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Me quedo mirando la solicitud de las declaraciones de bienes de Simon.

– Lo normal. No hay mucho que contar.

– Bueno, dale recuerdos de mi parte cuando lo veas -me dice-. Ah, otra cosa más, Michael…

– ¿Sí?

– Aquí estamos muy orgullosos de ti.

Es fácil, pero ese cumplido sigue haciéndome sonreír.

– Gracias, señora Sherman. -Cuelgo el teléfono y me vuelvo hacia la pantalla del ordenador.

– ¿Quién era? -pregunta Pam.

– El pasado -le explico mientras encuentro la lista de la señora Sherman. La primera vez en mi vida que salí de Michigan fue en viaje de estudios. Sólo el viaje en avión ya hizo del mundo un sitio más grande para mí.

– ¿Y no puedes dejarlo para más tar…?

– No -insisto-. Voy a hacerlo ahora.

Hago doble clic en la carpeta SETV, abro un formulario en blanco para solicitar un Sistema para Entradas de Trabajadores y Visitantes. Para que a un visitante se le permita la entrada tanto en el EAOE como en la Casa Blanca, primero tiene que ser autorizado por el sistema. Voy escribiendo uno a uno los nombres, fechas de nacimiento y números de la seguridad social de la señora Sherman y sus alumnos de sexto grado. Cuando termino, añado la fecha, la hora y el lugar de reunión, y hago clic en el botón de Enviar. En mi pantalla aparece una ventana rectangular: «Su solicitud de visita al SETV ha sido remitida al Servicio Secreto de los Estados Unidos para ser procesada.»

– ¿Listo para reanudar la conversación? -pregunta Pam.

Miro el reloj y me doy cuenta de que se me hace tarde. Me levanto de un salto y le replico:

– Cuando vuelva.

– ¿Adonde vas?

– Adenauer quiere verme. -¿Ese tío del FBI? ¿Qué quiere?

– No lo sé -le digo, ya camino de la puerta-. Pero si el FBI descubre lo que está pasando y esto sale a la luz pública, Edgar Simon será la menor de mis preocupaciones.

Entro en el Ala Oeste con el pensamiento ocupado por el viaje escolar de la señora Sherman. Es un regateo mental que confío que me preservará del pánico de pensar en Adenauer y en si es o no un ataque al corazón. El problema estriba en que cuanto más pienso en los escolares, más me angustia no poder estar aquí para dirigir la visita. Me acerco al puesto de guardia del primer control de seguridad, ansioso por encontrar una cara amiga.

– Hola, Phil.

Levanta la vista y me hace un gesto con la cabeza. Nada que decir.

Lo miro al pasar pero sigue sin decirme ni palabra. Es como el guardia a la entrada del aparcamiento. Cuanto más metido está el FBI, más miradas raras cosecho. Trato de no pensar en eso, paso junto a Phil, giro a la derecha bruscamente y me dirijo al pequeño tramo de escaleras. Otro giro brusco a la derecha y me encuentro ante la Sala de Situación, donde controlan la situación del mundo.

La Sala de Situación es la guarida habitual de los jefazos del Consejo Nacional de Seguridad, el lugar más protegido de todo el complejo de la Casa Blanca. Los rumores sostienen que cuando pasas por la puerta, te baña una fina banda de luz de un láser invisible que escanea tu cuerpo por si llevas armamento químico. Al pasar dentro, no me creo ni una palabra. Somos buenos, pero no tanto.

– Busco a Randall Adenauer -explico a la primera recepcionista que veo.

– ¿Y su nombre es…? -pregunta, mirando su registro de citas.

– Michael Garrick.

Levanta la vista, sorprendida.

– ¡Oh! Señor Garrick… venga por aquí.

El estómago se me viene abajo. Aprieto las mandíbulas para moderar la respiración y sigo a la recepcionista hacia lo que supongo que será uno de los pequeños despachos periféricos. Pero en vez de eso, nos detenemos ante la puerta cerrada de la sala principal de reuniones. Otra mala señal. En vez de citarme en las oficinas del FBI en la quinta planta del EAOE, me ha llevado a la sala con más seguridad del complejo. Aquí es donde el equipo de Kennedy sopesó la crisis de los misiles cubanos, y donde los de Reagan pelearon con sus malas artes para ver quién dirigiría el país cuando el atentado contra el Presidente. Si Adenauer se instala aquí, es que tiene algo serio que ocultar.

