De regreso hacia el pasillo de la planta baja, voy sólo unos pasos detrás de Nora. La llamo pero no me responde. Es igual que aquella primera noche con los escoltas. No se parará por nada. Braceando con energía, avanza por la alfombra roja del pasillo. Doy por supuesto que se encamina a la Residencia, pero al llegar a la entrada de la escalera no gira. Se limita a seguir avanzando, directa por el pasillo, a través de la Sala de Palmeras, y luego fuera, por la columnata oeste. Justo antes de alcanzar la puerta que lleva al Ala Oeste, hace un giro brusco a la izquierda y pasa junto a un agente de traje oscuro. «¡Oh, no!», murmuro para mis adentros al verla avanzar por la explanada de cemento que rodea el Ala Oeste. Sólo hay un sitio al que pueda ir por ahí. La entrada trasera del Despacho Oval. Directamente a lo más alto. Como sé que nadie entra por ahí, piso fuerte los frenos. Por si había alguna duda, el agente me lanza una mirada de confirmación: la única excepción es Nora. Me apoyo contra una de las enormes columnas blancas que siguen hasta el Ala Oeste y observo el resto desde ahí.
Quince metros por delante, sin mirar atrás, Nora se para ante una doble puerta muy alta y aplasta la nariz contra los cristales, escudriñando el interior del despacho. Si fuera cualquier otra persona, ya le habrían pegado un tiro.
Las luces del interior de la estancia la iluminan como a una polilla rabiosa. Da golpes sonoros sobre los cristales para llamar la atención y luego coge el pomo de la puerta. Pero en cuanto la abre, toda su actitud cambia. Como si hubiera accionado un interruptor. Sus hombros pierden la rigidez y sus puños se abren. Luego, en vez de entrar, le hace gestos a él para que salga. El Presidente tiene a alguien dentro.
Aun así, si su hija lo llama…
El Presidente sale a la terraza y cierra la puerta tras él. Mide un buen palmo más que Nora, lo cual le permite inclinarse sobre ella con autoridad plenamente paternal. Por el modo en que se cruza de brazos, no le gusta que lo interrumpan.
Dándose cuenta de ello, Nora explica rápidamente su caso haciendo gestos expresivos para que se entienda su postura. No está furiosa, ni siquiera enfadada. Sus movimientos son controlados. Es como si estuviera contemplando a otra mujer. Apenas levanta la vista mientras habla con él. Todo en sordina.
Él la escucha con una mano en la barbilla y apoyando el codo en el brazo que tiene paralelo a la cintura. Con el Jardín de Rosas en primer término y ellos dos detrás, no puedo dejar de pensar en todas aquellas fotos en blanco y negro de John y Bobby Kennedy, que tenían sus famosas discusiones de pie exactamente en ese mismo lugar.
Lo siguiente que veo es que Hartson mueve la cabeza y pone cariñosamente una mano en el hombro de Nora. Es algo que no olvidaré mientras viva. Lo bien que conectan, la manera en que él la tranquiliza acariciándole la espalda. Un brazo sobre el hombro. En esa silueta, el poder ya no está, no son más que un padre y su hija. «Lo siento -dice su lenguaje corporal mientras continúa acariciándole la espalda-, esta vez las cosas tendrán que ser así.»
Antes de que Nora pueda discutirle, el Presidente vuelve a abrir la puerta de su despacho y hace un ademán a alguien para que salga. No logro ver quién es, pero se la presenta rápidamente: «Ésta es mi hija, Nora.» Ella se pone firme, instruida por toda una vida de etiqueta de campaña. El Presidente sabe lo que se hace. Ahora que hay un invitado presente, Nora no podrá decir nada.
Se gira para marcharse y el Presidente mira en mi dirección. Me muevo rápidamente y me pongo detrás de una columna blanca. No necesito hacer mi entrada hasta mañana.
– ¡Que se joda! -exclama Nora mientras nos apresuramos por el pasillo de la Planta Baja, desierto, sin que nadie la oiga.
– Olvídate -vuelvo a decirle, esta vez a su altura-. Déjalos que tengan su fiestecita.
– ¿Tú no lo entiendes, verdad? -pregunta mientras volvemos a cruzar entre la tienda de libros y nos acercamos al busto gigante de Lincoln a la puerta del cine-. ¡Lo estaba pasando realmente bien! ¡Para una vez que era divertido!
