Desde el fondo oeste del corredor de la Primera Planta veo que, como de costumbre, no soy el único que ha tenido esa idea y ya se va reuniendo un nutrido grupo de funcionarios. Salir en directo desde la Casa Blanca no es tarea pequeña, y por el modo en que todos corren arriba y abajo, tenemos el circo habitual. Atisbo por encima del hombro del tipo que tengo delante y tengo una primera impresión del decorado.
El fondo cálido lo da el empapelado de la sala -paisajes norteamericanos del siglo XIX- y el plato se monta en torno a dos sofás y un sillón antiguo. Pero en vez del sofá frío con respaldo de madera que suele estar en la Sala Diplomática, han puesto dos más cómodos y confortables que, si la memoria no me falla, vienen de la segunda planta de la residencia. Tiene que parecer una familia auténtica. Que nadie -ni los padres, ni los hijos- se sienta solo.
Rodeando la sala de estar improvisada hay cinco cámaras separadas que forman un amplio semicírculo (el pelotón de fusilamiento del siglo XXI). Más allá de las cámaras, al otro lado de los montones de cables negros que zigzaguean por el suelo, el Presidente y la señora Hartson están charlando con Samantha Stulberg y una mujer de treinta y muchos, con clase y vestida toda de negro y con sombrero. La productora. Hartson lanza una sonora carcajada: ha hecho su último envite para que la entrevista tenga un buen enfoque. Miro mi reloj y comprendo que aún faltan diez minutos. Esto es importante para él. Si no fuera así, no habría bajado tan pronto.
Al fondo, en medio de la gente de sonido, los cámaras y las maquilladoras, descubro a Trey hablando por teléfono. Con expresión angustiada, casi de pánico, se acerca al hermano de Nora, Christopher, que se ha sentado en su sitio del sofá. Hasta que Trey se pone a susurrarle algo al oído, no me percato. El Presidente, la señora Hartson, Christopher, sus ayudantes, el equipo de televisión, la productora, la entrevistadora, los técnicos del satélite… todos están aquí. Todos menos Nora.
Cuando termina con Christopher, Trey va de puntillas hasta la Primera Dama y le da un golpecito en el hombro por detrás. Hace un aparte con ella pero no puedo oír lo que le dice. Pero la cara de la Primera Dama lo dice todo. Durante un mínimo, casi inapreciable nanosegundo, se pone roja de ira y luego -casi igual de de prisa- vuelve a sonreír. Sabe que aquellas cámaras la enfocan; hay un tipo con una de mano que graba para unas noticias locales. Tiene que mantener la calma. Aun así, consigo leer desde donde estoy lo que rugen sus labios.
– Encuéntrala.
Trey sale andando con calma de la habitación, la cabeza alta, abriéndose paso entre nosotros. Nadie le presta demasiada atención, todos están mirando a POTUS, pero en cuanto me ve, Trey me lanza esa mirada. Esa mirada de esto-me-va-a-producir-disfunciones-sexuales-y-estoy-muy-asustado. Me separo del grupo y caigo justo detrás de él. Cuanto más se aleja por el pasillo, más rápido va.
– Por favor, dime que sabes dónde está -susurra con el mismo paso rápido.
– ¿Cuándo fue la última vez que…?
– Dijo que iba al baño. Nadie la ha visto desde entonces.
– Entonces si fue al…
– Eso fue hace media hora.
Miro a Trey en silencio. Cuando cruzamos las puertas de la Columnata Oeste se echa a correr.
– ¿Has mirado en su habitación? -pregunto.
– Eso es lo que estaba haciendo por teléfono. Los guardias del ascensor dijeron que no había subido.
– ¿Y los del Servicio Secreto? ¿Se lo has notificado?
– Michael, estoy intentando convencer a un equipo de quince personas de «Dateline» y a cien millones de espectadores de que Hartson y su familia son los clones de los Nelson, la familia perfecta de la tele. Si aviso al Servicio Secreto, organizarán una caza del hombre. Además, llamé a mi amigo el de la Puerta Sureste y, según él, Nora no ha salido del recinto.
– Lo que significa que está en el EAOE o en las dos primeras plantas de la mansión.
– Hazme un favor y mira en tu despacho -dice Trey.
