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Una vez dentro, prácticamente todos nos vamos hasta el amplio ventanal que da a las pistas. Todos pretenden parecer indiferentes, pero están demasiado inquietos para conseguirlo. Se nota en el modo de moverse. Como un niño que intenta echar una ojeada a los regalos de cumpleaños antes de tiempo. ¿Qué es tan importante? me pregunto. Para obtener respuesta, voy directo al ventanal, dispuesto a no dejarme impresionar. Y entonces lo veo. Las palabras «United States of America» pintadas con enormes letras negras a lo largo del fuselaje blanco y azul, y una gigantesca bandera norteamericana pintada en la cola. Es el avión más grande que he visto nunca: Air Force One. Y vamos a volar en él hasta Minnesotta para el funeral de Caroline.

– ¿Lo has visto? -le pregunto a Pam, que está sentada sola en un banco de un rincón.

– No, yo…

– Vete a la ventana. Te prometo que no quedarás decepcionada. Es como un 747 preñado.

– Michael…

– Sí, ya sé que parezco un turista, pero eso no siempre es tan malo. A veces hay que sacar la cámara, ponerse la camiseta Hard Rock y dejar que todo…

– No somos turistas -gruñe, apuñalándome con una mirada heladora en el pecho-. Vamos a un funeral.

Como de costumbre, tiene razón. Doy un paso atrás para contenerme. Me siento como si midiera medio metro de la cabeza a los pies.

– Perdona. No quería decir que…

– No te preocupes -me dice, evitando mirarme-. Sólo avísame cuando sea la hora de irse.

A las siete menos cuarto nos conducen al avión donde formamos en hilera de a uno. Traje oscuro, maletín de cuero. Traje oscuro, maletín de cuero. Traje oscuro, maletín de cuero. Uno tras otro. El mensaje está claro: es un funeral, pero al menos haremos algo de trabajo. Miro mi propio maletín y deseo no haberlo cogido. Después miro a Pam. Ella no lleva nada más que un pequeño bolso negro.

Al principio de la cola, al pie de la escalera que sube al avión, está el agente del Servicio Secreto que va comprobando los nombres y credenciales de todos. Al lado del agente está Simon. Lleva un traje negro y una corbata gris plata tipo el-Presidente-llevaba-una-hace-pocas-semanas, y va saludando a cada uno de nosotros según llegamos. No es frecuente que el consejero haga una demostración pública así, y por la expresión tonta de su cara, disfruta de lo lindo. Se le nota en la manera de hinchar el pecho. La cola sigue avanzando y finalmente nuestros ojos establecen contacto. En el momento en que me ve, se da la vuelta y va hacia su secretaria, que está un poco más allá con una tablilla en la mano.

– Tonto del culo -le susurro a Pam.

Cuando llego a la escalerilla doy mi nombre al agente del Servicio Secreto. Busca en la lista que sujeta en la mano.

– Lo siento, señor, ¿cómo era su nombre?

– Michael Garrick -digo, sacando mi tarjeta de identidad de detrás de la corbata.

Comprueba de nuevo.

– Lo lamento, señor Garrick, no lo tengo a usted aquí.

– Eso es imposi… -Me quedo cortado. Por detrás de la gente veo que Simon mira hacia nosotros. Exhibe la misma sonrisa que el día que me mandó a casa. Ese hijo de…

– Llame a Personal -dice Pam al agente-. Verá que está en plantilla.

– A mí no me importa si lo está o no -explica el agente-. Si no está en esta lista, no sube al avión.

– Un momento, ¿puedo interrumpir un momento? -pregunta Simon. Se saca un papel del bolsillo interior de la chaqueta, vuelve a ponerse al principio de la fila y se lo pasa al agente-. Con las prisas por organizar todo esto, creo que sin darme cuenta dejé fuera a algunas personas. Aquí tiene la lista de autorizaciones puesta al día. Tendría que habérsela dado antes…, como ha sido una pérdida tan…

El agente mira la lista y comprueba el código en la hoja de autorización.

– Bien venido a bordo de Air Force One, señor Garrick.

