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Por supuesto que, entonces, aquello era una aventura. Perdido en el laberinto de edificios de apartamentos, no paraba de bromear acerca de que estuviésemos donde estuviésemos, aquél sería su sitio preferido para jugar al escondite. Yo no podía parar de reír. Es decir, hasta que él se puso a llorar. Sentirse frustrado siempre le causaba aquel efecto. Aquel lamento agudo de adulto desesperado es uno de mis recuerdos más antiguos, y uno que desearía poder olvidar. Pocas cosas se te clavan tan adentro como las lágrimas de un padre.

Aun así, aun viniéndose abajo, intentaba protegerme, refugiándome entre las paredes de cristal de una cabina telefónica.

«Tendremos que dormir aquí hasta que mamá nos encuentre», dijo cuando empezaba a oscurecer.

Yo me senté en la cabina. Él se apoyó contra ella por fuera. A los siete años, yo estaba verdaderamente asustado. Pero ni la mitad de asustado que ahora.

CAPÍTULO 35

Para las seis menos cuarto estoy refugiado en el mejor escondrijo accesible por metro, de mucho tráfico y abierto las veinticuatro horas que se me ha ocurrido: el Aeropuerto Nacional Reagan. Antes de decidirme por mi asentamiento actual, hice una escala en la consigna de equipajes fuera del Terminal C. Por dos dólares y setenta y dos centavos vendí mi billete de dos dólares de la suerte y todo el suelto que llevaba en el bolsillo lo di por una bolsa de viaje de plástico negro que estaban a punto de devolver al fabricante por defectuosa. ¿Qué importa que la cremallera no se abra?, no es como si la necesitase para viajar. Sólo la necesito para dar el tipo. Y como la combino con un billete anulado que pesqué en una papelera, cumple su función.

Desde entonces estoy metido en el rincón del fondo del Legal Seafood, el único restaurante del aeropuerto que tiene puestas las noticias locales y, por consiguiente, el mejor lugar para cuidar mis últimos doce dólares.

– Aquí tiene la soda -dice la camarera poniendo el vaso sobre mi mesa.

– Gracias -le digo con los ojos clavados en la televisión.

Para mi sorpresa, la emisora local ha adelantado su programación para cubrir en vivo la conferencia de prensa cotidiana. Es un movimiento de fuerza que hacen las emisoras para presionar a la Oficina de Prensa y que saque la historia. Naturalmente, la Casa Blanca contraataca. La CNN es una cosa, pero no van a dejar que el país entero esté en directo, eso hace cundir el pánico entre la gente y da votos a Bartlett. Así que hacen lo mejor que pueden hacer: dar vuelta a la agenda. Empezar con las noticias pequeñas e ir subiendo hasta el bombazo.

En consecuencia, vemos a un burócrata del Departamento de Estado con sus gafitas de alambre explicar a ochenta y cinco millones de personas los beneficios de los acuerdos de Kyoto y el efecto que tendrán sobre nuestras posiciones comerciales a largo plazo en Asia. Con un gigantesco bostezo colectivo, treinta millones de personas cambian de canal. Para las cadenas, es la pesadilla de los índices. Para la oficina de prensa, es un KO técnico. El mensaje está dado: menos joder con la Casa Blanca.

Convencido de que ya sólo quedan los irreductibles, la secretaria de prensa Emmy Goldfarb y el Presidente se acercan al podio. Ella está allí para hablar y él para que sepamos que es serio. Un candidato que sabe manejar una crisis.

Nada de perder más tiempo: directa al grano. Sí, la muerte de Caroline Penzler no se debió a causas naturales. No, la Casa Blanca no lo sabía. Por qué, porque los informes toxicológicos se completaron hace muy poco. Del resto no se puede hablar, porque no quieren interferir con las investigaciones en curso. Igual que antes, procura que las cosas sean breves y amables. Pero no tiene oportunidad. Una vez el olor a sangre flota en el aire, la prensa se relame los colmillos.

En cuestión de nanosegundos, los periodistas de la sala están de pie y lanzan preguntas.

– ¿Cuándo les entregaron los informes de tóxicos?

– ¿Es verdad que la noticia fue filtrada al Post?

– ¿Qué hay de Michael Garrick?

