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– ¿Se rinden alguna vez? -pregunto.

– Es cuestión de territorio -dice, y suena como si le hubieran dado una patada en la barriga.

Esperando subirle la moral, digo:

– Olvidémonos de los gorilas. ¿Qué más nos da que sepan adonde…?

– Pásate dos semanas así. Ya verás si te cambia el rollo.

– El mío, no. El mío sigue siendo el mismo: «Me encantan los chicos con pistolas; me encantan los chicos con pistolas; me encantan los chicos con pistolas.» Es como un mantra.

Es un chiste fácil, pero funciona. Intenta ocultar una minúscula sonrisa.

– Tengo que querer esas pistolas -inspira profundamente, se pasa la mano por la nuca y entre las puntas de su pelo negro. Me parece que por fin está empezando a calmarse -. Gracias otra vez por dejarme conducir… empezaba a echarlo de menos.

– Por si te hace sentirte mejor, eres una conductora excelente.

– Y tú un mentiroso excelente.

– No es porque yo lo diga… mira esos lemmings de atrás; vienen sonriendo desde que saliste zumbando del club.

Nora lo comprueba por el retrovisor y saluda con la mano a aquellos otros dos de la patrulla-de-caquis-y-polos. Ellos no sonríen, pero el del asiento del pasajero devuelve el saludo.

– Son buenos chicos… llevan tres años conmigo -me explica-. Además, esos dos, Harry y Darren, no son tan malos. Sólo que se deprimen porque ellos son los únicos realmente responsables de mí.

– Parece un trabajo de ensueño.

– Más bien una pesadilla… Cada vez que salgo de la Casa, están ahí pegados, mirándome el trasero.

– Entonces, lo dicho, un trabajo de ensueño.

Se gira simulando que no le gusta el cumplido:

– Te encanta flirtear, ¿verdad?

– La forma más segura de interacción social intensa.

– ¿Segura, eh? ¿Eso es todo lo que significa para ti?

– Dice la dama joven de los guardaespaldas armados.

– ¿Y qué puedo decir? -pregunta entre risas-. A veces hay que andarse con cuidado.

– Y a veces hay que quemar la aldea para salvarla.

Ésta le gusta: como todo lo que supone algún desafío. Para ella, todo lo demás está planeado.

– ¿Así que ahora eres Gengis Kan? -pregunta.

– Soy famoso por haber saqueado unos cuantos pueblos indefensos.

– Oh, vaya, picapleitos, estás empezando a liarte. ¿Adonde quieres ir ahora?

Su fuerza me provoca. Intento parecer indiferente.

– Me da igual. Pero ¿tienen que seguirnos los gorilas?

– Eso depende -me dice con una sonrisa-. ¿Crees que tú puedes ocuparte de ellos?

– Oh, sí. Los abogados son bien conocidos por su facilidad para dar palizas a los militares del estilo estoy-dispuesto-a-llevarme-un-tiro. Hay todo un apartado de «puñetazos» en el examen de admisión… Justo después de hacer la «lluvia de dolor».

– Vale, entonces, si no va a haber pelea, tendremos que conformarnos con escapar. -Pisa el acelerador y mi cabeza choca con el reposacabezas. Otra vez volamos avenida de Connecticut arriba.

– ¿Qué haces?

– Querías estar en privado. -Y me lanza una mirada que puedo sentir en los pantalones.

– En realidad, lo que quería era el calentamiento.

– Bueno, si esto funciona tendrás las dos cosas.

Ahora la adrenalina está subiendo.

– ¿De verdad crees que podrás perderlos?

– Sólo lo intenté una vez antes.

– ¿Y qué pasó?

Me lanza otra de aquellas miradas.

– No quieras saberlo.

El velocímetro llega rápidamente a cien, y el mal asfaltado de las calles de Washington D. C. nos hace notar cada uno de sus baches. Me agarro al asidero de la puerta y me pongo bien derecho. En ese momento es cuando veo que Nora tiene los veintidós años que realmente tiene: sin miedo, lanzada, y todavía impresionada por las revoluciones de un motor. Aunque yo sólo tengo unos pocos años más, hace mucho que mi corazón no iba tan de prisa. Después de tres años de Derecho en Michigan, dos años de pasantías, dos años en un bufete, y los últimos dos en la Oficina de la Asesoría Jurídica de la Casa Blanca, mis pasiones han sido puramente profesionales. Y ahora Nora Hartson me despierta de golpe y enciende un fuego repentino en mis tripas. ¿Cómo demonios iba yo a saber lo que me estaba perdiendo?

Aun así, vuelvo otra vez la vista hacia el Suburban y se me escapa una risita nerviosa.

