendrados de color avellana no intimidan tanto. Y aunque las cejas espesas y los labios delgados le dan un aire muy profesional, parece sinceramente preocupada por mí. No preocupada como Pam, sino, para una mujer de cuarenta y muchos que es casi una completa desconocida, realmente interesada.

– ¿Necesitas un vaso de agua? -pregunta. Niego con la cabeza. No más demoras.

– ¿Es una cuestión de asesoría jurídica o un tema de ética? -pregunta.

– Las dos cosas -digo. Ésta es la parte más dura. Mi cabeza se acelera buscando las palabras adecuadas. Pero aunque haya practicado mucho mentalmente mientras venía, no hay nada como quitar la red y hacerlo de verdad. Cuando estoy a punto de subirme a la cuerda floja, repaso la historia por última vez con la esperanza de tropezar con alguna razón legal para que un consejero de la Casa Blanca deje dinero en medio del bosque. Ninguna de las que se me ocurren es buena.

– Es sobre Simon -digo finalmente.

– Quieto un momento -me ordena. Abre el cajón de arriba de su escritorio y saca una casete pequeña y una cinta virgen. Reconoció mi tono en cuanto lo oyó. Es algo serio.

– No creo que sea necesario…

– No te pongas nervioso, es sólo como protección.

Coge una pluma y apunta mi nombre en la casete. Cuando la mete en la grabadora, veo las palabras «Michael Garrick» a través de la piececita transparente. Pulsa «grabar» y empuja el aparato sobre la mesa, justo delante de mí. Sabe lo que pienso, pero esto ya lo ha hecho más veces.

– Michael, si esto es importante, debes tener la documentación adecuada. Ahora, ¿por qué no empiezas por el principio?

Cierro los ojos y pretendo que todavía está la red.

– Todo sucedió anoche -empiezo.

– ¿Anoche quiere decir el jueves, 3? -verifica. Asiento con la cabeza. Ella se señala los labios.

– Quiero decir, exacto -digo rápidamente-. De todos modos, yo iba en coche por la calle Dieciséis cuando vi…

– Antes de seguir, ¿iba alguien contigo?

– Eso no es lo importante…

– Limítate a contestar la pregunta.

– No -respondo tan de prisa como puedo-. Iba solo.

– ¿Así que no había nadie contigo?

No me gusta la manera como ha preguntado eso. Algo no va bien. Vuelvo a sentir que la nuca se me llena de sudor.

– No había nadie conmigo -insisto.

No parece convencida. Alargo la mano y detengo la cinta.

– ¿Hay algún problema?

– En absoluto. -Intenta volver a arrancar la cinta, pero tengo la mano sobre el aparato.

– No quiero grabar esto -le digo-. Todavía no.

– Tranquilidad, Michael. -Apoya la espalda y me deja seguir a mi modo. La grabadora continúa apagada-. Ya sé que es difícil. Cuéntame la historia.

Tiene razón. No es el momento de perder la calma. Consigo tranquilizarme por segunda vez inspirando profundamente y me consuelo con el hecho de que ya no se grabará.

– Bueno, pues voy conduciendo por la calle Dieciséis cuando de pronto veo un coche conocido delante de mí. Cuando lo miro más de cerca me doy cuenta de que es el de Simon.

– Edgar Simon, consejero del Presidente.

– Exacto. Bueno, por alguna razón -tal vez por la hora de la noche, tal vez por dónde estamos- tan pronto como lo veo hay algo que me parece raro. Así que freno un poco y empiezo a seguirlo -le cuento el resto de la historia, detalle por detalle. Cómo Simon se paró en la carretera de Rock Creek. Cómo se bajó del coche llevando un sobre grande amarillo. Cómo saltó el guardarraíl y desapareció talud arriba. Y lo más importante, una vez se hubo marchado, lo que encontré en el sobre. Lo único que no menciono es a Nora. Ni a los polis-. Cuando vi el dinero pensé que me iba a dar un infarto. Hay que imaginárselo: es más de medianoche, está completamente oscuro y allí estoy yo con los cuarenta mil dólares de mi jefe. Y, por si fuera poco, podría jurar que alguien me vigilaba. Era como si los tuviera justo a mi espalda. Juro que fue uno de los momentos más terroríficos de toda mi vida. Pero antes de ponerme a tocar el silbato, pensé que debería hablar con alguien. Por eso he venido aquí.

Me quedo esperando alguna reacción, pero no la hay. Finalmente, pregunta:

– ¿Has terminado?

– Sí -y asiento con la cabeza.

Se inclina sobre la mesa y recoge la grabadora. Mueve a un lado y a otro el botón de pausa con el pulgar. Un tic nervioso.

– ¿Y qué? -pregunto-. ¿Qué opinas?

Se pone las gafas. No parece divertida.

– Es una historia interesante, Michael. El único problema es que, hace quince minutos, Edgar Simon estuvo en este despacho contándome exactamente la misma historia que tú. Sólo que en su versión, tú eras el del dinero. -Cruza los brazos y se echa hacia atrás en la silla-. Ahora, ¿quieres empezar otra vez?

CAPÍTULO 6

– ¿Por qué diría eso? -pregunto, asustado.

– No sé en qué clase de problema te has metido, Michael, pero hay…

– No estoy metido en ningún problema -insisto. Se me seca la boca y me invade la náusea. La noto en el estómago. Todo está a punto de derrumbarse-. Yo… no sé de qué me hablas. Era él, lo juro… Lo vimos llevar el…

– ¿Lo vimos?

– ¿Qué?

– Vimos. Acabas de decir vimos. Nosotros. ¿Quién más estaba contigo, Michael?

Me pongo muy derecho en la silla.

– No había nadie conmigo. Juro que estaba solo.

El silencio envuelve la estancia y noto el peso de su juicio.

– Realmente tienes huevos, ¿sabes? Cuando Simon vino antes, me dijo que te tratara con cuidado. Pensaba que tenías problemas. ¿Y qué haces tú? ¡Me mientes a la cara y le echas la culpa a él! ¡Precisamente a él!

– Un momento… ¿crees que me lo estoy inventando?

– No contesto esa pregunta. -Pasa la mano por una pila de carpetas rojas-. Ya he visto la respuesta.

En el mundo de los vetos y las investigaciones de antecedentes, una carpeta roja equivale a un expediente del FBI. Instintivamente, busco el nombre en la pestaña de la carpeta de arriba. Michael Garrick. Aprieto los puños.

– ¿Has sacado mi expediente?

– ¿Por qué no me hablas de tu trabajo sobre las nuevas revisiones de Medicaid, lo de mantener el Medicaid para los delincuentes? Parece que te lo tomas como una auténtica cruzada.

En su voz hay un tono que pincha como un palo en el ojo.

– No sé de qué me hablas.

– No me insultes, Michael. Ya hemos pasado por esto antes. Sé todo lo de él. Sigue siendo un papá realmente orgulloso de ti, ¿verdad?

Salto de mi asiento, apenas soy capaz de controlarme. Está apretando el botón equivocado.

– ¡A él déjalo en paz! -rujo-. No tiene nada que ver con esto.

– ¿De veras? A mí me parece un claro conflicto de intereses.

– La única razón por la que estoy con ese tema es porque Simon me puso la nota de referencia en mi mesa.

– ¿Así que nunca se te ocurrió pensar que tu padre se beneficia del programa?

– Él no recibe el dinero, va directamente a la institución.

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