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El puño se me crispa sobre el auricular. Sabía que era él. En realidad, me sorprende que tardase tanto.

– No fui yo -insisto.

– ¿Por qué no me contó lo del dinero, Michael?

– ¿Me hubiera creído?

– Inténtelo. ¿De dónde lo sacó?

Estoy harto de que me ande acosando.

– Hasta que me den alguna garantía, no diré nada.

– Dar garantías es fácil, pero ¿cómo voy a saber que me dice usted la verdad?

– Tenía un testigo. Aquella noche no estaba solo.

Al otro lado de la línea se produce una breve pausa. Recordando el consejo de Vaughn sobre la localización de llamadas, miro el segundero de mi reloj. Ochenta como máximo.

– Me está usted mintiendo, Michael.

– Yo no…

Adenauer interrumpe con algo que suena como el zumbido de una grabadora.

«La noche pasada, jueves tres», dice una voz femenina.

¡Oh, no! -pienso-. Antes de que parase la cinta…

«¿Anoche quiere decir el jueves 3?»

«Quiero decir, exactamente -dice mi voz grabada-. De todos modos, yo iba en coche por la calle Dieciséis cuando vi…»

«Antes de seguir, ¿iba alguien contigo?»

«Eso no es lo importante…»

«Limítate a contestar la pregunta», dice Caroline.

«No. Iba solo.»

– ¿Había olvidado que teníamos la cinta? -pregunta Adenauer en un tono un poco demasiado satisfecho de sí mismo.

El segundero corre. Quedan treinta.

– Le juro que… ésa no es…

– Encontramos a Vaughn -dice Adenauer-. Y la pistola, basta de mentiras, Michael. ¿Lo hizo por Nora?

– Le estoy diciendo que…

– ¡Deje ya de cabrearme, coño! -explota Adenauer-. ¡Cada vez me cuenta una historia diferente!

Veinte segundos.

– ¡No es ninguna historia! ¡Es mi vida!

– No tiene más que venir aquí. -Está tratando de ponerse amable, preocupado de que me escape-. Si nos ayuda, si nos entrega a Nora, le prometo que todo el proceso será mucho más fácil.

– Eso no es verdad.

– Sí que es verdad. Sea usted listo, Michael. Cuanto más tiempo esté huido, peor pintarán las cosas.

Diez segundos.

– Tengo que marcharme -digo con voz temblorosa-. Necesito… necesito pensar.

– Dígame simplemente que vendrá usted. Déme su palabra y estaremos de su lado. ¿Qué me dice?

– Tengo que irme.

Se le ha agotado la paciencia y yo estoy a punto de colgar.

– Déjeme decirle algo, Michael: ¿recuerda que Vaughn le dijo que se necesitaban ochenta segundos para localizar una llamada telefónica?

– ¿Pero cómo…?

– Estaba equivocado -dice Adenauer-. Nos vemos.

Cuelgo el teléfono de golpe y me vuelvo lentamente. Detrás de mí hay una muchedumbre de viajeros haciéndose sitio a codazos por la escalera mecánica. Hay al menos tres personas que me miran directamente: una mujer con gafas de sol estilo Jackie Onassis y dos hombres que me observan por encima de un periódico. Antes de que pueda reaccionar, los tres desaparecen por la escalera. La mitad de la gente baja hacia el metro; la otra mitad sube hacia la salida de la calle. Escudriño el resto de la multitud en busca de miradas sospechosas y movimientos forzados. Esto es Washington D. C, a la hora punta. Cualquiera puede ser.

Mi cuerpo se tensa. Siento la tentación de echar a correr, pero no lo hago. No tendría sentido. No pueden localizar una llamada a través de la central. Es imposible: lo único que pretende es que me asuste, que cometa una equivocación. Descubierto el farol, doy un paso vacilante hacia la muchedumbre. Por muy buenos que sean, nada es tan rápido. Sigo diciéndome a mí mismo esa frase al subir en la escalera mecánica y quedar absorbido por la masa de gente.

Aprieto la mandíbula, procurando olvidarme del tobillo. Nada que pueda hacer que parezca fuera de lugar. Echo una ojeada en derredor cuando llegamos arriba, pero todo está tranquilo. Van pasando coches, los viajeros se dispersan. Sigo a otros dos pasajeros hasta la parada de taxis inmediata, me pongo en la cola y cojo uno. Sólo otro día más de trabajo.

