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– Los Orioles van ganando a los Yanquis… final del segundo.

– Deséales suerte de mi parte -le digo, volviendo hacia el ascensor. Aprieto el botón de llamada nuevamente y las puertas se abren.

En el momento de entrar, Fidel me dice:

– Por cierto, ha venido por aquí su hermano.

Cuando las puertas están a punto de cerrarse pongo el brazo entre ellas.

– ¿Qué hermano? -le pregunto.

– Uno… de pelo castaño. -Fidel parece alarmado-. Estuvo aquí hará diez minutos… Dijo que tenía que coger algo de su apartamento.

– ¿Le diste la llave?

– No -dice Fidel, vacilando-. Dijo que ya la tenía. -Coge el teléfono y añade-: ¿Quiere que llame a ver si…?

– ¡No! No llames a nadie. Todavía no. -Entro de un salto en el ascensor y dejo que se cierren las puertas. En vez de apretar el botón del séptimo piso, aprieto el sexto. Sólo por seguridad.

Cuando el ascensor se abre en el sexto piso, corro directamente hacia la escalera del otro lado del vestíbulo. Subo sin hacer ruido hasta el séptimo. Si el FBI espera pillarme por sorpresa, yo no tendría que estar aquí. Pero si es Simon, si él mató a Vaughn para tener las cosas ocultas, podría estar plantándome algo… Me corto en seco. No pienses en ello. Lo averiguarás bastante pronto.

En el rellano del séptimo piso atisbo por la mirilla de la puerta de la escalera. El problema es que mi apartamento está al final de todo el pasillo, y desde aquí no puedo verlo. No hay manera de evitarlo, para mirar tengo que abrir. Pongo la mano en la manilla y respiro hondo. Está bien, me digo. Gírala. Suave y preciso. No demasiado de prisa.

Tiro lentamente de la pesada puerta de metal. Cada chirrido suena como un gritito. Oigo voces que murmuran al fondo del pasillo. Más bien discuten. Pongo el pie de tope en la puerta, la abro y espío con cuidado el pasillo. Al ir abriendo la puerta poco a poco, el pasillo se va ofreciendo a la mirada. El ascensor… el cuarto de la basura… la puerta del vecino… mi puerta… y los dos hombres de traje oscuro que juguetean con mis cerraduras. Los hijos de puta están forzándola. La mitad de mi torso está ya en el vestíbulo cuando un fuerte campanillazo anuncia la llegada del ascensor. Las puertas se deslizan hacia los lados y los dos hombres de traje oscuro miran directamente… hacia mí.

– ¡Ahí está! -exclama uno de ellos-. ¡FBI! ¡Quédese donde está!

Directamente enfrente de mí, Fidel sale del ascensor sin enterarse de lo que pasa.

– Michael, quería asegurarme de que…

– ¡Agárralo! -grita el segundo agente.

¿Agárralo? ¿Con quién está habí…? La cabeza se me va para atrás al recibir un empellón por la espalda. Siento un brazo que me pasa por el cuello y otro por debajo del brazo. Estos chicos vinieron preparados.

Aterrado, lanzo el codo hacia atrás con toda la fuerza que puedo e impacto directamente en el estómago de mi atacante. Suelta un gemido gutural y su presa se afloja y me escabullo.

– ¿Pero qué…? -exclama Fidel.

Los otros dos agentes cargan sobre nosotros por el pasillo.

– ¡Vuelve al ascensor! -le grito a Fidel.

Las puertas están a punto de cerrarse.

Antes de que nadie pueda reaccionar, me lanzo en plancha hacia adelante, derribando a Fidel y arrastrándonos a ambos hacia el ascensor. Nos colamos dentro justo cuando las puertas se cierran. Por encima del hombro lanzo el brazo hacia atrás y aprieto el botón que dice Bajos. Cuando arranca oigo que los agentes del FBI aporrean la puerta. Demasiado tarde. Ayudo a Fidel a levantarse del suelo y las manos me tiemblan.

– Ése era el tipo que dijo que era su hermano -dice Fidel.

Todavía temblando, apenas si puedo oír lo que dice.

– ¿De verdad son del FBI? -me pregunta.

– Creo que sí… no estoy seguro.

– ¿Pero qué hizo…?

– No he hecho nada, Fidel. A cualquiera que aparezca, dile eso. Soy inocente. Lo demostraré. -Miro hacia arriba y veo que ya estamos casi abajo.

