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– Podemos hacerlo, Nora -dice Lamb mientras ella se incorpora-. Igual que siempre. Nuestro secreto.

Nora mira fijamente al amigo más íntimo de su familia pero permanece callada. Ella intenta ocultarlo, pero los argumentos de Lamb la están desgastando. Lo veo en el modo en que sube y baja su pecho. Inclinada hacia adelante, todavía respira con dificultad. Sería tan fácil rendirse. Capitular ahora y echarme todas las culpas a mí. Está buscando una respuesta y se toca el ojo tumefacto. Y entonces, lentamente, justo delante de la cara levanta, enhiesto, el dedo corazón, desafiante.

– Púdrete. ¡En… el… infierno! -brama.

Me vuelvo hacia Lamb: sus ojos, sus mejillas, sus labios… todas sus facciones se vienen abajo. Esperaba su contraataque, completamente enloquecido. Pero en cambio, calla. Está incluso más callado de lo habitual. Mandíbulas apretadas. Mirada asesina. Juraría que en el desván hace más frío que antes.

– Lamento mucho que opines eso -acaba por decir sin un atisbo de emoción en la voz-. Pero te lo agradezco, Nora. La decisión será mucho más fácil. -Y sin una palabra más, apunta la pistola hacia mí.

– ¡Michael! -grita Nora, echando a correr.

Cuando el arma de Lamb oscila en un plano horizontal, apenas percibo lo que sucede. Estoy frente al cañón de la pistola y el mundo entero ha pulsado el botón de «pausa». Por el rabillo del ojo veo que Nora se lanza hacia mí. Completamente inmóvil, lucho por girarme. Hay una luz fluorescente que titila justo encima de ella y un tenedor de plástico transparente abandonado en el suelo. Suena un disparo en sordina en el mismo instante en que ella aterriza junto a mí, rostro con rostro. Levanto los brazos, intentando cogerla. Surge un segundo disparo. Y luego otro. Y otro.

Su cabeza salta hacia atrás al ser alcanzada en la espalda. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Su cuerpo da un salto al recibir cada disparo. El impacto nos lanza a ambos para atrás, aplastándonos contra la barandilla.

– ¡Nornie! -exclama Lamb, bajando el arma.

Caemos al suelo y yo casi no lo oigo.

– Nora, ¿estás…?

– Creo… que… estoy bien -me susurra, luchando por levantar la cabeza. Alza la vista y veo que de su nariz y de la comisura de la boca mana lentamente la sangre-. ¿Me ves mal? -me pregunta al ver la expresión de mi rostro.

Niego con la cabeza, intentando combatir las lágrimas que me acuden a los ojos.

– N-no… no. No será nada -tartamudeo.

Se hunde en mis brazos y esboza una mínima sonrisa.

– Qué bien -intenta decir algo más, pero no la oigo. Le acuno la cabeza y un golpe de tos me llena la camisa de sangre.

Lamb sigue plantado al otro lado del desván. Temblando.

– ¿Está… está…?

Vuelvo a mirar hacia abajo, incapaz de pensar.

– Nora… Nora… ¡Nora! -Es como un saco entre mis brazos, pero logra alzar la mirada hacia mí-. Te quiero, Nora.

Su mirada se va poniendo borrosa. No creo que me oiga.

– Michael…

– ¿Sí? -le pregunto, inclinándome sobre ella.

Su voz ya no es ni siquiera un susurro. La respiración se ha quedado en un mínimo murmullo.

– Yo te…

El cuerpo se estremece y se corta la frase. Cierro los ojos y finjo que oigo hasta la última sílaba. Luego, intento facilitarle la respiración y la voy bajando con cuidado hasta el suelo.

– ¿Co… cómo está? -exclama una voz.

Levanto poco a poco la vista y aprieto los puños. Allí enfrente está Lawrence Lamb. Paralizado, simplemente allí parado. La pistola cuelga de la punta de sus dedos. Boqueando. Como clavado en el suelo, está deshecho, igual que ese mundo suyo que acaba de evaporarse. Pero en el instante en que nuestras miradas se encuentran, la frente se le retuerce, fruncida de ira.

– ¡Tú la mataste! -ruge.

Dentro de mi pecho entra en erupción un volcán de rabia en estado puro. Cargo ciegamente contra él con tanta violencia como puedo. Levanta el arma, pero yo ya estoy allí. Mi hombro bueno colisiona contra su pecho y lo lanza de espaldas contra la pared. La pistola sale volando.

