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– Pues… yo no… tú tienes… Especial K… sólo un poco de K…

Especial K. Ketamina. Enhorabuena a Rolling Stone. Me acuerdo del artículo como si hubiera sido ayer. Se esnifa como la cocaína y, dependiendo de cuánto tomes, estás ido entre diez y treinta minutos.

– ¿Cuánto te has tomado, Nora?

No me contesta.

– ¿Cuánto, Nora? ¡Dímelo!

Nada.

– ¡Nora!

Justo entonces, me mira y, por primera vez, veo en sus ojos que me reconoce. Parpadea dos veces e inclina la cabeza.

– ¿Los engañamos?

– ¿Cuánto has tomado?

Cierra los ojos.

– No lo suficiente.

Muy bien, eso ya es una respuesta. Está volviendo en sí. Miro el reloj: cinco minutos para que empiece, más cuatro de introducción. Me precipito al teléfono, llamo a la operadora y le pido que envíe un mensaje a Trey. Vuelvo corriendo junto a Nora y la ayudo a levantarse.

– Déjame sola -dice, apartándose.

La cojo por los hombros.

– ¡No empieces a pelearte conmigo! ¡Ahora no! -Veo que está a punto de caerse y la empujo sobre el asiento de la mesa de anotaciones y le doy otra bofetada en la mejilla, no demasiado fuerte, no quiero hacerle daño, sólo lo justo para…

– Por favor, Michael, no te enfades conmigo. Por favor.

– No quiero hablar del asunto -le replico.

Sobre la mesa de anotaciones veo su bolso abierto. Saco el contenido lo más de prisa que puedo. Llaves, pañuelos, y un tubito metálico de lápiz de labios que, gracias a la inclinación de la mesa, viene rodando hacia mí. Lo cazo justo cuando se cae, parece lápiz de labios, pero… Le quito la tapa y veo un polvo blanco. ¿Cómo puede esta chica ser al mismo tiempo tan lista y tan estúpida? Incapaz de responderme, vuelvo a poner la tapa y lo meto en el surco donde se sujetan los lápices. En este preciso momento, hay cosas más importantes de las que ocuparse.

Cojo los pañuelos, abro el paquete, escupo en uno de ellos y, como cualquier madre a su hijo, limpio la cara de Nora. La sangre de su nariz está fresca. Se quita con facilidad. Con la mano derecha le aparto el pelo de la cara pero vuelve a caerse. Se lo aparto de nuevo y se lo encajo detrás de la oreja. Que se aguante ahí como sea. Una vez el pelo fuera del camino, le levanto la barbilla y puedo verla mejor. Con el puño de la camisa, quito el último resto de vómito que tiene en la comisura de la boca. Por el modo en que se le caen los labios, comprendo que todavía no ha vuelto en sí del todo. Pero su aspecto, tras comprobar el resto de su persona, no es demasiado malo. Está inclinada hacia adelante con los codos apoyados en las rodillas. Posición de impacto.

Además, el vómito lo tengo todo yo. Ella está limpia. Y «Dateline» esperando.

Vuelvo corriendo al teléfono y llamo otra vez a la operadora. Me dice que ya ha pasado el mensaje a Trey. Pero que aún no ha contestado. Ya deben de estar empezando.

– ¡Levántate, Nora! -grito corriendo a su lado. La cojo por las muñecas e intento ponerla en pie. Pero ella no colabora, se limita a seguir sentada-. ¡Vamos! -le chillo, y tiro más fuerte-. ¡Levántate! -Pero no se mueve.

Paso por detrás del respaldo de la silla de anotaciones, me echo la corbata por encima del hombro, deslizo los brazos bajo sus axilas y, cuando ya la tengo bien cogida, tiro hacia arriba tanto como puedo. Es un peso muerto. Noto un agudo chasquido en la espalda, pero no hago caso. Por supuesto que siento tentaciones de dejarla allí colgada… catorce plenos y fuera. La cuestión es que, si no la llevo al programa… mierda. Hay veces que no me soporto a mí mismo. Es un puto programa de televisión. Toda esta mierda por un programa de televisión.

– ¡Nora, por Dios, levántate!

Con un último tirón la levanto y ya está. Todavía podemos llegar, me digo, pero en el instante en que la tengo derecha, las piernas se doblan bajo su peso. Damos un traspiés hacia adelante, totalmente desequilibrados. Y, con un golpe sordo, otra vez al suelo, los dos sentados.

