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En el exterior, los jardineros están rastrillando el césped y los reporteros de los programas matinales van llegando a la sala de prensa. Al otro lado de las verjas de hierro, una familia de cuatro madrugadores posa para un recuerdo en Instamatic. El flash de su cámara capta mi vista como el resplandor de un rayo. Hoy será un gran día.

CAPÍTULO 24

– ¿Nervioso? -me pregunta Lamb al verme sentado totalmente rígido al otro lado de su mesa con las palmas de las manos apoyadas en las rodillas.

– No -le respondo.

Sonríe burlón ante la mentira, pero no me lo reprocha.

– Le agradezco que me reciba -añado tan de prisa como puedo. Es el eufemismo del año. Por los salones del EAOE hay personal que mataría a cambio de unas clases particulares con el profesional mejor vestido de la Casa Blanca.

– La primera siempre es la más difícil. Después, todo sale con naturalidad.

Ya sé que tendría que escucharlo, pero mi cerebro continúa ensayando la primera frase: «Buenos días, señor Presidente. Buenos días, señor Presidente. Buenos días…»

– Recuerda simplemente una cosa -continúa Lamb-. Cuando entres allí, no saludes al Presidente. Tú entras; él te mira; tú empiezas. Todo lo demás es perder un tiempo que todos sabemos que no tiene.

Asiento con la cabeza como si lo supiera de sobra.

– Además, no te arredres ante sus reacciones. Su primera respuesta siempre será provocadora: chillará, gritará, bramará. «¿Por qué tenemos que hacer esto así?»

– No comprendo…

– Así se desahoga -explica Lamb-. Sabe que siempre se llegará a algún compromiso, pero necesita demostrarles a todos, incluido él mismo, que todavía lleva con mano firme el timón moral.

– ¿Algo más?

Asiente con la cabeza con su movimiento habitual y añade:

– Sólo que no te olvides de para qué estás allí.

Otra vez me siento perdido.

– Mira, Michael, a la hora de los consejos, los hay de tres tipos: legales, morales y políticos. Lo que puedes hacer, lo que quieres hacer y lo que debes hacer. Tú estarás preparado para los primeros, pero él va a querer de los tres. En otras palabras, no puedes limitarte a entrar allí y decir: «Liquide las escuchas… es lo que corresponde hacer.»

Sigo palmeando ansiosamente mis rodillas.

– Pero ¿y si eso es lo que corresponde hacer?

– Todo lo que te digo es que no te cases con una victoria; mi hígado me dice que éste es un asunto de los que dan votos.

No me gusta cómo suena eso. Pero si Lamb lo dice, será verdad.

– ¿Hay alguna posibilidad de convencerlo de otra manera?

– El tiempo lo dirá -dice Lamb-. Pero yo no apostaría por ello.

Como no me queda nada que decir, me levanto para salir del despacho.

– Por cierto -añade-. He estado hablando por teléfono con el segundo de Adenauer. Tengo una reunión con él más tarde, hoy, así que confío en tener la lista definitiva de sospechosos esta tarde… mañana por la mañana como mucho.

– Estupendo -digo, intentando seguir concentrado. Estoy a punto de volver a pensar en el Despacho Oval, pero me doy cuenta de que hay algo más que tendría que decirle-. Yo tuve otra reunión con el FBI.

– Ya lo sé -dice, pensativo. Apoya ambos codos sobre la mesa-. Gracias por ponerme al día.

En momentos como éste, con aquellas bolsas bajo los ojos todavía más marcadas que de costumbre, es cuando Lawrence Lamb empieza a representar su edad real.

– ¿No va muy bien, verdad? -le pregunto.

– Están empezando a elaborar teorías… lo deduzco por el modo de plantear sus preguntas.

– Me han dado el viernes como fecha tope.

Lamb me mira. Esa parte no la sabía.

– Me aseguraré de que tengamos la lista para mañana. -Y antes incluso de que pueda darle las gracias, añade-: Michael, ¿estás seguro de que ella no conoce a Vaughn?

– Eso creo…

– ¡No me des opiniones! -exclama, levantando la voz-. ¿Lo crees o lo sabes?

