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– ¿Qué? -me pregunta.

– ¿Adonde vas?

Me mira de la misma forma que miró a mi padre cuando se puso histérico.

– Lo decía de verdad. No voy a dejarte, Michael. Después de todo esto, no.

Por primera vez desde que empezamos a correr mi ojo deja de dar vueltas.

– No tienes por qué…

– Sí. Sí que tengo.

– No, Nora -digo moviendo la cabeza-. Y agradezco el ofrecimiento, pero los dos sabemos lo que pasará. Si te pillan andando por ahí con el máximo sospechoso para la prensa…

– No me importa -exclama-. Por una vez, merece la pena.

Me acerco más a ella y trato de obligarla a volver hacia la puerta. No cede.

– Por favor, Nora, no es momento de estupideces.

– ¿Así que ahora es una estupidez que quiera ayudarte?

– No, la estupidez es pegarte un tiro en los dos pies. En cuanto la prensa nos relacione, te saltarán al cuello. En todas las primeras páginas. En todas las cabeceras. «Primera Hija, relacionada con presunto asesino.» Harán que tu famosa historia del Rolling Stone parezca la última página de People.

– Pero…

– Por favor, por una vez, no discutas. En estos momentos, lo mejor que puedo hacer yo es ser discreto. Si tú andas alrededor, será imposible, Nora. Al menos de este modo los dos estaremos a salvo.

– ¿De verdad piensas que estás a salvo?

No respondo.

– Por favor, Michael, ándate con cuidado.

Sonrío y me dirijo a la escalera. Oyéndola hablar así… no es fácil marcharse.

– ¿Entonces adonde vas? -me grita.

Me quedo helado. Los ojos se me estrechan. Y, lentamente, me vuelvo. Detrás de ella, el exterior de la puerta de acero reforzado está camuflado para que parezca una salida normal. Todo el asunto es una ilusión.

– Ya te lo diré cuando llegue -le contesto. No queda nada por decir, así que me giro y echo a andar. Luego a trotar.

– Michael, ¿y qué hay de…?

Luego a correr. Adelante. No mires atrás. A mis espaldas la oigo gritar mi nombre. Lo dejo correr.

Me lanzo por la escalera interior del edificio del Tesoro, saltando los escalones de dos en dos. La voz de Nora se ha ido perdiendo a lo lejos y me concentro exclusivamente en el pequeño letrero en blanco y negro que dice «Salida a vestíbulo principal». Al acercarme a la puerta quisiera abrirla de una patada y salir a toda velocidad a la entrada principal. Pero, temeroso de llamar la atención, la abro un poquito y escudriño el exterior justo lo suficiente como para descubrir dónde demonios estoy. Al fondo del vestíbulo, frente a mí, hay un detector de metales y una mesa de recepción. Tras ella, dándome la espalda, hay un par de agentes del Servicio Secreto de uniforme. Maldición, ¿cómo voy a pasar? Espera… no tengo que pasar por ningún sitio. Ya estoy dentro. Todo lo que tengo que hacer es salir. Salgo de la escalera, enderezo los hombros, revisto de confianza mi apariencia y avanzo con firmeza hacia el torno de la salida. Al ir acercándome, veo que los agentes comprueban la identificación de los visitantes para dejarlos pasar. Ninguno de los dos se ha fijado en mí.

Estoy a menos de tres metros del torno. ¿Necesito enseñar mi identificación para salir? Observo a la mujer que está delante y creo que no. Me meto en el torno, pero justo cuando mi cintura se apoya en la barra de metal, el agente más próximo se vuelve hacia mí. Fuerzo una sonrisa y lo saludo levantando dos dedos de la mano.

– Que tengan un buen día -añado.

Asiente con la cabeza sin decir palabra, pero continúa mirando. Al pasar por el torno noto su mirada en la nuca. Ignóralo. Que no te entre el pánico. Unos pocos pasos más hasta la puerta de cristal que lleva al exterior. Ya casi estás. Un poquito más. Al otro lado de la calle veo la entrada blanco y oro del Oíd Ebbitt Grill. Ya está. Si piensa pararme, tendrá que ser antes de cinco segundos. Cuatro. Tres. Me apoyo en la puerta y la empujo. Dos. Es su última oportunidad. Uno. La puerta se vuelve hacia atrás a mis espaldas y me deja solo en la calle Quince. He salido.