La observo. Los dos jadeamos. Pero hemos llegado aquí, nuestros pechos suben y bajan exactamente al mismo ritmo. Para desmarcarme, ralentizo mi respiración y me aparto. La mantengo sentada los siguientes treinta segundos viendo cómo vuelve el color a su cara. No hay elección: si queremos salir de aquí, tengo que darle un minuto. Lentamente, alza la cabeza.

– De verdad, Michael, yo no quería romper mi promesa.

– ¿Entonces esto sucedió solo?

– No lo entiendes.

– ¿No lo entiendo? Tú eres la que…

Antes de que pueda terminar, la puerta de la bolera se abre con fuerza y Trey entra trayendo un estuche y una brocha de maquillaje. Siento la tentación de sentirme aliviado, hasta que veo quién llega tras él: Susan Hartson. A pesar de la laca atómica, su pelo castaño claro rebota con rabia contra sus hombros, y a la luz fluorescente de la bolera el pastel de maquillaje de su cara ya no logra ocultar la dureza de sus rasgos. Negándose a tocar algo, entra en la bolera como una madre entraría en un club juvenil.

– ¿Podrá llegar? -brama.

– Acaban de meter la introducción -me dice Trey, apresurándose-. Tenemos tres minutos.

Pongo a Nora sobre sus pies, pero sigue sin equilibrio. La sujeto y la dejo recuperarse un segundo. Está arrimada contra mi hombro, con los brazos enganchados a mi cuello. Tras un momento, todavía colgada de mí, va ganando rápidamente la batalla de mantenerse derecha. Al mismo tiempo, la Primera Dama se abre paso, apartando a Trey, y avanza hasta quedar cara a cara con su hija. Y conmigo. Sin decir palabra, la señora Hartson se lame el pulgar y limpia, rabiosa, con su saliva los últimos restos de sangre de la nariz de Nora.

– Perdona, mami -dice Nora-. Yo no pensaba…

– Cállate. Ahora, no.

Noto que Nora se tensa. Sin siquiera respirar, ya se sostiene por su cuenta. Levanta la barbilla y mira a su madre a los ojos.

– Ya podemos ir, mami.

Siguiendo el olor ácido, la Primera Dama contempla mi camisa vomitada y luego, sin mover la cabeza, levanta la mirada para clavármela en los ojos. No sé muy bien si me está culpando o solamente estudiando mi rostro. Finalmente, me espeta:

– ¿Cree que podrá hacerlo?

– Lleva años haciéndolo -le replico.

– Señora Hartson -interviene Trey-, todavía podemos…

– Dígales que vamos para allá -dice la Primera Dama sin apartar los ojos de mí.

Trey corre a la salida. La Primera Dama se vuelve hacia su hija, la coge por el brazo y tira de ella hacia la puerta. No hay tiempo para despedidas. Nora sale la primera y la señora Hartson detrás. Yo me quedo allí de pie.

Una vez que se han ido, miro para atrás y veo el bolso de Nora en la mesa de anotaciones. Qué jodida estupidez. Meto otra vez las llaves y los pañuelos dentro y veo el tubito plateado que parece un lápiz de labios. Si lo dejo por ahí, alguien lo encontrará. Bien… puede que ésta sea la mejor forma de ayudarla. Durante un minuto entero me quedo inmóvil, calculando mentalmente las consecuencias. Esto no es un rumor sobre asientos traseros en Princeton. Esto son drogas en la misma Casa Blanca. Mis ojos se clavan en el tubo brillante, observando cómo reluce con el reflejo de las luces del techo. Tan pulido, tan perfecto en su curva convexa, es como si viera una versión troquelada de mí mismo. Yo. Todo está en mis manos. Lo único que tengo que hacer es herirla.

Eso es.

Como un niño pequeño que juega a las canicas, levanto el tubo de Nora, lo aprieto en el puño y, con una breve oración, me lo meto bien dentro del bolsillo del pantalón, rezando para que no sea éste el momento que en el futuro recordaré siempre con pesar.

Una breve escala en el servicio de caballeros para mandar lo que queda del Especial K de Nora por la tubería antes de dirigirme por fin otra vez a la oficina. La hora siguiente la paso con los ojos pegados al pequeño televisor. Las bromas de Hartson deben de haber funcionado, porque Stulberg abrió hablando sus buenos dos minutos, con lo que Nora tuvo tiempo suficiente para cambiarse de vestido y ponerse un poco de colorete en las mejillas.

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