– Pues… lo creo -repito bien consciente de que tendré la respuesta verdadera dentro de pocas horas. Es una pregunta asustada en un hombre que nunca se asusta. Pero ni siquiera Lawrence Lamb puede predecir qué hará Nora.

Cruzo hacia el Ala Oeste con quince minutos de adelanto y aunque sé que se considera de mala educación aparecer antes de hora, la verdad es que no me importa.

Entro en la pequeña sala de espera que da al Despacho Oval apretando con mano sudorosa la carpeta con el informe de tres centímetros de grueso.

– Soy Michael Garrick -digo con orgullo al acercarme a la mesa de Barbara Sandberg-. Vengo a ver al Presidente.

La secretaria personal de Hartson alza los ojos al cielo ante mí entusiasmo. Oye lo mismo todos los días.

– ¿Es la primera vez? -pregunta.

Es un golpe bajo, pero es para que sepa quién manda. Barbara es una neoyorquina pequeña, eficiente, que disfruta mordiendo la patilla de sus gafas de leer y que está con el Presidente desde sus días de senador por Florida.

– Sí-respondo con una sonrisa forzada-. ¿Está cumpliendo el horario?

– No sufra -dice, animándose-. Sobrevivirá. Siéntese. Ethan lo llamará cuando esté preparado. Coja un dulce, si quiere. Eso lo calmará.

No tengo apetito, pero aun así cojo un palillo y pincho un cuadradito del dulce que hay en un bol de cristal sobre la mesa de Barbara. Llevo dos años oyendo hablar de esto. «Oh, tienes que probar el dulce de Barbara. Es increíble.» Para los peces gordos, esto es un sobreentendido para presumir de sus visitas al Presidente. Para los que estamos fuera, es un modo de llevar los chistes crueles a su nivel más crudo. Al sentarme en uno de los sillones, sin embargo, por fin conozco la respuesta. Los dulces son magníficos.

Cinco minutos más tarde tengo la boca completamente reseca a causa del dulce y trato con todas mis fuerzas de no mirar el reloj. Lo único que me hace conservar la calma es la foto ampliada que hay tras el escritorio de Barbara: una imagen espectacular del Presidente la noche en que ganó las elecciones. Está con la Primera Dama a su derecha y su hijo y Nora a la izquierda sobre un estrado de Coconut Grove. Según pasan los segundos, me centro en ella. En Nora. Está congelada a medio grito con una extraña sonrisa en la cara, un brazo alzado en el aire y el otro abrazando a su hermano por el cuello. Es la celebración de una victoria, auténtica -sin dolor, sin tristeza-, la euforia plena en los ojos. No tenía ni idea de en qué se estaba metiendo. Ni yo la tengo.

– ¿Un poco más de dulce? -pregunta Barbara. Como no tengo nada más que hacer, me levanto y voy hacia su mesa. Sin embargo, antes de que llegue, mira detrás de mí y sonríe. Alguien entra.

Me giro justo a tiempo y lo veo entrar frente a mí. Mira hacia el otro lado, pero esa figura la reconocería de cualquier modo. Simon.

– Hola, preciosa -dice mientras pincha un trocito de dulce-. ¿Vamos bien de horario?

– La verdad es que bastante bien -responde Barbara-. Ya no tardará mucho.

– Buenos días, Michael -dice cogiendo el sillón en el que yo estaba. Tengo una sensación como si acabasen de darme un puñetazo en el pecho. La rabia empieza a reptar como un pulpo por detrás de mis hombros.

– Oh, vamos -responde a la expresión de mi cara-. ¿De verdad pensabas que ibas a entrar solo?

Antes de que pueda responder, me lanza una carpeta amarilla al pecho. Dentro está lo que ya le han pasado al Presidente: una copia de mi informe de decisiones, con el resumen de la Secretaría del Gabinete grapado encima. Debajo del informe, descubro algo más. El original de la carta sobre Simon que envié a la Oficina de Ética Gubernamental. No puedo creerlo: por eso no recibí las copias de declaración de bienes de Simon. La carta ni siquiera llegó a salir del edificio.

– Hay una errata en el segundo párrafo -me indica Simon, observándome atentamente-. Pensé que probablemente quisieras recuperar lo otro.

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