– ¿Adonde? -me pregunta el taxista al entrar.

No hago caso de la pregunta y miro, nervioso, a derecha e izquierda. En busca de un apoyo de seguridad, mi mano se va por instinto hacia la corbata. Pero al ir a tocarla, me doy cuenta de que no está. Casi lo había olvidado. Estaba llena de sangre.

– Vamos a ver -me dice el taxista-. Necesito que me diga un destino.

– No lo sé -tartamudeo al fin.

Me mira por el retrovisor.

– ¿Se encuentra usted mal?

Vuelvo a ignorar la pregunta. No puedo creer que Adenauer tenga la cinta, sabía que nunca tenía que haber dejado que Caroline empezara a grabar, incluso aunque la paré pronto, hay lo bastante como para… No quiero ni pensarlo. Me inclino hacia adelante sobre la tapicería sucia del asiento y me sujeto entre las manos el tobillo hinchado y me siento a punto de colapso. Puede que haya conseguido salir de los suburbios, pero tengo que planear algo. Sigo necesitando algún sitio adonde ir. Algún sitio donde pensar.

Mi casa no sirve. Ni el apartamento de Trey. Ni el de Pam. Tengo unos cuantos amigos de la universidad y la Facultad de Derecho, pero si el FBI manda a gente a casa de mi primo, eso significa que están cubriendo todas las posibilidades de mi expediente, y alguna más. Y tampoco estoy dispuesto a hacer correr riesgos a más amigos y parientes. El ojo se me empieza a torcer una vez más. No hay manera de evitarlo. Todo depende de mí.

Todo lo que queda es un motel que esté cerca. No es mala opción, pero tengo que hacerlo con mucho cuidado. Nada de tarjetas de crédito, ni nada que los pueda llevar hasta mí. Abro la cartera y veo que estoy casi seco: sólo me quedan veinte dólares en efectivo, mi billete de dos dólares de la suerte y una tarjeta del metro. Lo primero es lo primero.

– ¿Qué me dice de un cajero automático?

– Eso ya está mejor -dice el taxista.

Introduzco la tarjeta en la ranura y marco el PIN de cuatro números. Incluso teniendo en cuenta el límite diario de seiscientos dólares que pone el banco para los reintegros, tendría que haber más que suficiente para poder pasar la noche. Luego empezaré a pensar en una solución. Tecleo la cantidad de dinero y espero que la máquina haga sus movimientos y ruiditos. Pero en vez de oír el siseo de los billetes al salir, veo en la pantalla un mensaje que dice: «Esta operación no puede realizarse. Espere un momento.»

¿Qué? Puede que intentase sacar demasiado. Aprieto el botón de cancelar para empezar de nuevo. Esta vez aparece un nuevo mensaje: «Para recuperar su tarjeta, póngase en contacto con el director de su oficina o con su entidad financiera local.»

– ¿Qué? -aprieto otra vez cancelar, pero no hay respuesta. La máquina vuelve al principio y en la pantalla aparecen las palabras «Por favor, introduzca la tarjeta». No lo entiendo. ¿Pero cómo…? Miro fijamente la máquina y recuerdo que el informe general del FBI incluye la relación de todas las cuentas bancarias en activo-. ¡Mierda! -exclamo, dando un puñetazo contra el vidrio irrompible. Se han quedado mi tarjeta.

Me niego a rendirme y saco una tarjeta de crédito y la meto en la máquina. Sólo necesito un anticipo en efectivo. Pero, sin embargo, de nuevo aparecen en la pantalla las palabras «Esta operación no puede realizarse. Espere un momento».

El sol apenas ha empezado a ponerse, así que cuando me doy la vuelta todavía hay luz suficiente para que el taxista pueda ver la expresión de mi cara. Pone una marcha. Reconoce una carrera inútil en cuanto la ve.

– ¡Espere! -le grito.

Los neumáticos chirrían. Se ha largado. Y yo estoy en medio de la calle. La última vez que me pasó esto, tenía siete años. Volviendo a casa desde la peluquería del pueblo, papá decidió coger un atajo nuevo a través del patio de la escuela recién asfaltado. Dos horas más tarde se le había olvidado dónde vivíamos. Podía haber ido a un teléfono público y llamar a mi madre, pero eso no se le ocurrió.

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