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Doy unos pocos pasos atrás y observo el pasillo que empieza en la esquina. No se ve al guardia por ningún lado.

A Nora le importa un bledo. Sin mirar siquiera, alarga la mano con los ojos completamente encendidos.

– Nora, no…

Ella agarra la pistola y la arranca de su escondrijo.

CAPÍTULO 23

– ¿Qué coño haces?

– Sólo quería verla -dice, admirando la pistola en la mano.

Al final del pasillo, tapado por la esquina, oigo una puerta que se cierra. Los zapatos del guardia resuenan sobre el mármol del suelo.

– Ponía en su sitio, Nora. ¡Ahora mismo!

Señala con un gesto la sala de cine y me lanza una de sus sonrisas más hoscas.

– Si tú los retienes allí dentro, yo aprieto el gatillo. Podemos matarlos a todos, ¿sabes?

– Eso no tiene gracia. Déjala en su sitio.

– Venga… Bonny y Clyde, tú y yo. ¿Qué me dices?

Está disfrutando demasiado de esto.

– Nora…

Antes de que pueda terminar se echa atrás y lanza la pistola por el aire. A mis manos. Cuando me doy cuenta de lo que pasa, noto los brazos como con una pesa de hierro en cada lado. Hago un esfuerzo para levantarlos, y atrapo la pistola con la punta de los dedos como un niño que juega con una patata caliente.

Apenas si la sostengo tres segundos. Oh, ¡mierda! Las huellas digitales. Como oigo que el guardia se acerca, vuelvo a tirársela a Nora tan de prisa como puedo…

¡No! Y si ella no…

La atrapa, riéndose. Apenas puedo respirar. Me asomo a la esquina y veo al guardia que viene por el pasillo. Está a menos de diez metros.

– ¡No más juegos de sicópata, Nora! -le susurro, luchando por mantener la voz muy baja-. Te doy tres segundos para ponerla en su sitio.

– ¿Qué has dicho?

Ignoro su pregunta.

– Uno…

– ¿Me estás amenazando? -pregunta con las manos en las caderas.

El guardia no puede estar a más de tres metros.

– No… yo nunca amenazo… vamos, Nora… ahora no. ¡Vuelve a dejarla ahí, por favor!

Me doy la vuelta justo cuando el guardia aparece en la esquina. Detrás de mí, oigo que Nora tose lo bastante fuerte como para tapar el ruido de la caja de metal al cerrarse.

– ¿Todo en orden? -me pregunta el guardia.

Al volverme miro a Nora. Está de pie justo delante de la caja, tapándola con el cuerpo. El guardia está demasiado ocupado mirando el sostén que sigue asomando por el desgarrón de la camisa.

– Perdón -se ríe, subiéndose la manga para cubrirse el hombro. Da un paso adelante y desliza con timidez un brazo en torno a mi cintura-. Esto es lo que pasa cuando te echan a patadas de la fila de los mancos del cine. -Y antes de que yo pueda objetar algo, añade-: Nos iremos arriba.

– Buena idea -dice secamente el guardia. Sin volver a mirar, regresa a su puesto detrás de la mesa.

Al regresar hacia el corredor de la Planta Baja, con su brazo todavía rodeándome la cintura, Nora desliza el pulgar por la hebilla de mi cinturón.

– Entonces, qué es más excitante, ¿esto o trabajar en el informe de decisiones?

Convencido de que nadie puede oírnos, me aparto de prisa.

– ¿Por qué tienes que hacer esto?

– ¿Hacer qué? -me provoca.

– Ya lo sabes, lo de… -No, no me meteré en esto. Inspiro profundamente-. Dime sólo que la has devuelto.

Levanta la vista y se ríe. Doy un paso atrás, instintivamente. Después de cuatro años de comer con reyes y monarcas, lo único que todavía le excita es el riesgo: coge lo que amas y arriésgate a perderlo. Luz y sombras en un mismo aliento. Pero ahora… los cambios de humor empiezan a sucederse demasiado de prisa.

– Vamos, Michael -me incita-. ¿Por qué crees que yo…?

– Se acabaron los juegos, Nora. Contesta la pregunta. Dime que la has dejado en su sitio.

