Los dos aparatos aterrizan casi al unísono, pero uno está más cerca del avión. Ése es Marine One. Cuando se abre la puerta, la primera persona que sale es el jefe de Gabinete. Tras él aparece un alto consejero, unos pocos adjuntos y, finalmente, Lamb. Este hombre es asombroso. Siempre atento. A continuación aparece Nora, seguida de Christopher, su hermano pequeño, un chico de aspecto nervioso que todavía va al colegio. Los dos vástagos presidenciales se detienen un momento, cogidos de la mano, esperando a sus padres. Primero, la señora Hartson. Luego, el Presidente. Naturalmente, mientras todo el mundo mira a POTUS, yo no puedo quitar los ojos de su hija…
Una mano poderosa se apoya en mi hombro.
– ¿A quién miras? -pregunta Simon.
Me giro rápidamente al reconocer su voz.
– Al Presidente, claro -replico.
– Una vista increíble, ¿no te parece?
– Las he visto mejores -le espeto.
Me lanza una mirada que sé que dejará cicatriz.
– Recuerda dónde estás, Michael. Sería una verdadera lástima que tuvieras que irte a casa.
Siento ganas de pelea, pero ésta no la voy a ganar. Es hora de andar listo. Si Simon quisiera verme fuera, hace tiempo que lo estaría. Sólo quiere silencio. Eso es lo que hará que este asunto no llegue a la prensa; lo que me hará conservar el trabajo; lo que servirá para mantener a Nora a salvo. Y, como ella dijo en la bolera, el único modo que tenemos de llegar al fondo del asunto.
– ¿Nos hemos entendido? -pregunta Simon.
– No tiene que preocuparse por mí -digo, asintiendo con la cabeza.
– Bien -dice con una sonrisa. Se dirige hacia la cola del avión y me deja seguir.
Vuelvo a mi asiento con una sensación como si me hubiesen dado una patada en el estómago.
– ¿Has visto a tu novia? -me pregunta Pam cuando estoy a punto de sentarme. Está otra vez oculta detrás del periódico y su voz tiembla.
– ¿Qué te pasa?
No me contesta. Alargo la mano y le bajo el periódico.
– Pam, dime qué…
Tiene los ojos anegados de lágrimas. El periódico cae sobre la mesa y veo por primera vez lo que leía. Página B6 de la sección metropolitana. Necrológicas. Arriba del todo, una foto de Caroline. El titular dice: «Muere la abogada de la Casa Blanca Caroline G. Penzler.»
Antes de que pueda reaccionar, el avión empieza a moverse. Un tirón brusco hacia adelante hace caer el bolso de Pam al suelo y, al golpear, su pluma de la Casa Blanca rueda por la alfombra. Tras un breve anuncio, recorremos la pista preparados para despegar. Algunos regresan a sus asientos; a otros les da igual. El cóctel continúa. La cabina entera se estremece con el último acelerón del despegue. Aun así, nadie se ha puesto el cinturón. Es un detalle sutil, pero eso implica poder. E incluso camino de un funeral, eso es la esencia de la Casa Blanca.
El aterrizaje en el aeropuerto internacional de Duluth es mucho más suave que el despegue. Cuando ya podemos ver la pista, los monitores de televisión de la cabina cobran destellos de vida. Los televisores están encastrados en la pared, uno encima de la cabeza de la persona a mi izquierda, otro sobre la cabeza a la izquierda de Pam.
En los monitores veo un avión gigantesco azul y blanco a punto de aterrizar. Los noticiarios locales cubren nuestra llegada, y puesto que estamos en su radio de acción, han sintonizado las estaciones de aquí.
Asombroso, me digo a mí mismo.
Dando más crédito a la televisión que a la realidad, mantenemos la vista en los monitores, y en un instante, eso convierte nuestras vidas en la mejor película interactiva del mundo, cuando las ruedas tocan tierra en la tele, notamos cómo tocan debajo de nosotros.
Una vez que han desembarcado los peces gordos, los demás podemos ir hacia la puerta. No hay que andar mucho, pero ya se puede notar el cambio de ánimo. Nadie habla. Nadie se distrae. El jolgorio en el mejor avión privado del mundo se ha terminado. Finalmente, la cola empieza a avanzar y le ofrezco la mano a Pam.