– ¿Entonces por qué…?

– Bajarán por la escalera -lo interrumpo-. Cuando los veas, diles que me fui por detrás. ¿Vale? Que salí por atrás.

Fidel asiente con la cabeza.

En el momento en que se abren las puertas del ascensor me precipito hacia el frente del vestíbulo. Puede que como ruta de escape sea menos discreta, pero el único sitio para coger un taxi es la avenida de Connecticut. Por supuesto, cuando salgo de un salto del edificio no se ve ni uno. Maldición. Echo a correr calle arriba. Lo que sea para escapar. Si pretendo salvarme, es preciso recuperar el aliento y pensar.

Tras un minuto de loca carrera, me vuelvo justo cuando dos de los agentes del FBI aparecen en la puerta de mi edificio. No creyeron a Fidel y sólo uno se fue por detrás.

Al otro lado de la calle hay un taxi que va en dirección opuesta.

– ¡Taxi! -le chillo.

Por fin, algo está de mi parte. El taxi hace un giro prohibido en redondo y se para justo delante de mí.

– ¿Adonde va? -pregunta con un suelto acento del Medio Oeste. Cuando se vuelve para darme frente pone un grueso brazo en torno al respaldo del asiento del pasajero.

– A cualquier sitio… siga recto… hay que salir de aquí -le digo sacudiéndome mentalmente por haber venido a buscar la nota. Sabía que pasaría esto.

El taxista pisa a fondo y me lanza contra el respaldo del asiento.

Me vuelvo para mirar hacia atrás. Los agentes están gritando algo, pero no puedo oírlos. Tampoco importa, ya han contestado a mi pregunta. Ha corrido la voz. Todas las miradas están puestas sobre mí.

Diez minutos después entramos en un aparcamiento de la avenida de Wisconsin. El taxista me jura que es el teléfono público más cercano que no es visible desde la calle. Acepto su palabra.

– ¿Le importa esperar? -le pregunto mientras me lanzo hacia el teléfono.

– Usted paga, yo espero, estilo americano.

Descuelgo el auricular y marco el número de Trey. Suena dos veces antes de que lo coja.

– Aquí Trey.

– ¿Cómo vamos? -le pregunto.

– Mi… -Se interrumpe; hay alguien en la oficina-. ¿Dónde diablos estás? ¿Estás bien? -susurra.

– Estoy perfectamente -digo, poco convencido. Al fondo oigo que los otros teléfonos de su oficina suenan-. ¿Qué tal ahí?

Suenan otros dos teléfonos.

– Esto es un zoológico… nunca has visto nada igual. Nos han llamado todos los periodistas del país. Dos veces cada uno.

– ¿Crees que me darán muy fuerte?

Al otro lado de la línea se produce una breve pausa.

– Eres como Dan Quayle.

– ¿Han sacado…?

– No hay declaraciones de nadie, ni Simon, ni Oficina de Prensa, ni siquiera Hartson. Se rumorea que saldrán en directo a las cinco y media, para asegurarse de que tendrán algo para las mentiras de la noche. Te digo, tío, que nunca he visto nada igual… todo está paralizado.

– ¿Y tu amigo del Post?

– Lo único que sé es que tienen una foto tuya en la que estás de pie delante del edificio… probablemente la que sacó aquel fotógrafo. A no ser que les surja algo mejor, me ha dicho que saldrá mañana en la Al.

– ¿Y no puedes…?

– Lo intento -dice-. Pero no hay manera de impedirlo. Inez lo tiene todo: que tú saliste del despacho de Caroline, los registros del SETV, los informes de toxicología, el dinero…

– ¿Descubrió el dinero?

– Mi colega dice que ella conoce a alguien en la policía del distrito de Columbia. Teclearon tu nombre en el ordenador y salió en «Investigaciones Financieras». Diez mil billetes requisados a Michael Garrick… -la voz de Trey se amortigua-. ¿Qué? -pregunta con voz en sordina: ha puesto la mano sobre el micrófono-. ¿Quién lo dice?

– ¡Trey! -exclamo-. ¿Qué pasa?

Oigo hablar a gente, pero no me contesta.

– ¡Trey!

Nada de nada.

– ¡Trey!

– ¿Estás ahí? -pregunta al fin.

Me encuentro tan mal que estoy a punto de vomitar.

– ¿Pero qué demonios pasa?

– Steve acaba de volver de la Oficina de Prensa -me dice, titubeando.

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