– Si esto me trajera problemas…

– ¿Eso es lo que te preocupa?

Me muerdo el labio. Ha sido un gran paso atrás.

– No… sólo es que… ya sabes lo que quiero decir. No hace caso de mis vacilaciones y aumenta la velocidad. Sumido en el silencio de nuestra conversación, sólo puedo oír lo fuerte que zumba el motor. Al frente tenemos la entrada del paso subterráneo que atraviesa por debajo el Dupont Circle. El pequeño túnel tiene al principio una rampa muy pendiente, de manera que no se puede ver exactamente cuántos coches van delante de ti. No parece que a Nora le importe. Sin reducir la marcha, entramos de un salto en el túnel y me da un vuelco el estómago. Por suerte, no hay nadie por delante de nosotros.

Al salir del túnel, no puedo dejar de mirar el semáforo verde que hay al final de la manzana. Se pone en ámbar. No estamos lo bastante cerca como para pasarlo. Pero a Nora tampoco parece importarle.

– ¡El semáforo!

Se pone en rojo y Nora tira del volante para hacer un giro prohibido a la izquierda. Los neumáticos chirrían y mi hombro se aplasta contra la puerta. Por primera vez pienso que realmente corremos peligro. Echo una mirada por el retrovisor. El Suburban continúa detrás de nosotros. Nunca se rinde.

Vamos a toda velocidad por una calle corta y estrecha. Enfrente veo una señal de stop. A pesar de lo tarde que es, sigue habiendo un río constante de coches que aprovechan su preferencia de paso. Espero que Nora frene. Pero en cambio, acelera.

– ¡No hagas eso! -le aviso.

Se da cuenta del volumen de mi voz, pero no responde. Fuerzo el cuello intentando ver cuántos coches hay. Veo unos pocos, pero no tengo ni idea de si ellos nos ven. Nos saltamos el stop y cierro los ojos. Oigo chirridos de frenos, coches que se paran y el estruendo simultáneo de las bocinas. No chocamos con nada. Me doy la vuelta y veo que los del Servicio Secreto siguen nuestra estela…

– ¿Qué te pasa, eres una sicópata?

– Sólo si nos matamos. Si seguimos vivos, soy arriesgada.

Se niega a ceder, haciendo eses y atravesando las calles con casas de piedra del Dupont Circle. Cada stop que nos saltamos deja atrás otro coro de bocinas estridentes y conductores cabreados. En un momento, atajamos por una calle de dirección única que vuelve hacia la travesía principal de la avenida de Connecticut. Lo único que hay entre nosotros y los seis carriles de tráfico es otra señal de stop. Cuando faltan treinta metros, Pisa el freno a fondo. Gracias a Dios. Ha recuperado la cordura.

– ¿Por qué no lo dejamos? -propongo.

– Ni hablar. -Está escudriñando en el espejo, observando a sus agentes favoritos. Parecen tentados a salir del Suburban, pero tienen que saber que en cuanto lo hagan arrancará. El agente del asiento de la derecha baja la ventanilla. Es joven, tal vez incluso más joven que yo.

– Venga, Sombra -grita, complaciéndose en usar el nombre en clave de Nora en el Servicio Secreto-. Ya sabe lo que nos dijo la última vez. No nos haga volver a llamarlo ahora.

A ella no le hace gracia la amenaza. Murmura entre dientes: «Estúpido gilipollas.» Y luego, aprieta el acelerador. Las ruedas patinan hasta que hacen tracción. No puedo permitir que haga eso.

– Nora, no…

– Cállate.

– No me digas que…

– He dicho que te calles.

Su respuesta es un gruñido grave y mesurado. No suena a ella. Estamos acelerando hacia la señal de stop y cuento siete coches que cruzan frente a nosotros. Ocho. Nueve. Diez. Esto no es como las calles laterales. Esos coches vuelan. Descubro una minúscula gota de sudor que baja por la sien de Nora. Aprieta el volante tan fuerte como puede. No saldremos de ésta. Al llegar al cruce, hago lo único que se me ocurre. Me inclino hacia el volante, aprieto el claxon y lo aguanto así. Salimos disparados de la calle lateral como un espectro a noventa por hora. Dos coches se apartan. Otro aprieta los frenos. Un cuarto conductor, en un Acura negro, intenta frenar, pero no le da tiempo. Sus neumáticos chirrían sobre el pavimento, pero sigue moviéndose. Aunque Nora hace todo lo posible por esquivarlo, nos pega justo en la punta de atrás del guardabarros. Lo suficiente como para hacernos perder el control. Y para colocar al Acura exactamente delante del Suburban del Servicio Secreto. El Suburban hace un giro brusco a la derecha y se detiene en seco. Nosotros seguimos corriendo.

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