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Sé que tiene razón. En las cuentas de Adenauer, tengo poco más de dos días. Pero como tengo muchas cosas más en marcha, habrá que esperar hasta mañana. Después del Presidente y después de Vaughn.

Para las ocho, el gruñido de mi estómago me dice que tengo hambre, el dolor difuso de la zona lumbar me dice que he estado demasiado tiempo sentado, y la vibración del busca me dice que alguien me llama.

Desengancho el clip del cinturón y miro el mensaje. «Emergencia. Ven a verme a la sala de cine. Nora.»

Al leer esas palabras, noto que la cara se me pone pálida. Sea lo que sea, no puede ser bueno. Salgo zumbando sin pensarlo.

A los tres minutos, corro como un loco por el pasillo de la planta baja de la mansión. Al final de ese corredor, atravieso unas últimas puertas, atajo a través de la pequeña zona de venta de libros para los turistas de la Casa Blanca, y veo el busto de gran tamaño de Abraham Lincoln. Durante el día, este vestíbulo suele estar lleno de grupos de turistas que contemplan los diagramas arquitectónicos y las famosas fotos de la Casa Blanca que se alinean en la pared de la izquierda. La mayoría de los visitantes e invitados creen que son bastante interesantes. Me pregunto cómo reaccionarían si supieran que al otro lado de esa pared está el cine privado del Presidente.

Me paso la palma de la mano por la frente con la esperanza de disimular el sudor. Al aproximarme al guardia que está de puesto allí al lado, señalo mi punto de destino.

– Tengo una cita con…

– Está dentro -me dice.

Abro la puerta con fuerza, huelo un ligero resto de palomitas y me precipito en la sala.

Nora está sentada en la primera fila del recinto de cincuenta y un asientos vacíos. Tiene los pies subidos sobre el brazo de su butaca y una gran bolsa de palomitas en el regazo.

– ¿Preparado para la sorpresa? -pregunta, volviéndose hacia mí.

No estoy seguro de si me siento aliviado o enfadado.

– Quítate ese aspecto deprimido por una vez. Y siéntate -dice dando una palmada en el asiento que tiene al lado.

Atontado, me dirijo a la primera fila. Hay nueve filas de butacas de cine tradicionales, pero la primera está formada por cuatro asientos reclinables de cuero La-Z-Boy. Los mejores sillones de la casa. Me siento en el que está a la izquierda de Nora.

– ¿Por qué me mandaste ese mensa…?

– ¡Dale, Frankie! -grita en el momento en que me siento.

Las luces bajan lentamente y el aire se llena con el parpadeo brillante del proyector. Las paredes de la sala están tapizadas con tela y cortinas Soul Train de color naranja requemada con dibujos beige de pájaros. Igual que la Sala de Música. A Elvis le hubiera encantado.

Al iniciarse los títulos de crédito me doy cuenta de que estamos viendo la nueva película de Terrance Landaw. No llegará a los cines hasta dentro de un mes, pero la Asociación de Productores se asegura de que a la Casa Blanca se le suministren todos los martes las películas nuevas más interesantes. Presión política subliminal.

– ¿Hay alguna razón para…?

– ¡Chist! -sisea con una mueca juguetona.

Permanezco callado todo el resto de los títulos de crédito, intentando adivinar qué pasa. Nora se embute palomitas en la boca. Después, cuando surge el plano inicial, alarga la mano y me cosquillea el vello del antebrazo.

La miro y tiene los ojos en la pantalla, como un zombi hipnotizado por el cine.

– Nora, ¿tienes idea de en qué estoy trabajando precisamente ahora?

– Chist.

– No me hagas callar, me dijiste que era una emergencia.

– Pues claro que te lo dije -dice, volviendo a acariciarme el brazo-. ¿Hubieras venido si no?

Vuelvo la cabeza y empiezo a levantarme. Antes de llegar a nada, se coge de mi bíceps con ambos brazos, agarrándose como una niña pequeña.

– Venga, Michael, sólo la primera media hora. Un descansito mental. Diré que la paren y podemos terminar de verla mañana.

Me siento tentado de decirle que no se puede pulsar pausa en un cine, pero luego recuerdo con quién estoy hablando.

