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– Si ni siquiera la conoces.

– Déjame decirte algo: he conocido a cientos de chicas de pueblo como ella. Totalmente previsibles. Cuando entras en su dormitorio, ya tienen preparada la ropa del día siguiente.

– Lo primero de todo, que eso es completamente falso. Lo segundo, que ni siquiera me importa. Sólo somos amigos. Y buenos amigos, por cierto, así que no te metas con ella.

– Si sois tan buenos amigos, ¿por qué no le contaste lo de tu padre?

– Sencillamente, porque siempre lo hago así. Cada vez que saco el tema, la gente se pone muy poco natural y de repente tienen que demostrar que son personas muy sensibles. -Con la mirada fija en las líneas de la carretera, añado-: Es difícil de explicar, pero hay veces en que sólo quisieras dejarlo. O cogerlos por el cuello y gritarles: «Espabila, Barnum, esto no es un circo.» Quiero decir que sí, que es mi vida, pero que eso no significa que esté disponible para el consumo público. No sé si esto tiene sentido, pero…

Por el rabillo del ojo miro un momento a Nora. A veces resulto un cabrón bastante tonto. Había olvidado con quién estaba hablando. Y es Nora Hartson. Con sólo leer el USA Today, ya puedes saber por quién le pusieron el nombre, qué notas sacó en la universidad y que celebró su último cumpleaños subiendo al monte Rainier con los del Servicio Secreto. Se vuelve hacia mí y alza una ceja como diciendo en-este-tema-fíate-de-mí. Para Nora, tiene un perfecto sentido.

– Qué hay, Vance -saluda Nora al centinela de la Puerta Sureste de la Casa Blanca.

– Buenas tardes, señorita Hartson.

– Nora -le pide ella-. Nora, Nora, Nora.

La verja de hierro negra se abre con un fuerte chasquido. El guardia no necesita ver mi pase azul ni mi permiso de aparcamiento. Le basta con ver a Nora.

– Gracias, Vance -le lanza con una voz fuerte que suena más ligera y más abierta de lo que nunca la he oído.

Vamos hacia el pórtico sur de la mansión en la base del edificio. Me cuesta mucho contenerme. Es tan distinto de la última vez… Ni pánico, ni esconderse, ni fingir. Sin miedo. Durante unas horas, Simon, Caroline, el dinero… toda esa pesadilla baja la voz y cambia los gritos por susurros. Sólo quedamos nosotros.

Al llegar al toldo que cubre el pórtico sur, piso el freno.

– ¿Qué haces? -pregunta Nora.

– ¿No tengo que dejarte aquí?

– Supongo -dice, perdiendo de pronto la seguridad en la voz. Está a punto de salir del coche pero se detiene-. Si quieres, puedes subir.

Contemplo la reluciente fachada blanca de la mansión más famosa del mundo.

– ¿Lo dices en serio?

– Yo soy muy seria -dice, recuperando la confianza-. ¿Estás dispuesto?

Me había equivocado. Las preguntas no resultan mucho más fáciles.

– ¿Dónde aparco?

Abarca con un gesto todo el jardín sur de la Casa Blanca y dice:

– Donde quieras.

CAPÍTULO 18

– ¿Habías venido alguna vez por este lado? -pregunta Nora, dirigiéndose a la entrada sur, debajo del toldo. Seguimos la alfombra roja hasta la Sala de Recepción Diplomática de forma ovalada en la que Franklin D. Roosevelt celebraba sus tertulias junto al fuego.

– No estoy seguro… siempre lo confundo con mi apartamento y la alfombra roja que va hasta el futón.

– Eso es divertido. Nunca lo había oído antes.

– ¿Antes? ¿A cuántos tíos has traído a hacer el tour?

– ¿De qué tour estás hablando?

– Este tour, ya lo sabes. El tour por dentro de mi cinturón.

– Oh, ¿eso es lo que habías creído? -dice, riéndose.

– ¿Estás diciendo que estoy equivocado?

– No, te estoy diciendo que estás en plena alucinación. Te invitaré a un café y después te echaré de una patada en el culo.

– Tú harás lo que quieras, pero las amenazas inútiles no son la mejor manera de ganar mi amor.

– Ya veremos.

– Oh, claro que lo veremos. -Hago cuanto está en mi mano para tener la última palabra. Sólo así se entusiasma, cuando no tiene el resultado bajo control.