– Pues lo prepararemos para mañana. De todas formas, sólo íbamos a seguir allí diez minutos más.
– ¡Ésa no es la cuestión! ¡Esos diez minutos eran nuestros! ¡No suyos! Yo escogí la película, les hice preparar palomitas y te mandé el mensaje y entonces… -su voz se empieza a quebrar. Se frota la nariz con fuerza pero le tiemblan las manos-. Se supone que esto es una casa, Michael. Una puta casa de verdad, pero siempre pasa como en la Sala de Música -se pasa la mano por los ojos-, siempre es un show. -Se muerde el labio, intentando luchar contra las lágrimas, pero sus ojos rojos me dicen que no lo logrará-. No tenía que ser así. Cuando llegamos aquí, todo el mundo hablaba de los extras. «Oh, tendréis muchos extras. Espera a ver los extras.» ¡Bueno, todavía estoy esperando! ¿Dónde están, Michael? ¿Dónde?
Vuelve la mirada por encima de cada uno de sus hombros como si buscase esos extras físicamente. Lo único que ve es un guardia de uniforme sentado en su puesto a la entrada de la sala de cine y que nos mira fijamente.
– ¡Qué! -le grita Nora-. ¿Es que ya no puedo llorar en mi propia casa? -la voz se le quiebra aún más. No hace falta ser un lince para descubrir que se acerca el ataque.
Hago un gesto al guardia y le lanzo una mirada de interrogación. ¿Podemos-hablar-un-segundo? Él decide que es momento para un descanso, se levanta y desaparece tras la esquina. Por lo menos hay alguien aquí que tiene un poco de sentido común.
Mientras esperamos que desaparezca, Nora está a punto de derrumbarse. No la he visto así desde la noche que me enseñó la cicatriz. El pecho se le agita, la mandíbula le tiembla. Se muere por soltarlo al fin, por contarme cómo es de verdad. No ella, este sitio. Inspira tan profundamente como puede y luego expulsa el aire de nuevo. Hay cosas demasiado complicadas.
Se limpia la nariz con la mano, se recuesta sobre la pared y apoya el hombro contra una caja blanca de metal que parece albergar un teléfono de emergencia del Servicio Secreto.
– ¿Quieres hablar de eso? -le pregunto.
Mueve la cabeza sin querer mirarme. Una y otra vez repite el movimiento. No, no, no, no, no. Su respiración está húmeda -saliva entre dientes apretados-, y con cada movimiento de cabeza el ritmo se acelera, se hace más violento. En pocos segundos, es demasiado. Apoyada aún contra la pared, levanta la mano izquierda y descarga el puño contra el yeso.
– ¡ Joder! -grita. La palabra resuena por el vestíbulo y como una réplica de su reacción inicial, la rabia que se convirtió en desesperación vuelve a convertirse en rabia.
– Nora…
Es demasiado tarde. Con un impulso rápido de las caderas, se separa de la pared y se aleja del teléfono. Hay un ruido ligero de algo que se desgarra. Se detiene. Se ha enganchado la camisa en un borde filoso de la caja metálica.
– ¡Hijo de…! -Tira fuerte con el hombro, rabiosa por el obstáculo, y se oye un desgarro mayor. Los dos seguimos el ruido. Desde encima del hombro hasta el sobaco tiene un roto en la camisa por el que asoma el tirante de su sostén de encaje negro.
– Cálmate, Nora…
– ¡Hijo de puta! -Se gira y lanza el brazo contra el lado de la caja de metal. Una vez. Otra vez y otra. Me precipito a sujetarla por detrás con un abrazo de oso.
– Por favor, Nora… el guardia volverá en seg…
Lucha contra mí, me lanza el codo izquierdo contra la mandíbula. La suelto y se escabulle. Con una rabia ciega, levanta los dos puños en el aire y pega un golpe mortal contra la caja. Pega de arriba abajo y resuena un ruido hueco de metal y la puerta de la caja salta por el aire. Dentro no hay ningún teléfono. Sólo hay una pistola, negra y brillante.
Nora y yo nos quedamos helados, sorprendidos por igual.
– ¿Pero qué…?
– Reserva para casos de emergencia -aventura.