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– No sé -dice Trey-. Los chicos de Bartlett llevan tiempo sondeando el tema. Si deciden sacarlo, apuesto a que es porque la gente está caliente.

– Si fuera así, lo habría dicho el propio Bartlett.

– Espera unos cuantos días… esto no es más que un globo sonda. Me parece estar oyendo a los redactores de discursos escribiendo: «Si Hartson no sabe cuidar de su propia familia, ¿cómo va a ocuparse del país…?»

– Eso es un riesgo muy grande, Dukakis. El rebote de…

– ¿Has visto las cifras? No hay ningún rebote a la vista. Pensábamos que daríamos un salto con el funeral… la ventaja de Hartson ha bajado a diez. Creo que a las mamis de Opinión Pública les encanta esa idea de luchar por las familias.

– No importa. Pondrán la raya ahí. Nunca saldrá de labios de Bartlett.

– ¿Apuestas algo? -pregunta Trey.

– ¿Tan seguro estás?

– Más incluso que cuando lo de la imagen de Hartson con gafas de sol y gorra de béisbol a bordo del portaaviones. Aunque no fuera más que un pequeño Top Gun, te dije que la usaríamos para el anuncio.

– Oh, oh, mucho rollo. -Miro el artículo pensando que se ha acabado una vez más. No habrá modo de hacerle decir eso a Bartlett-. ¿Cinco centavos?

– Cinco centavos.

La mayor parte de estos dos años ha sido el juego más divertido. Aquí a todo el mundo le encanta ganar. Yo incluido.

– Y nada de números -añado-. Nada de echarse atrás a la hora de acusar a Bartlett de ir a por una hija virgen e inocente.

– Oh, nosotros iremos a por él -promete Trey-. Tendré preparada la declaración de la señora Hartson para que salga a las nueve. -Hace una pausa-. Aunque no servirá de nada.

– Ya veremos.

– Seguro que lo veremos -me replica-. Y ahora, ¿estás preparado para leer?

Acerco el Herald, puesto que siempre pasamos primero el Post. Pero cuando miro el periódico, el artículo sobre Caroline sigue mirándome a la cara. Puedo taparlo todo lo que quiera, que no desaparece.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

– ¿Qué pasa? ¿Retiras la apuesta?

– No, sólo es… este artículo sobre Caroline…

– Oh, venga, Michael, creí que no ibas a…

– Dime la verdad, Trey, ¿crees que esto traerá cola?

No me responde.

Me hundo en mi asiento. Por alguna razón, el Post sigue interesado. Y por lo que yo entiendo, están empezando a enfocar el microscopio.

– Busco a un tal agente Rayford -digo leyendo el nombre en el acuse de recibo a primera hora de la mañana siguiente.

– Yo soy Rayford -contesta, molesto-. ¿Quién es?

Mientras dice esas palabras, me cambio el teléfono de oreja e imagino su nariz ganchuda y sus antebrazos sin vello.

– Hola, agente, soy Michael Garrick… usted me paró la semana pasada por exceso de velocidad…

– Y tal vez por traficar con drogas -añade-. Ya sé quién es usted.

– En realidad -cierro los ojos y pretendo no estar intimidado-, de eso quería hablarle. Me pregunto si habrá tenido usted oportunidad de comprobar el dinero, para que podamos terminar con esto…

– ¿Sabe usted cuánto dinero fotocopiaron antes de la última redada contra la droga? Casi cien mil pavos. A cuatro billetes por página, me llevará varios días comprobar que los números de serie de sus billetes no coinciden con los de los nuestros.

– No pretendía molestarle, pero es que…

– Escuche, cuando hayamos terminado, lo llamaremos. Hasta entonces, déjelo estar. Y mientras tanto, salude al Presidente de mi parte.

– ¿Cómo sabe dónde trabajo?

Se oye un clic al otro lado de la línea y luego todo queda en silencio.

– ¿Eso es todo lo que dijo? -pregunta Pam, sentada delante de mi ordenador.

Miro la mesa mientras jugueteo con el tirador del cajón del medio que se balancea. Lo pongo para arriba, pero sigue cayéndose.

– Tal vez tendrías que contarle al FBI lo del dinero -añade, estudiando mi reacción-. Sólo por estar a salvo.

– No puedo -insisto.

– Por supuesto que puedes.