– Será divertido -me promete-. Diez minutos más.

Es difícil discutir por diez minutos, y según iban las cosas, será bueno recargar un poco.

– Diez -amenazo.

– Quince máximo. Y ahora calla, no soporto perderme el principio.

Miro la pantalla pensando todavía en el informe de decisión. Llevo dos años haciendo análisis legal de las políticas más candentes de la Presidencia, de las propuestas más complicadas, pero ni una sola de ellas me excita tanto como diez minutos a oscuras con Nora Hartson. Vuelvo a sentarme en la butaca y entrelazo mis dedos con los de ella. Con todo lo que pasa, esto es precisamente lo que necesitamos. Un momento tranquilo, agradable, a solas, en el que por fin podamos tomar aliento y relaj…

– ¿Nora? -susurra alguien. Una lámina de luz blanca acuchilla la oscuridad detrás de nosotros.

Nos volvemos ambos, sorprendidos al ver a Wesley Dodds, el jefe de Gabinete del Presidente. Tiene su cuello de lápiz metido ya dentro de la sala y hace entrar al resto de su cuerpo.

– ¡Largo! -brama Nora.

Como la mayoría de los peces gordos, Wesley no escucha. Se va directo a la primera fila.

– Te pido disculpas, pero tengo al jefe de la IBM y a una docena de directores generales de pie en el vestíbulo esperando para ver su película.

Nora ni siquiera lo mira.

– Lo siento.

Dodds alza una ceja.

– Lo siento -repite Nora-. Como en Siento que vayas a quedarte decepcionado. O mejor todavía: lo siento, pero está usted interrumpiendo.

Él es demasiado hiperlisto para entablar una discusión con la hija del jefe, así que se limita a asentar jerarquías.

– ¡Frankie, enciende las luces!

El proyector se detiene y se encienden las luces. Nora y yo guiñamos los ojos y parpadeamos para adaptarlos a la luz. Ella se levanta de su asiento la primera y tira por el aire la bolsa de palomitas.

– ¿Qué demonios haces? -grita.

– Ya te lo he dicho, tenemos ahí fuera esperando un grupo de altos ejecutivos. Ya sabes en qué época estamos.

– Llévalos al dormitorio Lincoln.

– Ya lo he hecho -le replica-. Y por si así te sientes mejor, te diré que hace un mes que reservamos la sala. -Se refrena al darse cuenta de que se está calentando demasiado-. No te pido que te marches, Nora; en realidad, sería mucho mejor si te quedases. Así podrán decir que vieron una película con la Primera Hija.

– Largo de aquí, ésta es mi casa.

– Seguro que sí, pero si quieres vivir en ella otros cuatro años, será mejor que te muevas y dejes sitio. ¿Entiendes lo que te digo?

Por primera vez, Nora no responde.

– Olvídalo -digo poniéndole una mano en el hombro-. No es nada tan…

– ¡Cállate! -brama, apartándose.

– ¡Rebobínala, Frankie! -le grita Wesley.

– No te…

– Se acabó -le advierte él-. No me hagas llamar a tu padre.

Oh, mierda.

A Nora se le achican los ojos, pero Wesley no se mueve. Ella se echa hacia atrás y juro por Dios que pienso que está a punto de darle. Pero entonces, una sonrisa de diablo surge en su cara por arte de magia. Suelta una risita profunda, muy bajito. Definitivamente, tenemos problemas. Antes de que pueda decir nada, coge su bolso y sale corriendo hacia la puerta.

Fuera, en el vestíbulo, una docena de hombres de cincuenta a sesenta años están agrupados observando las fotografías en blanco y negro de las paredes. Nora pasa volando a su lado antes de que puedan siquiera reaccionar. Pero todos saben a quién han visto. Y aunque intentan jugar a hacerse los indiferentes, sus ojos se abren de emoción mientras se dan codazos y circulan el mensaje entre el grupo. «¿Has visto? Era-ya-sabes-quién.»

Es asombroso. Aquí dentro, hasta los más poderosos no son más que niños en el patio del colegio. Y por lo que veo, la primera regla del patio del colegio continúa vigente: siempre hay alguno que es mayor.

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