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– ¡Todavía no! -le grito.

Demasiado tarde. El taxi se estremece y arranca. El agente que está más cerca de la puerta se para. Yo no me muevo. El agente se gira desde la puerta y mira hacia nosotros. Aguza la vista intensamente pero no ve nada. Todo va bien, me digo para mis adentros. Me parece que desde este ángulo estamos…

– ¡Allí! -grita, señalándonos con el dedo-. ¡Allí está!

– ¡FBI! -chilla el primer agente sacando una placa.

– ¡Vámonos de aquí! -le grito al taxista.

No se mueve.

– ¿A qué espera?

La triste mirada de sus ojos lo dice todo. No arriesgará su medio de vida por una carrera.

– Lo siento, muchacho.

Miro por la ventanilla de atrás. Los dos agentes se acercan. La decisión es simple. No voy a ser un prisionero. Por ahí fuera todavía tengo una oportunidad. Y si me entrego, nunca descubriré la verdad.

Abro la puerta de una patada y salto afuera. Como sé que sólo me quedan unos pocos dólares en la cartera, me arranco los gemelos presidenciales, se los tiro al taxista por la ventanilla y salgo corriendo. Sin saber muy bien adonde ir, me precipito por el camino arriba y rodeo la casa por un lado. Detrás de mí, el taxista hace un giro de cuarenta y cinco grados hacia atrás, justo lo suficiente para bloquear el paso de los agentes.

– ¡Quite esta mierda de aquí! -le chilla uno de los agentes mientras yo paso por el patio trasero. Agarro dos postes de la valla de madera que rodea el patio y salto por encima. Aterrizo en el patio de la casa abandonada y oigo a los del FBI trepar por encima del taxi, sus zapatos resuenan contra la chapa de metal.

– ¡Está en el otro patio! -exclama uno de los agentes.

Sigo corriendo hacia la parte delantera de la casa y me encuentro en la manzana vecina. Cruzo la calle a toda prisa, subo corriendo otro camino de entrada hacia el patio trasero de una tercera casa. En éste, la valla trasera de la finca es demasiado alta para escalarla, pero las de los lados son más bajas. Salto sobre una de ellas al patio de la derecha. Desde allí supero la valla trasera y doy a otra manzana más. Por el rápido vistazo que les di cuando corrían hacia el taxi tengo la impresión de que los dos agentes andan por los cuarenta y pocos años. Yo tengo veintinueve. Eso debería bastar.

– ¡Entrégate, Garrick! -grita uno de ellos a sólo un patio por detrás.

Entonces recuerdo que soy abogado.

Se me va acercando, casa a casa. Lo percibo en cada valla. Su voz suena cada vez más fuerte. Cuando empecé a correr estaba por lo menos a un minuto de mí. Ahora, son menos de treinta segundos. Pero cuando aterrizo en el patio trasero de una casa beige estilo Tudor, alzo la vista justo a tiempo de ver la mejor escapatoria: un enorme autobús metropolitano azul y blanco pasa delante del camino, arrastrando una nube negra de humo de escape. Al pasar, chirrían los frenos. ¡Se para! Esprinto camino abajo. Y efectivamente, al salir a la calle, está esperando en la esquina.

– ¡Espere! -grito con toda la fuerza de mis pulmones.

A bordo, una anciana que lleva una bolsa de compra arrugada desciende los peldaños con dificultad.

Corro a toda velocidad, está casi al alcance de la mano. La señora llega a la acera y dice adiós con la mano al conductor. Mi mano tropieza contra el neumático trasero derecho del autobús al lanzarme sobre la puerta.

– ¡FBI! -grita a mis espaldas el agente-. ¡No lo deje subir!

