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– Le juro que nunca lo he visto, ni hablado con él ni tenido tratos con él… nada. La única razón por la que conozco su nombre es porque el investigador del FBI…

– Estoy perfectamente al tanto de lo del agente Adenauer -me interrumpe Lamb-. Y también de lo que hiciste por nosotros aquella noche con las autoridades.

Me dirige un sutil movimiento de cabeza para asegurarse de que lo entiendo. En el intrincado mundo de la política, éste es el modo de devolver el favor. Lamb se coloca las gafas y vuelve a mirar el expediente. Lleva puesta la chaqueta del traje a pesar de estar en su propio despacho, y emana un aire serio, casi de dignidad. Igual que sus corbatas de Brooks Brothers, no necesita esforzarse. Tras años de dirigir una próspera compañía de seguros médicos, ya ha hecho dinero, razón por la que es prácticamente la única persona del Gabinete que no tiene las uñas mordidas.

Con la carpeta roja reposando en su mano bien cuidada, comienza:

– Patrick Taylor Vaughn nació en Boston, Massachusetts, y empezó como un vulgar camello de barrio. Hierba, hachís, nada especial. Lo interesante, sin embargo, es que es listo. En vez de ir sacándose unas monedas por su barrio, empieza a aprovisionar a la joven élite de las diversas buenas universidades de Boston. Es más seguro y pagan mejor. Luego pasa a las drogas de diseño: LSD, éxtasis, gran cantidad de Especial K.

Lanzo una rápida mirada a Nora. Está mirando al suelo.

– Después de unas cuantas batallas campales, Vaughn se harta de la competencia y se va a Michigan, tu estado natal.

Lo miro con agudeza.

– ¿No querías la historia? -me dice Lamb-. En Michigan tiene unos pocos encuentros con la ley. Después, hace dos años, la policía encuentra el cuerpo de Jamal Khafra, uno de los mayores competidores de Vaughn. Alguien se puso detrás de Jamal y le cortó el cuello con una cuerda de piano. Alguien señala a Vaughn como el asesino, pero él jura que no lo hizo. Incluso pasa el detector de mentiras. Después de unas cuantas pifias de la acusación, el jurado declara la absolución. Se siente afortunado, así que sale zumbando de Michigan y empieza aquí en Washington D. C. Vive por el nordeste, junto a la calle Uno. El problema es que cuando el FBI fue a interrogarlo por lo de Caroline, hablaron primero con uno de sus vecinos, que parece ser que lo avisó. Y Vaughn se escapó inmediatamente. Lleva casi una semana desaparecido.

– No comprendo. ¿Y por qué sospechan precisamente de él?

– Porque cuando se examinaron los registros del SETV del día de la muerte de Caroline, el FBI se encontró con que Patrick Vaughn había estado en el edificio.

– ¿En el EAOE? Tiene que ser una broma.

– Ojalá lo fuera.

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– De eso es de lo que tenemos que hablar, Michael. De acuerdo con los registros de informática, fuiste tú quien le autorizó la entrada.

CAPÍTULO 14

– ¡Están chalados! -exclamo, agarrándome a los brazos de la silla-. ¡Si no tengo ni idea de quién es!

– Está bien -dice Nora, acariciándome la espalda. -¿Pero cómo que yo…? ¡Nunca había oído hablar de él! -Ya sabía yo que no habías sido tú -dice Nora. Lamb no parece tan convencido. Prácticamente no se ha movido desde que soltó la noticia. Apoyado sobre la mesa, estudia la escena observando las reacciones de los dos. Eso es lo que mejor sabe hacer: primero observar, después decidir. Llevo la demanda a lo personal y me dirijo a él: -Le juro a usted que jamás lo dejé entrar. -¿Quién más tiene acceso a tu despacho? -me pregunta. H -¿Perdón?

– Para que tu nombre salga allí, la solicitud del SETV tiene que haberse enviado desde tu ordenador -me explica-. Así que, después de la reunión del Gabinete, ¿quién más andaba cerca de tu despacho?

– Pues sólo… sólo Pam -le respondo-. Y Julian. Julian estaba allí cuando yo volví.

– De modo que cualquiera de ellos podría haber utilizado tu ordenador.

– Sin duda es posible -digo. Pero al decir las palabras, la verdad es que no me las creo. Por qué cualquiera de ellos iba a invitar a un traficante de drogas a… Hijo de puta. Vuelvo los ojos hacia Nora. Todavía tengo la imagen de su frasquito marrón. Aquella noche, en el bar, dijo que era una medicina para el dolor de cabeza. He hecho lo posible por impedirlo… pero ella tiene que sacarla de algún lado.

