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– ¿Perdona?

– No es una pregunta con trampa. Terminé la universidad en junio. Ahora es setiembre. ¿Qué estoy haciendo aquí todavía?

– Pensé que esperabas noticias de las escuelas de posgraduados.

Sin decir palabra, va hasta el escritorio y saca una pila de papeles del cajón de arriba. Vuelve a la cama y los tira sobre el colchón. Me siento a su lado y hojeo la pila. Universidad de Pennsylvania. Washington. Columbia. Michigan. En total, catorce cartas. Todas la aceptan. Así que, finalmente, digo:

– No entiendo.

– Bueno, eso depende de a quién quieras creer. O bien estoy haciendo tiempo para la escuela de posgraduados, o bien a mis padres les preocupa que vuelva a intentar hacerme daño. ¿Qué crees tú que es más probable?

Oyéndola explicarlo, no es difícil de imaginar. La única cuestión es: ¿qué hago yo ahora? Acurrucada al borde de la cama, Nora está esperando mi reacción. Trata de no mirarme, pero no puede evitarlo. Está preocupada por si me marcho. Y por la manera en que restriega una y otra vez el pie desnudo contra la alfombra, no sería la primera vez que alguien la deja plantada. Recojo las cartas y las tiro al suelo.

– Dime la verdad, Nora, ¿dónde tienes las drogas?

– Yo no…

– ¡Última oportunidad! -bramo.

Sin decir palabra, baja la vista hacia las cartas y luego mira la puerta ligeramente abierta del armario. Su voz suena blanda, derrotada.

– Hay una lata de pelotas de tenis en el suelo. Están dentro de la pelota del medio.

Voy hasta el armario y en seguida encuentro la lata. La vuelco en la mano, dejo que las otras dos pelotas caigan al suelo y entonces cojo la del medio y la aprieto fuerte. Por supuesto, se abre de par en par, como un pez abre la boca, por donde han cortado la costura. Dentro hay un frasquito de medicinas marrón con unas cuantas píldoras en el fondo y, encima, una especie de rollo de siete u ocho sellos con unas caritas sonrientes amarillas. Esto es el ácido.

– ¿Qué son las pastillas? -pregunto.

– Un poco de éxtasis… pero son antiguos. Hace meses que no tomo.

– ¿Meses o semanas?

– Meses… por lo menos, tres… No he tomado desde final de curso. Te lo juro, Michael.

Me quedo mirando el frasquito, que sigue dentro de la pelota, y dejo que se cierre la costura. La aprieto en el puño con fuerza y se lo enseño a Nora.

– Se acabó -le digo-. Se acabaron los juegos. De ahora en adelante, tú lo controlas. Si quieres ser una enferma mental, háztelo por tu cuenta. Pero si quieres que seamos amigos -hago una pausa y me guardo la pelota en el bolsillo-, estoy aquí para ayudarte. No estarás sola, Nora, pero si quieres ganarte mi confianza, tendrás que componértelas tú sola.

Se la ve completamente atónita.

– ¿Entonces, no vas a dejarme?

Vuelvo a verla acunando a mi padre entre sus brazos. Identificándose con lo que se echa en falta.

– Todavía no… ahora, no. -Espero verla sonreír por efecto de mis palabras; pero en cambio, la frente se le arruga de inquietud-. ¿Qué te pasa? -le pregunto.

– No lo entiendo -dice, mirándome con la barbilla baja y los ojos completamente perdidos-. ¿Por qué eres tan amable?

Desde los pies de la cama me acerco a ella.

– ¿Todavía no lo entiendes, Nora? No estoy fingiendo.

Levanta la cabeza, no puede echarse atrás. Con los ojos bien arriba, surge la sonrisa. Una sonrisa auténtica. Me inclino hacia ella y le doy un suave beso en la frente.

– Sólo te digo una cosa… Si vuelves a hacer una cosa así otra vez…

– No lo haré. Te lo prometo.

– Lo digo en serio, Nora. Si veo alguna droga más, yo mismo daré un comunicado a la prensa.

Me mira directamente a los ojos.

– Lo juro por mi vida… te doy mi palabra.