El primero al que descubro está justo pegado al edificio: complexión robusta, traje oscuro, gafas de sol negras. Hay otro a mitad de la manzana. Y dos de uniforme en la esquina. Todos del Servicio Secreto. Y por lo que puedo ver, tienen toda la manzana cubierta.

El pánico me hace rodar la cabeza y me esfuerzo por permanecer firme. Qué rápido se movilizan… Por supuesto, es su trabajo. Esquivo al primer agente y avanzo por la acera tan de prisa como puedo. Mantén la cabeza baja y no dejes que te vean bien.

– ¡Alto ahí! -grita el agente.

Finjo que no lo oigo y sigo adelante. Veinte metros más allá hay otro agente.

– Le han pedido que no se mueva, señor -me dice.

Las manos se me llenan rápidamente de sudor. Mi respiración es tan trabajosa que la siento retumbar. El agente cuchichea algo en el cuello de su camisa. Oigo a lo lejos el lamento penetrante de una sirena de policía. Viene hacia mí. Se acerca. Busco en todas direcciones por dónde huir. Estoy rodeado. Por la Puerta Sureste aparecen dos guardias en moto que vuelan hacia mí. En cuanto los veo, me quedo helado e, instintivamente, levanto las manos para rendirme.

Sin embargo, para mi sorpresa, pasan de largo, zumbando. Los sigue una limusina, seguida de otra limusina, seguida de un Chevrolet Blazer, seguida de una furgoneta, seguida de una ambulancia, seguida de otros dos guardias en moto. Cuando desaparecen calle arriba, los agentes los siguen. A los pocos segundos, las nubes se han disipado y el cielo claro ha vuelto a la zona. Inmóvil donde estaba, suelto una risa nerviosa. No era una caza del hombre, era una comitiva. Simplemente una comitiva de servicio.

Sin tiempo para esperar el metro, me meto en un taxi y regreso a mi apartamento. La nota de la cita con Vaughn no estaba en la habitación de Nora, lo que significa que o bien ella la quitó de allí o está todavía en mi cama. Volver a casa puede ser arriesgado, pero necesito conocer esa respuesta. Antes de que el taxista me deje, le pido que dé una vuelta a la manzana para así poder observar las matrículas. No hay tarjetas de prensa ni placas federales a la vista. Hasta aquí, todo estupendo.

– Aquí mismo está bien -le digo cuando se acerca a la entrada trasera de servicio.

Le lanzo un billete de diez dólares, cierro la puerta y subo de un salto el pequeño tramo de escalones. Escudriño la zona lo mejor que puedo pero no me permito perder tiempo y arriesgarme a que me pillen. Si el Post informa de que yo soy el principal sospechoso, Adenauer no va a esperar a las cinco para cogerme. Probará a hacerlo ahora mismo. Naturalmente, la única razón por la que acepté ir era que creía que obtendría la información de Vaughn. Después de lo que pasó, sin embargo… bueno… ya no.

Entro con precaución por la parte de atrás del vestíbulo con la vista alerta a cualquier cosa que pueda haber fuera de lo habitual. Cuarto de buzones, zona de recepción, conserjería… todo parece en orden. Asomo la cabeza por la esquina, escudriño la entrada principal del vestíbulo y el exterior de la puerta de entrada. Mañana a esta hora la prensa estará acampada ahí fuera, a menos que discurra algún modo bien sólido de demostrar que ha sido Simon.

Convencido de que no hay nadie, cruzo a toda prisa por delante de la conserjería hacia el ascensor. Pulso el botón de llamada, las puertas se abren y me dispongo a entrar.

– ¿Adonde va usted? -pregunta una voz grave.

Me giro rápidamente y choco contra las puertas del ascensor que se están cerrando.

– Perdone, Michael -dice riendo-. No pretendía asustarlo.

Respiro hondo. No es más que Fidel, el portero. Está mirando la televisión detrás del mostrador y como tiene el sonido quitado es fácil no fijarse.

– Demonios, Fidel, ¡casi me da un infarto!

Sonríe tan ampliamente como puede.

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