– ¿Hay alguien más que tuviera acceso a tu ordenador? -pregunta Lamb.

Vuelvo a pensar en aquella primera noche con Nora. Me dijo que había cogido el dinero como prueba, para proteger a su padre. Pero ahora… todo ese dinero… lo que cuestan las drogas… si está buscando un chivo expiatorio…

– Te he hecho una pregunta, Michael -reitera Lamb-. ¿Pam o Julian tienen acceso a tu ordenador?

Mantengo la mirada sobre Nora.

– Podría haberse hecho sin el ordenador -explico-. Hay otras maneras de autorizar a alguien para entrar. Se puede cursar la petición a través de un teléfono interior, o incluso por fax.

– ¿Entonces estás diciendo que puede haber sido cualquiera?

– Supongo -digo. Por fin Nora levanta la mirada hacia mí-. Pero tiene que ser Simon.

– Aunque sea así, ¿cómo hizo entrar al tal Vaughn? -interrumpe Nora-. Creía que el Servicio Secreto hacía comprobaciones de todos los visitantes.

– Sólo paran a los extranjeros y a los condenados por algún delito. Pero las dos penas por drogas de Vaughn se quedaron en faltas, y salió absuelto del asesinato. Quienquiera que lo dejara entrar, conocía el sistema.

– ¿Sabe cuándo se envió la solicitud? -pregunto.

– Justo después de la reunión del Gabinete. Y según el horario de Adenauer, podrías haber sido tú perfectamente.

– Pero no fue él -interrumpe Nora.

– Tranquilízate -dice Lamb.

– Te digo que no fue él -insiste ella.

– ¡Ya te he oído! -le responde, alzando la voz. Se recupera y se sume en un silencio incómodo. La cosa se está haciendo demasiado personal-. No sé qué es lo que quieres de mí -le dice a Nora.

– Me dijiste que ibas a ayudarlo.

– Dije que hablaría con él. -Lamb sopesa los hechos y me dirige una última mirada. Como cualquier buen pez gordo, no deja entrever ni un ápice de lo que está pensando. Sigue allí sentado sin una pista en sus facciones de acero. Finalmente dice-: ¿Te importaría dejarnos solos un segundo, Nora?

– Ni hablar -le replica ella-. Yo lo he traído…

– Nora…

– No estoy dispuesta a irme sin…

– ¡Nora!

Se encoge en su asiento como un perro al que riñen. Nunca había oído a Lamb alzar la voz. Y nunca había visto a Nora tan afectada. Por eso debió de ocuparse de ella aquellos veranos, Lamb es una de las pocas personas que pueden decirle que no a algo. Nora comprende lo que está en juego, se levanta y se va hacia la puerta. Y cuando está a punto de cerrarla tras de sí, dice con voz fuerte:

– De todos modos, me lo va a contar todo -y cierra de un portazo.

Ya solos en el despacho, en el aire flota una pausa incómoda. Mi vista se va por detrás de Lamb, intentando perderme en la decoración del despacho. Observo con detalle un gran paisaje colonial al óleo que tiene detrás y por primera vez me doy cuenta de que no tiene «pared del ego». No la necesita. Sólo está aquí para proteger a su amigo.

– ¿Te importa ella? -me pregunta.

– ¿Qué?

– Nora. ¿Te importa?

– Naturalmente que me importa. Siempre me ha importado.

Golpeando levemente con los nudillos sobre la mesa, Lamb mira a lo lejos como ordenando sus pensamientos.

– ¿Pero la conoces, al menos? -acaba preguntando.

– ¿Perdón?

– No es una pregunta de pega, ¿la conoces? ¿Sabes quién es de verdad?

– Eeh, pues… creo que sí -tartamudeo-. O eso intento.

Afirma con la cabeza, como si eso fuera una respuesta. Por fin, su voz fuerte arranca, chirriando:

– Cuando era más joven, en séptimo o en octavo grado, empezó a jugar a hockey hierba. Rápido. Contacto duro. La admitieron para que así pudiera tener algunas amigas de verdad, y se pasaba las horas jugando, en las alfombras, en el prado de nuestra granja, en cualquier sitio donde pudiera manejar un stick. Solía poner a Chris a jugar contra ella. Pero para Nora, lo mejor no era el lado físico, lo que le encantaba era el equipo. Apoyarse entre todos, tener alguien con quien celebrarlo… por eso le valía la pena. Pero cuando finalmente su padre salió elegido gobernador… bueno, la preocupación por la seguridad significó eliminar los deportes de equipo. Y en vez de eso, le pusieron un asesor de imagen que les compraba los vestidos a ella y a su madre. Eso ahora parece una tontería, pero así lo entendían.

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