CAPITULO 20

A veces sueño que soy verdaderamente pequeño. Quince centímetros. Simon alarga la mano y yo doy un paso y me subo en su palma. Me eleva hasta sus labios agrietados y susurra en mi oreja de muñeca Barbie: «Todo irá bien, Michael… te prometo que todo irá bien.» Poco a poco, su voz grave se va haciendo aguda como una sirena en funcionamiento. «No llores, Michael; sólo lloran los niños.» Entonces, de repente, grita y su voz atruena y su aliento caliente me lanza hacia atrás: «¡Demonios, Michael, por qué no me escuchaste! ¡Lo único que tenías que hacer era escuchar!»

Pego un salto en la cama, sobresaltado por el silencio. Tengo el cuerpo cubierto de sudor frío, tan frío que estoy tiritando. El despertador dice que no son más que las cuatro y media de la madrugada, de manera que vuelvo a tumbarme e intento olvidarlo pensando en Nora. No las drogas ni la cicatriz. La Nora auténtica. La que está debajo, o al menos la que yo creo que hay debajo. Anoche… y durante el día -¡Dios mío!-, sólo con lo del tejado ya tengo tema para el resto de mi vida. Los corredores de coches, los paracaidistas, ni siquiera… ni siquiera los piratas tienen tantas emociones. Ni tanto miedo.

Como noto que estoy agarrado a las sábanas, pongo en marcha mi mejor truco para volverme a dormir: tomar las cosas con perspectiva. Pase lo que pase, sigo teniendo buena salud, y a mi padre, y a Trey, y Nora… Y Simon, y Adenauer, y Vaughn, al que todavía no pongo cara. Por una parte me preocupa que esté tendiéndome una trampa, pero si iba de acuerdo con Simon… y ahora anda escapando del FBI… los enemigos de mis enemigos y todo eso. Si Simon lo dejó tirado, igual tiene algo que ofrecerme. De todos modos, tendré la respuesta dentro de unas horas. Hoy es el día que tenemos que encontrarnos. En algún punto del Museo del Holocausto.

Tras veinte minutos de contemplar el estuco del techo, es evidente que no me volveré a dormir. Doy una patada a las sábanas y me voy directo a la cafetera. Mientras el olor a cafeína invade la cocinita, del maletín saco un plano del museo. Cinco plantas de exposición, una biblioteca para investigadores, dos teatros, un centro de estudios… ¿Cómo voy a encontrar a ese tipo?

A mi espalda, oigo un ruido en la puerta. Ligero, fácil de pasar por alto, como un taconazo. O un golpe sordo. «¡Hola!», exclamo. El ruido se para. Por el pasillo se oyen unas pisadas en sordina. Dejo el plano y vuelo hacia la puerta, descorro los cerrojos y la abro de un tirón. Otro golpe sordo. Y otro. Salgo al hall de un salto, ansioso por enfrentarme al atacante. Y me encuentro con el chaval que reparte la prensa que me está dejando el primero de los periódicos del día. Del susto pega un salto para atrás, y casi se le caen todos los periódicos.

– ¡Coño! -reniega en español.

– Lo siento -susurro-. Culpa mía -recojo mi periódico, vuelvo a escurrirme dentro del apartamento y cierro la puerta.

Empiezo a pasar las páginas de la primera sección, nervioso, confiando en perderme entre el acontecer de lo inmediato. Pero al doblar la primera página, cae al suelo un sobre pequeño blanco. Dentro hay una nota manuscrita: «Registro de Supervivientes. Segunda planta.» Vuelvo corriendo al plano del museo que sigue sobre el suelo de linóleo. Por fin tengo un punto exacto.

No es ningún tonto, decido. Es una sala pequeña, apartada, en una esquina del museo. Verá a todos los que vayan y vengan. La cita no es hasta la una en punto, pero vuelvo a mirar el reloj. Siete horas más.

Abro la puerta de mi despacho y salgo corriendo hacia el Ala Oeste. Solía ufanarme de llegar pronto a las reuniones de Gabinete de Simon, pero últimamente parece que nunca llego a tiempo. Y aunque es fácil echarle la culpa al despiste, tengo que quitarme el sombrero ante semejante fallo del inconsciente.

En el Ala Oeste, Phil está en su puesto de guardia habitual, controlando a la gente. En cuanto lo veo, pongo mi tarjeta de identidad hacia adelante y bajo la cabeza. No es que me importe si llama el ascensor o no, sólo es que no soporto que finja que no me conoce.

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