Al ir a coger mi vaso de soda, lo tiro sin querer. La camarera acude corriendo al ver la catarata que cae de la mesa.

– Lo siento mucho -le digo mientras pone una bayeta.

– No tiene importancia -replica.

En la pantalla, la secretaria de prensa explica que no quiere interferir en la investigación que tiene en marcha el FBI, pero no hay forma de que los periodistas la dejen eludir el asunto con facilidad. A los pocos segundos ya vuelan otra vez las preguntas.

– ¿Han confirmado el asesinato o siguen considerando la posibilidad de suicidio?

– ¿Qué se sabe de los diez mil dólares?

– ¿Es verdad que Garrick continúa en el edificio?

No paran de machacarla. Alguien tendrá que salvarla. Y, por supuesto, el Presidente se adelanta. Para el pueblo norteamericano, aparece como un héroe. Para la prensa… en cuanto lo vieron en la sala, supieron que lo tendrían dispuesto. El Presidente no se limita a estar ocioso en los comunicados. Pero aun así, la muchedumbre se calma. Apoya las manos en los lados del atril y coge lo que Goldfarb nunca debería haber dejado suelto. Este caso es del FBI. Punto. Ellos son los que investigan; ellos se ocupan de los análisis y ellos lo mantienen en secreto para evitar exactamente que pase lo que está pasando. En cuestión de segundos, les ha pasado el muerto. Es tan bueno para estas cosas, que asusta.

Cuando está convencido de estar limpio, despeja las cuestiones. No, no puede comentar nada sobre Vaughn ni sobre mí. Sí, eso dificultaría mucho la investigación. Y sí, por si los señores de la prensa lo han olvidado, las personas son inocentes hasta que se demuestre su culpabilidad, muchas gracias a todos.

– No obstante -dice cuando la sala queda en silencio-, quiero dejar una cosa perfectamente clara… -Hace una pausa de la longitud precisa para dejarnos a todos con la boca hecha agua-. Si se tratara de un asesinato… encontraremos a la persona que mató a mi amiga Caroline Penzler, cueste lo que cueste. -Y lo dice exactamente así: mi amiga, Caroline Penzler.

Dicho precisamente así, lo cambia todo. De defensa a ataque en cuestión de sílabas. Casi percibo cómo se disparan para arriba las encuestas. Que se joda Bartlett. No hay nada que a Norteamérica le guste más que una pequeña venganza personal. Una vez dicho eso, mira directamente a la cámara para el gran primer plano:

– Sean quienes sean, estén donde estén, esas personas pagarán su culpa.

– Es todo lo que tenemos que decir -salta de inmediato la secretaria de prensa.

Hartson abandona la sala; la prensa sigue haciendo preguntas. Pero es demasiado tarde. Son las seis en punto. Ahora, las noticias locales tendrán que recomponer las piezas y todo lo que tienen es el sonido sin un solo fallo de Hartson. Tengo que concedérselo. Este acto lo han escenificado mejor incluso que el cumpleaños de la Primera Dama. Sin un solo momento que no fuera brillante. Incluso cuando Goldfarb pretendía estar abrumada, el Presidente se adelanta, suena sincero y salva el día. Defender a la amiga muerta; insinuar una cierta venganza. La firmeza ante el crimen nunca tuvo mejor representación.

Por supuesto, cuando se aclara el humo, sólo puedo concentrarme en quién era la persona por la que preguntaban los periodistas. No era Simon. Ni Nora, gracias a Dios. Era exclusivamente yo. Vaughn y yo. Dos hombres muertos.

A las ocho, para evitar la lata de las series infantiles de los viernes por la noche, el restaurante pasa a la CNN, justo a tiempo de ver otra vez la noticia. Pero cuando terminan de poner la frase definitiva de Hartson, la presentadora dice: «Mañana, el Washington Post publicará que en estos momentos las autoridades buscan a este hombre, Michael Garrick, para interrogarlo.» Cuando dicen mi nombre, aparece en la pantalla la foto de mi tarjeta de identidad. Es todo tan rápido que apenas puedo reaccionar. Lo único que puedo hacer es mirar a otro lado. Cuando termina, levanto la cabeza y observo el bar. Camarera. Barman. Hombres de negocios cenando su salmón de cuenta de gastos. Nadie más que yo lo sabe.

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