– Yo vengo ahora de allí. Y ella no…
– ¡Compruébalo! -dice susurrando con la frente cubierta de gotas de sudor.
Entramos en el Ala Oeste y Trey sale disparado hacia el Despacho Oval. Yo continúo rápido hacia el EAOE y compruebo la hora. Faltan ocho minutos. Me doy la vuelta para correr marcha atrás y le pregunto:
– ¿Cuánto dura el…?
– Hay un minuto de introducción, treinta segundos de créditos y dos minutos de grabación de la fiesta de cumpleaños -le tiembla la voz-. Michael, ya sabes las cifras. Si esto se convierte en una crisis…
– La encontraremos -digo, y empiezo a correr-. Te lo prometo.
CAPÍTULO 27
Empujo con fuerza la puerta de la antesala, que da un golpe contra la pared.
– ¡Nora! ¿Estás ahí?
No hay respuesta.
Continúo adelante y abro la puerta de mi despacho.
– ¿Nora?
Tampoco hay respuesta. Lo compruebo yo mismo. Sofá, mesa, chimenea, sofá. No se ve a nadie. Quedan siete minutos.
Me giro a toda prisa y corro a los despachos de Julian y Pam.
– ¿Nora?
El de Julian está vacío. Y el de Pam, aunque tiene la luz encendida. Eso quiere decir que todavía está en el… No, ahora no. Si Nora no está aquí ni está arriba, ¿dónde puede…? Sí. Tal vez.
Vuelvo zumbando al pasillo y corro a toda velocidad hacia la salida y me precipito a la avenida West Exec bajando los escalones de unos cuantos grandes saltos. Pero tras pasar muy apretado junto al coche de Simon en el aparcamiento, no me dirijo a la entrada normal bajo el toldo. En vez de eso, voy serpenteando por el flanco norte de la mansión, a todo lo largo del Ala Oeste, más allá de la cocina hasta la entrada de suministros. La tarjeta azul me permite pasar por el centinela, luego tuerzo a la izquierda y voy hacia el único sitio en el que nunca nos han interrumpido.
Pongo la mano en el pomo de la gruesa puerta de metal que sé que ha de estar cerrada. Pero cuando lo giro, se oye un sonido metálico. Y cede. Está abierto. Abro la puerta y entro de un salto.
Mis ojos recorren rápidamente la longitud de la bolera. Calle, bolos, estante de bolas.
– ¡Nora! ¿Estás…?
El corazón se me para y doy un paso atrás, golpeándome contra la puerta justo cuando se cerraba detrás de mí. Ahí. En el suelo. Sus piernas cuelgan ocultas por la mesa de anotaciones y veo el borde de la falda. El cuerpo está inerte. Oh, Dios mío.
– ¡Nora!
Me precipito detrás de la mesa, me dejo caer de rodillas y la tomo entre los brazos. De la nariz brotan dos finos hilillos de sangre que le corren por la cara, reuniéndose en el labio de arriba. Está muy pálida.
– ¡Nora! -le levanto la cabeza y la sacudo. Suelta un suave gemido. No muy seguro de mis primeros auxilios cardiorrespiratorios, le doy una palmada en la mejilla. Otra. Y otra.
– ¡Nora! ¡Soy yo!
Surgiendo de la nada, empieza a reírse, una risita oscura que me produce un escalofrío en la espalda. Levanta el brazo derecho absurdamente por el aire y lo deja caer por detrás de la cabeza, golpeando con la muñeca sobre el suelo pulido. Antes de que yo pueda decir ni una palabra, su risa se convierte en tos. Un ronquido profundo, húmedo que sale directamente de los pulmones.
– Venga, Nora, recupérate -la agarro, frenético, por el delantero de la blusa, tirantes del sostén incluidos, y la incorporo. Al venirse hacia adelante, brota de su boca una oleada de vómito claro que se derrama por toda mi camisa. La suelto del susto, pero como la tos empeora, consigue sentarse por sí misma.
Limpio sus interioridades de mi corbata y ella levanta la vista con los ojos semicerrados, el cuello flojo y dando cabezadas sin control. Todo su cuerpo funciona a cámara lenta.
Empieza a hablar, pero sin ningún sentido. Sólo balbuceos y palabras entrecortadas. Poco a poco, empieza a recuperarse.