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– ¡Qué! -exclama Nora-. ¿No habías visto nunca un montacargas?

Compongo rápidamente en mi cabeza el plano del edificio. El comedor del Presidente está justo debajo de nosotros, y la cocina en la Planta Baja. Al ver que lo he entendido, añade:

– Hasta los presidentes tienen que comer.

Señala con la barbilla el diminuto ascensor.

– ¡Un momento! ¿No pretenderás que yo…?

– ¿Tú quieres salir de aquí? -me pregunta.

Asiento con la cabeza.

– Entonces, ¡entra!

CAPÍTULO 32

Descendemos a la cocina en completa oscuridad y absoluto silencio. Al llegar a la Planta Baja, la ventanilla redonda se llena de luz. Nora atisba el exterior, levanta la puerta y mira a ambos lados.

– Vamos -dice.

Al intentar salir del montacargas, me clava la rodilla en las costillas. Me trae a la memoria a Vaughn.

Salgo a gatas hasta la luz y veo que estamos en el rincón del fondo de la cocina, en un cuarto pequeño junto a la batería de frigoríficos industriales. Por el hueco de la puerta ha visto a un guardia de uniforme en el exterior de la entrada de proveedores. Más cerca de nosotros hay un chef con un ayudante preparando la cena en unas cazuelas de acero inoxidable. Enfrascados en sus movimientos, ni siquiera se percatan de nuestra presencia.

– Por aquí -dice Nora, tirando de mí por la mano.

Abre la puerta que tenemos a la derecha y me saca de la cocina, otra vez al corredor de la Planta Baja.

– ¡Allí! -grita alguien desde el vestíbulo.

Cincuenta flashes estallan ante nuestros ojos. Instintivamente, Nora da un paso delante de mí y me cubre de… Un momento… no es la prensa. Llevan Instamatics. Sólo es otro grupo de turistas.

– Nora Hartson -anuncia el guía a lo que parece un grupo de diplomáticos VIP-. ¡Nuestra Primera Hija!

Los turistas prorrumpen en aplausos espontáneos y el guía les recuerda sin éxito que no se permiten fotos.

– Gracias -dice Nora, disculpándose ante el grupo, que sigue tirando instantáneas.

Está de pie delante de mí, intentando taparme todo el rato. Sé lo que está pensando: si mi foto aparece en todos los periódicos de mañana, lo que menos le conviene es una foto en pareja. Cuando el grupo de turistas se va hacia su próximo destino, Nora me coge de la muñeca.

– ¡Vamos! -susurra, procurando seguir tapándome cuanto puede-. Date prisa.

Agacho la cabeza y voy tras ella. Caminamos de prisa por el pasillo y pasamos ante mi agente favorito. No se mueve, no toca su walkie-talkie. Mientras evitemos la escalera hacia la Residencia, todo parece traerle sin cuidado. Por eso ella optó por no salir por la trasera de la cocina.

Giramos a la izquierda al lado de la Sala Diplomática y Nora abre una puerta flanqueada por bustos de bronce de Churchill y Eisenhower que nos lleva a un largo pasillo donde hay por lo menos cuarenta pilas de sillas de dos metros de alto. Almacén para cenas oficiales. Seguimos avanzando por el corredor y el suelo empieza a coger pendiente hacia abajo. Pasamos junto a una pirámide de jaulas de provisiones y luego dejamos la bolera a la izquierda. Nora mantiene el paso enérgico, descendiendo hacia el laberinto. Empiezo a sentirme lejos de la luz del día.

– ¿Adonde vamos?

– Ya lo verás.

Cuando el pasillo se nivela nos lleva a otro pasillo perpendicular, pero éste mucho más reducido. Techos bajos. No tan bien iluminado. Las paredes están húmedas y huelen a monedas viejas.

No tiene el menor sentido. Estamos en el sótano y Nora se está quedando sin espacio. Y yo me estoy quedando sin tiempo. Aun así, no aminora la marcha. Hace un giro en redondo a la derecha y continúa. Mis ojos empiezan a nublarse. Me parece que el corazón se me va a salir del pecho.

– ¡Para! -le grito.

Por primera vez se detiene y me escucha.

– Por lo que más quieras, dime adonde vamos.

– Te he dicho que ya lo verás.

No me gusta la oscuridad.

