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– ¡Se beneficia, Michael! Puedes darle todas las vueltas que quieras, pero sabes que es verdad. Es tu padre, es un delincuente, y si se suprime el programa perderá los beneficios.

– ¡No es un delincuente!

– Tendrías que haber rechazado este tema en el mismo momento en que te lo ofrecieron. Eso es lo que exigen las Normas de Conducta. Y eso es lo que tú dejaste de hacer. ¡Igual que la última vez!

– ¡Eso era distinto!

– La única cosa distinta es que te concedí el beneficio de la duda. Pero ahora ya no me engaño.

– ¿Así que ahora piensas que estoy mintiendo en lo de Simon y el dinero?

– Ya conoces el dicho: de tal palo, tal astilla.

– ¡No vuelvas a decir eso! ¡No sabes nada sobre mi padre!

– ¿Para eso era el dinero? ¿Era un soborno para ponerlo a salvo?

– Yo no era el del dinero.

– No te creo, Michael.

– Era Simon el que…

– Ya he dicho que no te creo.

– ¿Por qué demonios no quieres escuchar? -grito, y mi voz retumba por toda la habitación.

Su respuesta es bien simple:-Porque sé que estás mintiendo.

Ya estamos. Necesito ayuda. Me doy la vuelta y me dirijo a la puerta.

– ¿Adonde te crees que vas?

No digo ni una palabra.

– ¡No te marches! -grita.

Me paro y me doy la vuelta.

– ¿Eso quiere decir que vas a escuchar mi versión de la historia?

Junta las manos y las deja caer sobre la mesa.

– Me parece que ya he oído todo lo que necesitaba oír.

Llego hasta la puerta y la abro.

– Si sales de aquí, Michael, te prometo que lo lamentarás.

Pero eso no me detiene.

– ¡Vuelve aquí! ¡Ahora mismo!

Salgo al pasillo y todo mi mundo se pone rojo.

– ¡Muérete! -digo sin volverme.

Diez minutos más tarde estoy sentado en mi despacho, mirando el pequeño televisor que está en el estante situado al lado de la ventana. Todas las oficinas del EAOE están conectadas al cable, pero yo mantengo fijo el canal 25 en el que el menú del comedor de la Casa Blanca pasa constantemente todo el día.

Sopa del día: cebolla francesa.

Yogur del día: oreo.

Selección de sandwiches: pavo, rosbif, ensalada de atún.

Uno tras otro van subiendo pantalla arriba; letras blancas sobre un aburrido fondo azul real. En este momento es todo lo que puedo aguantar.

Al tercer pase del yogur del día, ya he reunido trece razones irrebatibles para abrirle la cabeza a Caroline. Desde tenderme una trampa hasta lanzar esos estacazos a mi padre… ¿qué demonios le pasa? Sabía lo que iba a hacer desde el mismo momento en que entré. Lentamente, firmemente, sin embargo, mi adrenalina se va disolviendo y deja paso a una calma tranquila. Y con la calma llega el entendimiento de que a no ser que tengamos otra conversación, Caroline aceptará la versión de Simon de esa historia y a mí me enterrará con ella. Por cuarta vez en diez minutos, controlo la tostadora y marco el número de Nora. Ahí dice que está en la residencia, pero nadie contesta. Cuelgo y marco otras dos extensiones. Trey y Pam son igual de difíciles de encontrar. Los llamé a los dos tan pronto como volví, pero ninguno me ha contestado.

Repaso una vez más la lista de llamadas recibidas, sólo para asegurarme de que no han llamado mientras yo ocupaba la línea. Nada. No está nadie. Nadie más que yo. En esto se resume todo. Un mundo de uno. En la Casa Blanca, los sistemas de calefacción, ventilación y aire acondicionado mantienen la presión del aire en la mansión más alta de lo normal por una sencilla razón: si alguien ataca con una arma biológica o con gas nervioso, el aire envenenado es expulsado hacia afuera, alejándolo del Presidente. Naturalmente, la broma entre el personal es que por definición esto convierte a la Casa Blanca en el lugar de trabajo con mayor presión. Pero ahora mismo, aquí sentado en mi despacho, esto no tiene nada que ver con los sistemas de aire.

Cuando noto que el instinto de supervivencia supera a la rabia, me levanto y voy a la antesala. Al abrir la puerta oigo a alguien junto a la máquina de café. Si tengo suerte, será Pam. Pero es Julian.

– Sabe como si alguien se hubiera meado dentro -dice, acercándome la taza de café a la cara.

– Bueno, pues no fui yo.

– No te echo la culpa a ti, Garrick, sólo lo hago constar. Nuestro café es un asco.

– Lamento saberlo -digo. No es momento para peleas.

– ¿Qué te pasa? Tienes un aspecto horrible.

– Nada, cosas del trabajo.

– ¿Como qué? ¿Darles más coba a los delincuentes? Esta mañana te llevaste dos de dos.

Paso junto a él y abro la puerta. Pese a que solemos no estar de acuerdo prácticamente en nada, tengo que admitir que nuestro tercer compañero de oficina no es mala persona, simplemente es un poco demasiado intenso para el populacho en general.

– Disfruta del café, Julian.

Al volver hacia la oficina de Caroline, encuentro el pasillo más largo que nunca. Cuando empecé a trabajar aquí, recuerdo haber quedado muy impresionado con lo grande que parecía todo. Con el tiempo, todo fue haciéndose más manejable y confortable. Pero hoy, vuelvo a estar como al principio. Al llegar al despacho de Caroline, giro el pomo de la puerta sin llamar.

– Caroline, antes de que te pongas furiosa, déjame expli…

Me quedo tan parado como un tren que descarrila.

Frente a mí, Caroline está hundida en su sillón de respaldo alto. La cabeza le cuelga hacia adelante como una marioneta abandonada y uno de sus brazos cuelga del de la silla. No se mueve. Me acerco mientras digo:

– ¿Caroline?

No responde. Oh, Dios mío.

En su regazo, su otra mano sujeta un tazón de café vacío con las palabras «Aquí recibí tu Estado de la Unión» escritas. Tumbado sobre un costado y descansando sobre el muslo, el tazón vacío.

– Caroline, ¿te encuentras mal? -pregunto. Y es entonces cuando oigo sonar un lento goteo. Me coge por sorpresa y me trae a la memoria el grifo de mi apartamento que gotea. Localizo el ruido y me doy cuenta de que cae de la silla al suelo. Caroline está sentada en un charco de café.

Instintivamente, alargo la mano y la toco en el hombro. Su cabeza cae para atrás y golpea el borde de la silla con un ruido sordo. El vacío que muestran los ojos avellana desorbitados de Caroline me atraviesa con violencia. Uno de los ojos mira totalmente al frente; el otro cae torcido hacia un lado.

La estancia empieza a dar vueltas a mi alrededor. Se me contrae la garganta y, de pronto, me es imposible respirar. Doy un par de tumbos hacia atrás y choco contra la pared, haciendo caer al suelo una de las notas de agradecimiento enmarcadas. El trabajo de toda su vida se tambalea. Abro la boca pero apenas si puedo oír lo que sale de ella.

– Por favor -exclamo, buscando aire-. Por favor… que alguien me ayude.

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