– Vamos, es hora de salir.
Alarga su mano y acepta mi invitación, entrelazando sus dedos con los míos. Le doy un apretón cálido, reconfortante. Un apretón como los que se reservan para los mejores amigos.
– ¿Cómo te encuentras? -le pregunto.
Me aprieta todavía más fuerte y dice una palabra:
– Mejor.
Vamos avanzando lentamente hacia la proa del avión y finalmente vemos lo que produce el retraso en la salida. El Presidente está de pie junto a la puerta principal y va ofreciendo personalmente sus simpatías a cada uno de nosotros.
Ese contacto humano… esa necesidad de ayudar… ésa es exactamente la primera razón por la que vine a trabajar con Hartson. Si estuviera estrechando manos al pie de la pasarela, sería un gesto puramente político, un acto preparado para las cámaras y la reelección. Aquí dentro, la prensa no puede verlo. Es el sueño de cualquier colaborador: un momento que se produce sólo entre él y tú.
Cuando estamos más cerca, veo a la Primera Dama de pie a la izquierda de su marido. Ella conoció a Caroline antes que todos nosotros, algo que puedo descubrir en la tensión de sus labios apretados.
Me lleva otros tres pasos ver esa silueta conocida. Detrás del hombro de Hartson descubro a mi miembro favorito de la Primera Familia de pie en el pasillo y observando los acontecimientos.
Cuando levanta la vista, nuestras miradas se cruzan. Nora me dedica una tímida sonrisa. Está intentando aparentar su indiferencia habitual, pero yo ya empiezo a saber ver lo que hay detrás. La manera en que mira a su padre… luego a su madre… es que ya no son el Presidente y la Primera Dama… son sus padres… eso es lo que puede perder. Para nosotros es un puesto. Para Nora… Si llega a producirse un atisbo de escándalo en torno a ella y el dinero -o, incluso peor, la muerte…-, es su vida.
Suelto la mano de Pam y le hago un ligero gesto con la cabeza a Nora. No estás sola.
No puede evitar devolverme una sonrisa.
Sin decir palabra, Pam vuelve a coger mi mano con fuerza.
– Recuerda solamente esto -me susurra-: «Que cada bestia lleve su carga.»
CAPÍTULO 12
A la mañana siguiente miro mis periódicos, los llevo a la mesa de la cocina y rastreo mi nombre en las cuatro primeras páginas. Nada. Nada sobre mí, nada sobre Caroline. Incluso las fotos de portada, que pensaba que serían de Hartson en el funeral, están dedicadas al fracaso de ayer de los Orioles. Terminado el funeral, ya no es noticia. Un simple ataque al corazón.
Voy hojeando descuidadamente el New York Times esperando que suene el teléfono. Suena treinta segundos después.
– ¿Tienes la cosa? -pregunto en cuanto descuelgo.
– ¿Lo has visto? -pregunta Trey.
– ¿Ver qué?
Hace una pausa.
– A 14 del Post.
Conozco ese tono. Aparto el Times de la mesa y busco nervioso el Post. Las manos casi no pueden pasar las páginas. 12, 13… aquí. «Abogada de la Casa Blanca en tratamiento por depresión.» Recorro el breve artículo que habla del episodio de depresión de Caroline y cómo parecía superarlo con éxito.
La historia se cuenta sin mencionarme a mí ni una sola vez, pero cualquier adicto a la política sabe lo que sigue. Puede que perdida por las páginas interiores, pero la historia de Caroline sigue viva.
– Por si esto te hace sentirte mejor, no eres el único con malas noticias -dice Trey tratando claramente de cambiar de tema-. ¿Has visto lo de Nora en el Herald? -Antes de que pueda contestarle, me explica-: Según la columnista de cotilleo, uno de los ayudantes principales de Bartlett la llamó, fíjate, «la primera pasota», porque todavía no se ha aclarado después de la escuela. Son unos vampiros chupasangres, violadores de reputaciones.
Me paso al Herald y localizo el artículo.
– No es un movimiento inteligente -le digo mientras lo leo en voz baja-. A la gente no le gusta que se ataque a la Primera Hija.