– Quiero saberlo ahora -digo, receloso.

Se para otra vez y me dice con voz suave:

– No te preocupes, Michael. Yo cuidaré de ti.

No le había oído ese tono desde el día de mi padre. Pero ahora no es el momento.

– Nora…

Se vuelve sin decir palabra y avanza hacia el fondo del pasillo del sótano. Hay una puerta de hierro con cierre electrónico. Si son ciertos los rumores, estoy casi seguro de que llegamos a un refugio atómico. Nora teclea su PIN secreto y oigo cómo retumban las barras del cerrojo.

Con un tirón seco, abre la puerta. Al instante me quedo con unos ojos como platos. No puede ser. Pero ahí está, delante de mí. El mito más grande de la Casa Blanca: un túnel secreto.

Nora me mira a los ojos.

– Si era lo bastante bueno para Marilyn Monroe, será bastante bueno para ti.

CAPÍTULO 33

Con la boca tan abierta que me llega a los tobillos, contemplo el túnel secreto de los sótanos de la Casa Blanca.

– ¿Cuándo…? ¿Dónde…?

Nora da un paso hacia mí y me coge de la mano.

– Estoy aquí, Michael. Soy yo. -Viendo mí expresión atónita, añade-: Puede que en las películas no lo saquen muy bien, pero eso no quiere decir que sea mentira.

– Pero es que…

– Venga, vamos.

En el tiempo que parpadeo, ha desaparecido. De cero a sesenta. Instantáneo. El túnel tiene paredes de cemento y está mejor iluminado de lo que hubiera esperado. Parece ser un pasadizo directo por debajo del Ala Oeste.

– ¿Y adonde va a parar?

No me oye. O no me oye, o no me lo quiere decir.

Al final del túnel hay otra puerta de hierro. Nora teclea el código frenéticamente. Las manos le tiemblan apreciablemente. Contemplamos el cierre electrónico, esperando ansiosos el chasquido para acceder. No suena.

– Inténtalo otra vez -digo.

– ¡Lo estoy intentando! -y vuelve a introducir el código. Otra vez nada.

– ¿Qué es lo que pasa? -pregunto. Aprieto los puños con tanta fuerza que me duelen los brazos.

– ¡Déjanos salir! -grita Nora, levantando la cabeza.

– ¿Quién…? -Sigo su mirada hasta una esquina del techo. Hay una pequeña cámara de vigilancia enfocada hacia nosotros.

– ¡Sé que estás mirando! -continúa-. ¡Déjanos salir!

– Nora -digo cogiéndola por el brazo-, tal vez no deberíamos…

Me aparta de un empujón. Está mirando a la cámara de la misma manera que miraba a los del Servicio Secreto la primera noche que salimos.

– No estoy jugando, gilipollas. Éste es mi novio. Llama a Harry, él lo autorizará.

Ahora está haciendo una apuesta. Harry puede que me diera paso, pero lo seguro es que no sabe que estamos escapándonos.

– ¿Puedes creértelo? -me dice, forzando una carcajada desdeñosa y echándose el pelo para atrás-. Estoy tan confusa.

Capto la idea. Pero relajar las manos y tranquilizar la respiración me exige un esfuerzo sobrehumano.

– No, no tienes por qué -apoyo un brazo contra la pared como sin darle importancia-. Me pasó lo mismo la última vez que estuve en el Gulag.

Es un gran momento. Y también falso. Probablemente siempre haya sido así.

Nora me mira con una sonrisita cómplice y luego mira otra vez a la cámara.

– ¿Qué? ¿Lo has llamado?

Silencio. Estoy a punto de desmayarme de angustia, con ansias de darme la vuelta y echar a correr. Pero entonces, de improviso, chasquea un cerrojo que corre. Nora abre la puerta y me hace salir. La cámara ya no puede vernos.

– Estamos en los sótanos del edificio del Tesoro -susurra.

Asiento con la cabeza. Es el edificio de al lado de la Casa Blanca.

– Puedes subir por la rampa del aparcamiento hasta la East Exec, o coger una escalera y salir por el Tesoro. Por las dos se llega afuera.

Me voy directo a la escalera. Nora viene detrás. Me doy la vuelta, levanto el brazo y la detengo, dejándola en el umbral del túnel.

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