Al atravesar la Sala Diplomática adopto un balanceo de hombros chuleta para decirle que no tiene ni la menor posibilidad. La mentira es tan mala que resulta patética. Salimos de la sala y giramos a la izquierda por el Corredor de la Planta Baja. Al final de la alfombra rojo apagado, hay un guardia de uniforme en el lado izquierdo del pasillo. Me quedo helado. Nora sonríe.

– ¿Pero no lo llevabas tan bien hace nada? -me provoca-. Ibas contoneándote y todo.

– No tiene gracia -le susurro-. La última vez que estuve aquí, esos tíos…

– Olvídate de la última vez -me susurra al oído-. Mientras estés conmigo, eres un invitado.

Se acerca más y me sopla un beso tentador. Es asombroso cómo escoge los peores momentos para excitarme. Al pasar junto al guardia, éste apenas nos mira. Simplemente, susurra tres palabras en su walkie-talkie:

– Sombra más uno.

Una vez cruzamos la puerta, podemos subir en ascensor o por la escalera. Como sé que hay guardias en el rellano siguiente, voy hacia el ascensor. Nora se lanza hacia la escalera. Desaparece en un instante. Me quedo solo y sin elección. Muevo la cabeza y salgo tras ella.

Al llegar al rellano, dos agentes de uniforme esperan. La última vez, me pararon. Esta vez, cuando doblo el ángulo de la escalera, dan un paso atrás para dejarme sitio.

Salto los escalones de dos en dos y me acerco a Nora. Deja la escalera en el siguiente rellano y, siguiéndola, entro en el pasillo principal de la residencia. Al igual que el de la planta baja, es un corredor amplio y espacioso con puertas a lo largo de las paredes. La diferencia está en la decoración. Éste está pintado de un amarillo claro muy cálido y tiene estanterías de obra, media docena de óleos y cantidad de antigüedades del siglo XVIII y del XIX. Esto no es una trampa para turistas. Es un hogar. Mientras deambulo por el pasillo, observo los cuadros. El primero que veo es una naturaleza muerta con manzanas y peras. Casi se me escapa: «Plagio de Cézanne.» Y entonces veo la firma al pie: Cézanne.

– Comprado en un rastro -dice Nora.

Asiento con la cabeza. Enfrente del Cézanne veo un abstracto de De Kooning. Hora de frenar. Tomo aliento con fuerza y vuelvo a mi zona.

– ¿Quieres hacer una visita relámpago? -pregunta Nora.

Hago una pausa, aparentando que lo pienso.

– Si tú quieres… -digo, encogiéndome de hombros.

Sabe que es un farol, pero su sonrisa me dice que agradece el esfuerzo. A mitad del pasillo, nos paramos ante una sala ovalada amarillo brillante.

– Sala Oval Amarilla -exclamo.

– ¿Cómo lo has sabido?

– Muchos años de crayola. -Señalo el interior y pregunto-: ¿Y qué se hace en una sala como ésta? ¿Es sólo para enseñar o qué?

– Todo este piso es más que nada para recibir: después de una cena oficial, para cócteles, influir a los senadores, tonterías así. La gente siempre acaba aquí porque les encanta la Terraza de Truman; cuando salen fuera y tocan las columnas se sienten importantes.

– ¿Podemos salir?

– Si quieres hacer de turista…

Deja el desafío en el aire. Tío, sabe dónde pegar. Aun así, me niego a darle esa satisfacción.

– Éste era el dormitorio de Chelsea -dice, señalando la puerta opuesta a la del Oval Amarillo-. Lo convertimos en gimnasio.

– Entonces, ¿dónde está tu cuarto?

– ¿Por qué? ¿Tienes prisa?

No estoy dispuesto a ceder ahora tampoco. Señalo la puerta del final del pasillo.

– ¿Qué hay allí detrás?

– El dormitorio de mis padres.

– ¿De verdad?

– Sí -dice estudiando mi reacción-. De verdad.

Maldición. Ésta la está apuntando contra mí. Tendría que haberlo pensado. Sus padres siempre son terreno prohibido. Más adelante, dobla una esquina y se para junto a la pared de su izquierda. La adelanto y me encuentro ante el vestíbulo del Dormitorio Lincoln.

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