Estiro la mano… casi estoy… si consigo entrar, ya estaré…

La puerta se cierra de golpe antes de que lo consiga. Se acabó. Lo he perdido. No puedo creer que lo haya perdido. El autobús arranca despacio, lanzándome una nube de humo negro a la cara. Me giro y veo que el agente del FBI está a menos de veinte metros. Estoy demasiado fatigado… no puedo… pero no hay elección. Cruzo la calle corriendo y subo por el camino de la casa más próxima. En pocos segundos estoy en el patio de atrás. Al contrario de los demás, éste está cerrado por una verja negra de hierro forjado. Dos metros de alto, demasiado para trepar. Busco otra salida. El agente ya está en el camino. No hay más salida que hacia arriba. Agarro una mesa de un patio español que hay al lado, la apoyo contra la verja y salto sobre ella. Es el impulso que necesitaba. Desde esta altura, me cojo con las manos a dos de las lanzas de metal negro y me doy impulso hacia arriba. Detrás de mí, el agente se acerca. Maniobro con cuidado sobre las lanzas en forma de flor de lis y noto que se aprietan contra mi muslo. Despacio… despacio…

– ¡Ya te tengo! -exclama el agente. Me agarra por el tobillo mientras me encaramo a esa alta verja. Suelto el pie y le doy una patada directamente en la cara. Cae para atrás y me suelta justo cuando supero la verja, pero al caer al suelo yo pierdo el equilibrio. Aterrizo sobre el tobillo, que se me tuerce bajo el peso. Un espasmo caliente me recorre la pierna izquierda. Me levanto a trompicones, no hago caso del dolor y me voy cojeando. Al otro lado de la verja, el agente ya se ha subido a la mesa.

El tobillo me duele, pero corro. Sigo corriendo.

Él trepa a la verja con un tremendo impulso y pasa una pierna por encima. No está firme, pero todo lo que tiene que hacer es…

– ¡Aaaah! -chilla.

Me vuelvo corriendo. En lo alto de la verja, se ha clavado una de las puntas en el muslo. La sangre le corre lentamente pierna abajo. Me estremezco sólo de verlo.

– ¿Está usted bien? -le grito.

No me contesta; tiene la cara retorcida de dolor.

A lo lejos, oigo al otro agente.

– Lou, ¿estás por ahí? ¡Lou!

Encontrará a su socio muy pronto. Es hora de que yo me largue. Apoyo todo el peso en la pierna buena y me voy cojeando de allí lo más de prisa que puedo. Cinco calles más allá, veo otro autobús. Esta vez logro subir. Cuando las puertas se cierran oigo la sirena de una ambulancia por allí cerca. Lo han hecho rápido. De pie en la delantera del autobús, miro por el parabrisas y contemplo las luces intermitentes que avanzan en nuestra dirección.

– ¿Va a pagar el billete o qué? -me pregunta el conductor, devolviéndome de golpe a la realidad.

– S-sí -digo. La ambulancia se cruza con nosotros a toda velocidad y yo busco mi cartera y meto un dólar en la máquina. Cuando me dirijo a la parte de atrás del autobús, noto el zumbador de mi busca en el bolsillo. Lo saco y reconozco el número inmediatamente. Es el mío. Sea quien sea, está en mi despacho.

El autobús tarda veinte minutos en pararse en el parking trasero de la estación del metropolitano de Bethesda. Desde allí puedo acceder al tren y a todas sus conexiones: centro, salir de la ciudad, cualquiera de las intermedias. Pero primero tengo que encontrar un teléfono. Me meto en el edificio de la estación, esquivo la muchedumbre que se dirige hacia la escalera mecánica absurdamente larga y me dirijo hacia la batería de teléfonos públicos que está a mi derecha. Todavía tengo algunas monedas en el bolsillo, pero después de mi conversación con Pam, no voy a correr riesgos. En vez de marcar directamente mi número, cojo el teléfono y llamo al número 900 que me conectará con la central. En cuanto esté conectado con el sistema telefónico de la Casa Blanca, será mucho más difícil localizar mi llamada.

«Ha llamado usted a la centralita principal -dice una voz mecánica de mujer-. Si desea una extensión de oficinas, marque uno.» Marco el cero.

– Operadora central 34 -contesta alguien en seguida.

– Acabo de recibir un busca de Michael Garrick, ¿puede usted ponerme?

– ¿Puede repetirme el apellido?

Parece completamente sincera. Bien, todavía no lo saben todos.

– Garrick -digo-. De Asesoría Jurídica.

A los pocos segundos suena el teléfono de mi despacho. Quienquiera que esté allí, en el identificador de llamadas sólo verá la palabra «Central».

– Muy astuto -contesta Adenauer-. Llamar a través de la central.

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