Hago un gesto al agente con la cabeza y clavo mi mirada más fría en Simon. No hay nada que decir. Para subir a bordo, mejor que esté a bordo. Cualquier otra cosa tendría sus consecuencias. Da un paso a un lado y me indica que siga; me recompongo y subo la escalerilla. En un día normal, los empleados utilizan la escalerilla de cola; hoy, subimos por delante.

Cuando entro en la cabina busco alguna azafata con la mirada, pero no hay ninguna.

– ¿Es la primera vez? -pregunta una voz. A mi izquierda hay un chico joven con una camisa almidonada inmaculadamente blanca. Los galones de sus hombros me indican que es de la Fuerza Aérea.

– ¿Son asientos libres o…?

– ¿Cómo se llama usted?

– Michael Garrick.

– Sígame, señor Garrick.

Avanza, decidido, por el pasillo principal que corre a lo largo del lado derecho del avión con filas de sillones de terciopelo con el respaldo bajado y mesitas auxiliares imitando antiguo. Como una sala de estar volante.

Al entrar en la zona de pasajeros, más que meter a todo el mundo en una gran cabina para cien personas, los asientos están divididos en secciones más pequeñas de diez plazas. Los asientos se dan frente, de cinco en cinco, y hay una mesa de fórmica compartida entre tú y la persona de enfrente. Todos mirando a todos. De este modo es más fácil promocionar el trabajo.

– ¿Podría ser un asiento de ventanilla? -pregunto.

– Esta vez, no -dice al pararse. Me señala un asiento de pasillo que mira hacia adelante. En el asiento hay una tarjeta blanca doblada con el sello presidencial. Bajo el sello se lee: «Bien venido a bordo de Air Force One.» Y debajo leo mi nombre: «Señor Garrick.»

Mi reacción es instantánea:

– ¿Puedo quedarme con esto?

– Lo lamento, pero tenemos que guardarla por cuestiones de seguridad.

– Por supuesto -le digo, tendiéndole la tarjeta-. Lo comprendo.

– Es broma. Era una broma, señor Garrick-dice, poniendo la mejor sonrisa que sabe. Y cuando ve que lo he entendido, añade-: Ahora, ¿quiere visitar el resto del avión?

– ¿En serio? Me encantaría. -Por encima de su hombro veo que se acerca Pam-. ¿Sabe qué? De momento pasaré. Tengo algo de trabajo.

Pam comprueba la tarjeta que está frente a mí, ve su nombre y se sienta. Estoy a punto de dejar mi cartera sobre la mesa que hay entre nosotros, pero en vez de eso la pongo debajo del asiento.

– ¿Cómo lo llevas? -le pregunto.

– Pregúntamelo cuando hayamos terminado.

A las siete en punto estamos todos a bordo y preparados para salir, pero como no es un vuelo comercial, la mayoría de la gente no está en su asiento, están de pie, reunidos en pequeños grupos o paseando, explorando el aparato. Sin la menor duda parece más un cóctel que un viaje en avión.

Pam levanta la vista del periódico y me pilla asomado al pasillo para espiar.

– No te preocupes, Michael, vendrá.

Cree que estoy buscando a Nora. Le digo:

– ¿Por qué siempre supones que es por ella?

– ¿Y no es todo por ella?

– Muy graciosa.

– No, gracioso es Charlie Brown… -Levanta el periódico y lo mete en su sitio-. Sí, Charlie Brown… ya lo creo que te gusta esa chica pelirroja…

Me levanto del asiento sin hacerle caso.

– ¿Adonde vas? -pregunta, bajando el periódico.

– Al baño. Volveré en seguida.

Encuentro dos servicios en la parte delantera, los dos ocupados. A mi izquierda, en una mesa plegable bajada hay un plato de caramelos. En el plato hay carteritas de cerillas con el logotipo Air Force One. Cojo una para Pam y otra para mi padre. Antes de poder coger otra para mí, oigo el petardeo rítmico de unos helicópteros que llegan. La puerta del baño se abre, pero yo voy directo a las ventanillas. Atisbo el exterior y veo dos helicópteros idénticos de varios pasajeros. El que lleva a Hartson es Marine One. El otro es un simple señuelo. Trasladándolo en un aparato u otro, confían en que los posibles asesinos no sepan cuál de ellos han de derribar.

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