Me niego a ceder, vuelvo a lanzarlo contra la pared y le doy un puñetazo en el estómago. Suelta un brazo y me suelta un tremendo golpe que me da en la mandíbula, pero yo ya estoy más allá del dolor.

– ¿Cree que esto me va a hacer daño? -bramo, descargando el puño contra su cara. Machaco una y otra vez el corte que Nora le abrió en la mejilla. Otra vez. Y otra. Y otra.

Lamb es más viejo y mucho más lento, sabe que no podrá ganar en una pelea con alguien que tiene la mitad de sus años. Comprende que está atrapado y se va alejando de la pared, volviendo hacia el centro de la habitación. Busca desesperadamente la pistola con los ojos. No logra verla. Esa confianza, esa barbilla alzada de ser el mejor amigo del Presidente, se ha esfumado. Se le ve como a punto de caer. La brecha de su cara es una ruina ensangrentada.

– Nunca te ha querido -dice, sujetándose la mejilla.

Intenta distraerme. Pero yo lo ignoro y le doy un golpe en el mentón.

– Ni siquiera te eligió ella -añade-. Se hubiera liado con Pam si yo se lo hubiera mandado.

Le clavo de nuevo el puño en el estómago para que se calle. Y en las costillas. Y en la cara. Lo que sea para que se calle. Doblado por el dolor, se va para atrás, dando tumbos hacia la zona hundida de la vidriera. Sé que es el momento de detenerse, pero… junto a la barandilla está el cuerpo de Nora casi sin vida, tumbada de espaldas, con un charco de su propia sangre que sigue creciendo debajo de ella. No necesito más. Apenas si puedo ver entre mis lágrimas, pero meto toda la fuerza que me queda en un último golpe. Impacta con estruendo y lo lanza bastante más de un metro para atrás.

Choca contra la barandilla, totalmente desequilibrado y, como un balancín humano, voltea sobre el pasamanos y se va directo contra los enormes paneles de vidrio emplomado encastrados en el techo del salón de abajo. Cierro los ojos y espero el ruido de los cristales rotos. Pero solamente oigo un impacto sordo y blando.

Me precipito confuso hacia la barandilla y miro hacia abajo. Lamb, aturdido, yace sobre la gran flor de cristal del gran panel central de la vidriera. No se ha roto. Directamente debajo de él, al otro lado de la vidriera, la gran lámpara de cristal se balancea a causa del impacto.

Lamb exhala un suspiro estremecedor y yo noto un escalofrío que me recorre toda la espalda. Saldrá de ésta.

Allí, suspendido sobre el Salón del Tratado Indio, se gira con gran precaución, consigue darse la vuelta y con sumo cuidado, lentamente, gatea por el cristal hacia la barandilla. Busco la pistola, desesperado. Ahí está, justo al lado del hombro de Nora. Empapada en sangre. Corro a cogerla y me giro veloz y la apunto contra Lamb, que se para de inmediato. Nuestras miradas se desafían; ninguno de los dos se mueve. De repente, frunce los labios. Tiro del percutor.

– Ahórrame el toque dramático, Michael. Si aprietas ese gatillo, nadie te creerá nunca.

– No me van a creer de todas formas. Por lo menos, de este modo, usted estará muerto.

– ¿Y eso en qué va a mejorar las cosas? ¿Vengar al instante a tu novia imaginaria?

Miro a Nora y vuelvo a mirar a Lamb. Ella no se mueve.

– Vamos, Michael, no tienes lo que hace falta…, si lo tuvieras, no te hubiéramos escogido a ti.

– ¿Los dos? Usted la destruyó… la controlaba… ella nunca participó en los planes.

– Si eso hace que te sientas mejor… pero hazte esta pregunta: ¿a nombre de quién crees que está registrada esa pistola? ¿Al mío, al hombre de confianza que intenta proteger a su ahijada? ¿O al tuyo, al del asesino que he tenido que detener?

Al deslizar el dedo en torno al gatillo, las manos me tiemblan.

– Y no nos olvidemos de lo que le pasará a tu padre cuando te metan en la cárcel. ¿Crees que podrá arreglárselas solo?

Sólo un disparo… no hace falta más.

– Se acabó, Michael. Ya estoy viendo los periódicos de mañana: «Garrick mata a la hija del Presidente.»

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