Llegamos a la entrada que la llevará otra vez a la Residencia, y me empuja con la muñeca.

– ¿Por qué no te vas a trabajar un rato? Es evidente que estás estresado.

– Nora…

– Relax -canta. Se vuelve hacia la entrada y se dirige a la escalera-. ¿Qué iba a hacer? ¿Escondérmela en los pantalones?

– Dímelo -le digo fuerte.

Se detiene donde está y mira para atrás. La risa, la sonrisa han desaparecido.

– Creía que tú ya habías superado eso, Michael. -Nuestras miradas se cruzan y ella gana-. A ti nunca te escondería nada.

Asiento en silencio, sabiendo que por fin vuelve a estar controlada.

– Gracias… eso es lo que quería oír.

Cuando por fin termino a las cuatro menos cuarto de la mañana, estoy hecho un desastre con los ojos enrojecidos. A excepción de un descanso de veinte minutos para cenar y una sesión de diez minutos de súplicas para lograr que la Secretaría de Gabinete me alargara el plazo, he estado casi ocho horas seguidas sentado en mi silla. Nuevo récord personal. Y, sin embargo, mientras la impresora láser zumba para poner en papel los frutos de mi labor, descubro con sorpresa que estoy perfectamente despierto. Como no sé muy bien qué hacer ni tengo humor para irme a casa, repaso distraídamente el correo que tengo sin abrir. La mayor parte es lo de siempre: recortes de prensa, avisos de reuniones, invitaciones a fiestas de despedida. Pero en la parte de abajo de la pila hay un sobre de correo interno con una caligrafía en el recuadro de dirección que me es familiar. Reconocería esa cursiva redonda en cualquier sitio.

Abro el sobre y me encuentro una nota manuscrita con una llave pegada con celo: «Para cuando hayas terminado. Habitación 11. Felicidades.» Abajo del todo hay un corazón y una N. Mientras despego la llave no puedo dejar de reírme. Habitación 11. Es todavía mejor que aparcar dentro de la verja.

La placa de la puerta de la habitación 11 dice «Unidad Atlética», pero todo el mundo sabe que es mucho más que eso. La hizo construir Bob Haldeman durante el mandato de Nixon y estaba reservada sólo para los peces gordos más gordos. La sala de ejercicio del personal superior es probablemente el gimnasio privado más exclusivo del país. Menos de cincuenta personas tienen la llave. Si yo pusiera un pie dentro cualquier día normal, me asesinarían. Pero a las cuatro de la mañana y necesitando una ducha desesperadamente y siendo la víspera de mi acontecimiento profesional más importante, correré el riesgo.

Echo una última mirada al pasillo desierto y deslizo la llave en la cerradura. Se abre sin rechistar.

– ¡Brigada de limpieza! -grito bien fuerte sólo para estar seguro-. ¿Hay alguien?

Nadie responde. Ya dentro, no me lleva mucho tiempo hacer el tour. Hay unas espalderas desvencijadas, una bicicleta estática antigua, una alfombra rodante rota y una pila informe de pesas oxidadas. Este sitio es una mierda. Pero mataría por tener pase fijo.

Después de un poco de ejercicio en la bici y quince minutos de sauna, me voy a la ducha y dejo que el agua caliente corra por encima de mí. Cada vez que logro habituarme a la temperatura, la subo un poquito más. Con los ojos cerrados y las palmas de las manos bien firmes contra los azulejos, me dejo ir entre el vapor y me relajo por completo. Todos los días deberían empezar así.

De regreso al despacho, me tumbo en el canapé pero no hay manera de dormirse. Me quedan menos de cuatro horas y sólo mi testosterona ya es como un paquete doble de Divarin. En lo único que puedo pensar es en mis primeras frases.

¿Cómo está usted, señor Presidente?

¿Cómo está usted, señor?

¿Cómo está usted, presidente Hartson?

¡Papi!, ¿me prestas dinero?

A las seis y media, mientras un sol naranja empieza a invadir el cielo de la mañana, la última versión del horario presidencial llega por el e-mail. Voy repasándolo hasta que veo lo que busco. Ahí está, en la segunda página:

«10.30 a 10.45 – Informe – Despacho Oval. Contacto del Gabinete: Michael Garrick.» Mis quince minutos de fama.

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