Литмир - Электронная Библиотека

Se me oscurece la vista. La pistola le apunta directamente a la frente. Exactamente como hizo con Vaughn… para culparme a mí.

Al ver que me retuerzo, Lamb pone una sonrisa fría que me penetra justo por el hombro. Reafirmo la presa del gatillo. Se me tensa hasta el último músculo del cuerpo. Entorno los ojos. La lámpara se bambolea.

– Di buenas noches, Larry -digo.

Sujeto el arma con ambas manos con los brazos estirados para equilibrarla bien. Apunto entre las miras. Ahí está. Por primera vez, se queda sin sonrisa. Se le abre la boca. Doblo el dedo sobre el gatillo. Pero cuanto más aprieto, más me tiembla la mano… y más comprendo… que no puedo. Lentamente, bajo la pistola.

Lamb suelta una risita grave que me lacera.

– Por eso te escogimos a ti -me provoca-. Siempre serás un boy scout.

Es lo que necesitaba oír. Inundado de adrenalina, levanto el arma. Las manos siguen temblándome, pero esta vez aprieto el gatillo.

La pistola se mueve y sólo hace un ruidito hueco. Clic. Aprieto otra vez, fuerte. Clic. Descargada. ¡No puedo creerlo, está descargada!

Lamb se ríe, primero bajito y luego más fuerte. Gatea hacia la barandilla y añade:

– Ni cuando lo intentas, eres capaz de hacer daño.

Rabioso, le tiro la pistola sin balas. Baja el hombro en el último instante y el arma falla por poco y patina sobre el cristal emplomado como una piedra plana por un estanque. Choca dentro del hueco hundido de cristal y acaba aterrizando al otro lado del enorme mosaico. La risita pérfida de Lamb sigue resonando en mi cabeza. No oigo nada más. Y entonces… sí hay algo más. Empieza cuando la pistola choca por primera vez con el suelo de vidrio. Un ligero gorgoteo, como de un cubito de hielo que cae en soda tibia. Y luego se hace más fuerte, más sostenido. Una fisura en la cristalera que empieza a crecer, poco a poco.

Lamb mira para atrás. Los dos lo vemos a la vez, la fractura corre como un rayo a lo largo de los amplios paneles de vidrio.

Toda la escena se desarrolla a cámara lenta. La grieta, como un movimiento casi sensible, zigzaguea desde la pistola en dirección a Lamb, que continúa en el centro del rosetón. Intenta gatear hacia la barandilla. Tras él, el primer trozo de vidrio se quiebra y cae. Después, el segundo. Después otro. El peso de la gran lámpara hace el resto. Como un enorme sumidero de cristal, el centro del mosaico se derrumba. La lámpara cae en picado sobre el Salón del Tratado Indio. Trozo a trozo, la van siguiendo miles de teselas. La ola del golpe se va ampliando desde el punto cero y Lamb lucha por evitar la caída. Alarga la mano y me suplica ayuda.

– Por favor, Michael…

Es demasiado tarde. Yo no puedo hacer nada y los dos lo sabemos. Debajo de nosotros, la lámpara cae al suelo con gran estruendo de cristales rotos.

Nuestras miradas vuelven a encontrarse. Lamb ya no se ríe. Esta vez tiene los ojos llenos de lágrimas. La lluvia de cristales continúa. El suelo desaparece bajo sus pies. Y la gravedad le agarra por las piernas. El agujero no deja de crecer y lo arrastra, aunque sigue luchando por gatear hacia arriba. Pero es imposible salirse del epicentro.

– Miiüaaaeee… -va aullando durante toda la caída.

Hasta que tropieza con la gran lámpara. Sólo ese tremendo crujido me provocará pesadillas durante años.

Cuando caen los últimos vidrios, se dispara la alarma aguda del Salón del Tratado Indio. Me asomo por encima de la barandilla. La vidriera ha desaparecido casi por completo, dejando un agujero abierto. Llevará una eternidad rellenarlo. Abajo, en el suelo, en medio de los vidrios destrozados, están los restos rotos del responsable. Por Caroline. Por Vaughn. Y más que por nadie, por Nora.

Oigo un débil gemido a mis espaldas. Me vuelvo rápidamente, me precipito a su lado y me pongo de rodillas.

– ¡Nora! ¿Estás…?

– ¿Se ha ido? -susurra, apenas capaz de emitir las palabras. Tendría que estar inconsciente. La voz suena a borbotones por la sangre.