– Piénsalo un momento, Pam: no es sólo decírselo al FBI… y no sería sólo a ellos, en primer lugar. Además, ya sabes lo que opinan de Hartson. De Hoover a Freeh, tienen odio a cualquier jefe del ejecutivo… la eterna lucha por el poder. Y si Nora anda involucrada… se lo pasarían a la prensa en un abrir y cerrar de ojos. Es lo mismo que hicieron con el expediente médico del Presidente.

– Pero por lo menos tú estarías…

– Yo estaría muerto, eso es lo que estaría. Si empiezo a jugar con el FBI, Simon pondría a todo el mundo detrás de mí. Y en un juego de él dijo/yo dije, pierdo yo. Cuando busquen pruebas, lo único que verán son los billetes de numeración consecutiva. Los primeros treinta mil en la caja fuerte de Caroline y los últimos diez en mi poder. Hasta yo mismo empiezo a pensar que el dinero es mío.

– ¿Así que vas a quedarte ahí sentado, bien calladito, y vas a ser el chico de Simon?

Cojo un papel de la bandeja y lo agito delante de su cara.

– ¿Sabes lo que es esto?

– Un árbol asesinado por la cruel máquina caníbal de muerte que llamamos sociedad moderna.

– Muy bien, Thoreau, en realidad es una solicitud oficial a la Oficina de Ética Gubernamental. Les pedí copias de las declaraciones de bienes de Simon, que hay que presentar todos los años.

– De acuerdo, ya dominas los archivos públicos. Y eso lo único que te da es la lista de sus acciones y algunas cuentas corrientes.

– Claro, pero cuando tenga su expediente, tendremos un sitio completamente nuevo donde buscar. No se sacan cuarenta mil dólares de la nada. O bien liquidó alguna inversión importante, o tiene un asiento deudor en alguna cuenta. Si encuentro ese asiento tendré el camino perfecto para demostrar que el dinero es suyo.

– Déjame que te explique un camino todavía más fácil: haz que Nora corrobore que…

– Ya te he dicho que eso no lo voy a hacer. Ya lo hemos discutido: en el momento en que ella aparezca, salimos en primera página. Mi carrera está muerta; la elección, acabada.

– Eso no es…

– ¿Quieres ser tú Linda Tripp? -le desafío.

No me contesta.

– Eso pensaba. Además, lo que Nora vio sólo cubre la primera noche. En cuanto llegamos a la muerte de Caroline, incluso aunque fuera un infarto, sigo estando solo.

Pam mueve la cabeza a los lados y el teléfono empieza a sonar. Negándome a meterme en lo otro, me decido por el teléfono.

– Aquí Michael.

– Hola, Michael, soy Ellen Sherman. ¿Te cojo en mal momento? ¿Estás hablando con el Presidente o algo así?

– No, señora Sherman, no estoy hablando con el Presidente.

La señora Sherman es la profesora de Sociales de sexto grado de mi pueblo, Arcana, Michigan. También se ocupa del viaje de estudios anual a Washington, y cuando supo lo de mi trabajo añadió una nueva parada en el itinerario: visita privada al Ala Oeste.

– Estoy segura de que sabes por qué te llamo -dice con celo de escuela elemental y voz aguda-. Sólo quería asegurarme de que no te has olvidado de nosotros.

– Yo nunca me olvido de usted, señora Sherman.

– ¿Entonces estamos todos apuntados para fin de mes? ¿Has dado todos los nombres a los de seguridad?

– Ayer lo hice -le miento mientras busco por mi mesa la lista de nombres.

– ¿Y qué pasa con Janie Lewis? ¿Están de acuerdo? Su familia son mormones, ya sabes. De Utah.

– La Casa Blanca está abierta para todas las religiones, señora Sherman. Utah incluido. Si no quiere usted nada más, es que realmente tengo mucha prisa.

– Mientras hayas pasado los nombres…

– Todo está en orden -digo mirando cómo Pam continúa hirviendo-. Y ahora, que pase usted un buen día, señora Sherman. Yo la veré en…

– No intentes librarte de mí por teléfono, jovencito. Puede que seas grande y famoso, pero para mí seguirás siendo Mickey G.

– Sí, señora Sherman. Perdone. -El Medio Oeste no cambia.

– ¿Qué tal está tu padre? ¿Alguna noticia suya?

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