El clic de un cerrojo magnético me permite el acceso a la sala. Abro la puerta y entro. A la vista, es una sala de reuniones normal: una larga mesa de caoba, sillones de cuero, unos pocos vasos de agua. Desde un punto de vista tecnológico, es mucho más. Se rumorea que las paredes de esta sala tienen de todo, desde satélites espía infrarrojos a sistemas de vigilancia electromagnética que miden las radiaciones del teléfono, red, series o cables eléctricos. Pase lo que pase, no habrá ningún testigo.

Cuando la puerta se cierra detrás de mí, noto que un ligero zumbido flota por la habitación. Es como si estuviera sentado junto a una fotocopiadora, pero en realidad se trata de un generador de ruido blanco. Si llevase una cinta grabadora o un micrófono, ese ruido los ahogaría. No quiere correr ningún riesgo.

– Gracias por venir -dice Adenauer.

Tiene un aspecto distinto de la última vez que lo vi. Su pelo arenoso, la mandíbula ligeramente descentrada, ambas cosas parecen más suaves sin el cuerpo de Caroline como fondo. Igual que esa vez, lleva el botón de arriba de la camisa desabrochado. La corbata, ligeramente suelta. Nada que intimide. Tiene delante de él una carpeta roja, pero está sentado al otro lado de la mesa con la palma de la mano derecha completamente abierta. Una evidente oferta de ayuda.

– ¿Hay algo que le moleste, Michael?

– Estaba preguntándome por qué me recibe aquí. Podía haberme hecho subir a su despacho.

– Hay alguien allí ahora, y si lo hubiera hecho bajar a la oficina grande, lo hubiera visto hasta el último periodista de los que hacen guardia en el edificio. Por lo menos aquí lo tengo a usted a salvo.

Buen punto.

– No estoy aquí para acusarlo, Michael. Yo no creo en los chivos expiatorios -me explica con su dulce acento de Virginia.

Al contrario que la otra vez, no intenta tocarme en el hombro, lo que es una de las razones por las que considero que es serio de verdad. Al hablar, tiene un difuso tono profesional en la voz. Hace juego con su traje de tweed y me recuerda a un viejo profesor de inglés de instituto. No, no exactamente un profesor. Un amigo.

– ¿Por qué no se sienta? -pregunta Adenauer. Señala la silla en la esquina de la mesa y sigo su invitación-. No se preocupe -me dice-. Será rápido.

No hay duda de que se lo toma con tranquilidad. Una vez que estoy sentado, abre la carpeta roja. Manos a la obra.

– Bien, Michael, ¿sigue manteniendo que usted lo único que hizo fue encontrar el cuerpo?

Mi cabeza se levanta de golpe antes incluso de que termine la pregunta.

– ¿Qué está usted…?

– No es más que una formalidad -me promete-. No tiene que ponerse nervioso.

Sonrío forzadamente y acepto su palabra. Pero en sus ojos… ese modo en que se entrecierran… lo veo un poco demasiado divertido.

– Yo solamente la encontré -insisto.

– Fantástico -replica sin cambiar de expresión. El zumbido del ruido blanco a mi alrededor se está haciendo irritante-. Ahora, cuénteme lo que sabe de Patrick Vaughn -dice, fiándose nuevamente de los viejos trucos de interrogatorio. Más que preguntar si yo conozco a Vaughn, va directo a la cuestión. Pero yo estoy en guardia. P. Vaughn. Nombre de pila: Patrick. El individuo que pasó la nota por debajo de mi puerta. Con esperanza de averiguar algo más, le digo la verdad a Adenauer.

– No conozco a ese individuo.

– Patrick Vaughn -repite.

– Ya lo he oído la primera vez. No tengo ni idea de quién es.

– Vamos, Michael, no se comporte así, usted es más inteligente.

No me gusta como suena eso -no es un truco-, hay auténtica preocupación en su voz. Lo que significa que tiene alguna buena razón para creer que yo tendría que conocer a ese tal Vaughn. Es hora de lanzar el cebo.

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