– Sí -le digo, conteniendo una vez más las lágrimas-. Se ha ido. Estás a salvo.

Lucha por sonreír pero eso es demasiado esfuerzo. El pecho se le convulsiona. Se está apagando rápidamente.

– M-m-michael…

– Aquí estoy -le digo, levantándola suavemente entre mis brazos-. Estoy aquí, Nora.

Las lágrimas me corren por las mejillas. Ella sabe que se ha acabado. La cabeza se le cae y cede poco a poco.

– P-p-por favor -tose-. Michael, por favor… no se lo digas a papá.

Tomo aire para recomponerme. Asiento vigorosamente con la cabeza, la llevo bien cerca de mi pecho, pero sus brazos cuelgan, inertes. Los ojos empiezan a ponérsele en blanco. Le aparto con furia el cabello de la cara. El torso se retuerce una última vez y ya está… se acabó.

– ¡No! -grito-. ¡No! -Le sujeto la cabeza y le beso una y otra y otra vez en la frente-. ¡Por favor, Nora! ¡Por favor, no te mueras! ¡Por favor! ¡Por favor! -Pero de nada sirve. No se mueve.

Su cabeza sigue inerte sobre mi brazo y un aliento rasposo, espectral, expulsa el último aire de sus pulmones. Le cierro los ojos con la caricia más suave que puedo controlar. Se ha acabado. Autodestrucción completada.

CAPÍTULO 40

No me dejan irme de la Sala de Situación hasta las doce y cuarto de la noche, cuando los pasillos desiertos del EAOE sólo son una ciudad burocrática fantasma. En cierta manera, pienso, todo estaba planeado voluntariamente; de este modo, no hay nadie por aquí para hacer preguntas. Ni para cotillear. Ni para señalarme con el dedo y susurrar: «Es ése… es él.» Sólo hay silencio. Silencio y tiempo para pensar. Silencio y… Nora…

Bajo la cabeza y cierro los ojos queriendo creer como que no ha sucedido. Pero sucedió.

Cuando voy de regreso a mi despacho, dos pares de zapatos resuenan por el pasillo cavernoso: los míos y los del agente del Servicio Secreto que viene directamente detrás de mí. Me han cosido el hombro, pero cuando llegamos a la sala 170, la mano todavía me tiembla al abrir la puerta. El agente sigue observándome atentamente. En la antesala enciendo las luces y vuelvo a enfrentarme al silencio. Es demasiado tarde para que haya nadie aquí. Pam, Julian… los dos se habrán ido hace horas. Cuando todavía había luz de día.

No me sorprende que la oficina esté vacía, pero tengo que admitir que tenía la esperanza de que hubiera alguien. Pero la cosa es, sin embargo, que estoy yo solo. Y así será por un buen rato. Abro la puerta de mi despacho y trato de decirme otra cosa, pero en un lugar como la Casa Blanca, no hay mucha gente que…

– ¿Dónde coño andabas? -pregunta Trey, levantándose de un salto de mi sofá de vinilo-. ¿Qué tal estás? ¿Has llamado a un abogado? Me han dicho que no tienes, así que llamé a Jimmy, el cuñado de mi hermana, que me puso en contacto con ese tal Richie Rubin, y el tío dijo que…

– Está bien, Trey. No necesito abogado.

Vuelve la vista hacia el agente del Servicio Secreto que entró justo detrás de mí.

– ¿Estás seguro?

– ¿Cree usted que podríamos…? -le digo al agente, dirigiéndole una mirada.

– Lo siento, señor. Tengo órdenes de esperar hasta que usted…

– Escuche, sólo quiero estar unos minutos con mi amigo. No le pido nada más. Por favor.

Nos observa a ambos y finalmente dice:

– Si me necesita, estaré ahí fuera -señala la antesala con la cabeza y cierra la puerta al salir.

Cuando estamos solos, espero otra andanada de preguntas. Pero Trey, en cambio, se queda callado.

Echo una ojeada a la tostadora del alféizar. El nombre de Nora ya no está. Contemplo las letras digitales verdes que se mantienen, casi como si hubiera un error. Rogando para que sea un error. Lentamente, las líneas de letras luminosas parecen devolverme la mirada -parpadean, destellan-, su resplandor más acusado ahora que está oscuro. Tan oscuro. Oh, Nora… Las piernas me flaquean y me apoyo en la esquina de la mesa.

105
{"b":"116772","o":1}