– Intento recordarlo, se lo juro. Ayúdeme un poco. ¿Cómo es físicamente?
Adenauer busca en la carpeta y saca una foto policial en blanco y negro. Vaughn es un tipo bajito con un bigotito fino de gángster de película de televisión y el pelo grasiento aplastado hacia atrás. La tarjeta de identificación que sujeta delante del pecho lleva un número de la policía y su fecha de nacimiento. La última línea de la tarjeta dice «Wayne County», lo que me indica que ha pasado algún tiempo en Detroit.
– ¿Le suena ahora? -pregunta Adenauer.
Pienso en la descripción que hizo mi vecino del individuo con cadenas de oro.
– Le he hecho una pregunta, Michael.
Mi cerebro sigue encallado en la nota al pie de mi puerta. Si el tipo de las cadenas… si ése era Vaughn, ¿por qué va haciéndole preguntas al vecino? ¿Intenta ayudar? ¿O intenta enredarme?
Mientras no sepa la respuesta, no correré el riesgo.
– Se lo estoy diciendo, no tengo ni idea de quién es. No lo he visto en mi vida -es una respuesta de abogado, pero sigue siendo la verdad. Contemplo la foto y encajo otro diálogo-. ¿Por qué lo detuvieron?
Adenauer no mueve ni un músculo.
– No quieras tocarme los huevos, muchacho.
– Yo no… no sé qué quiere que le diga. ¿Qué hizo?
Chasquea el cuero cuando se inclina hacia adelante en el sillón. Se prepara para saltar.
– Adivínelo así, a pelo… Al fin y al cabo, usted fue el primero en llegar.
Oh, Dios mío.
– ¿Es un asesino? ¿Creen que éste es el tipo que mató a Caroline?
Me arrebata la foto de las manos.
– Le he dado una oportunidad, Michael.
– ¿Cómo? ¿Usted cree que lo conozco?
– No voy a contestarle a esa pregunta.
Empiezo a sudar. Hay algo que no me dice. ¿Será éste el tío que contrató Simon? Tal vez Simon lo esté usando para señalarme con el dedo. El ruido blanco hace más difícil pensar.
– ¿Alguien le contó a usted algo?
– Olvídelo, Michael. Vámonos.
– No quiero irme. Dígame qué le hace pensar que lo conozco. ¿Mi padre? ¿Tiene que ver con él? ¿Es porque es de Detroit? ¿Porque los dos somos de Michi…?
– ¿Y si le digo que lo han trincado dos veces en el distrito de Columbia por vender drogas? -me interrumpe Adenauer-. ¿Eso le suena de algo?
No me gusta adonde se encamina esto.
– ¿Tendría que sonarme?
– Dígamelo usted. Dos veces detenido por drogas aquí y un juicio por asesinato hace dos años en Michigan. ¿Le suena a alguien que conozca?
Centrado en las drogas, intento no pensar en la respuesta.
– Por cierto -dice Adenauer con una sonrisa-. ¿Vio ese artículo sobre Nora en el Herald de esta mañana? ¿Qué le parece eso de que la llamen «la Primera Pasota»?
– ¿Perdón? -digo, intentando conservar la calma.
– Hombre, ya sabe, pensé que como ustedes dos salen juntos y eso… ¿Es duro tener que compartirla siempre con el resto del mundo?
Estoy tentado de decir algo, pero decido esperar.
– Quiero decir, salir con la Primera Hija… eso debe de dar algunas historias interesantes que contar.
Se cruza de brazos esperando mi reacción. Pero no consigue más que cargar la sala de una atmósfera irrespirable. Una cosa es salir con ella, y otra permitirle que mezcle a ese Vaughn en los rumores sobre Nora y las drogas. Por lo que yo sé, no es más que un farol basado en el artículo del Rolling Stone. O, simplemente, su vendetta pendiente contra Hartson.
– ¿Entonces cuánto tiempo llevan juntos? -añade finalmente.
– No estamos juntos -gruño-. Sólo somos amigos.
– ¡Oh! Estaba equivocado.
– ¿Y qué tiene eso que ver con lo demás, de todos modos?
– Nada… nada de nada -dice Adenauer-. No hago más que comentar algunos acontecimientos recientes con un empleado de la Casa Blanca. Esto ni siquiera lo tengo en la agenda como interrogatorio. -Me observa con atención, guarda la foto de Vaughn y cierra la carpeta-. Ahora volvamos a su historia. ¿Se había peleado con Caroline antes de encontrar el cuerpo?
– Sí, porque ella… -Me corto en seco. Hijo de puta. Nunca le había dicho a Adenauer que Caroline y yo nos hubiéramos peleado. Me está batiendo en toda regla.
Sin embargo, como buen virginiano, no hace exhibición.
– Lo que le dije lo dije en serio: no estoy aquí para acusarlo -explica-. Alguien los oyó gritar desde el pasillo. Sólo quisiera saber de qué iba todo. -Y antes de que pueda responderle, añade-: Esta vez, la verdad, Michael.
No hay rodeos. Tengo los ojos fijos en la carpeta roja de Adenauer. Como antes, no toma notas, se limita a leer los bocadillos. Con la esperanza de ahogar el ruido blanco con una profunda inspiración, le hablo de mi padre, de sus antecedentes penales, y del conflicto con sus beneficios médicos.
Adenauer escucha sin interrumpir.
– Yo no creía hacer nada ilegal, pero Caroline pensaba que tendría que haberme declarado incompatible. Lo veía como un conflicto de intereses.
Adenauer me escudriña buscando alguna incoherencia en la historia.
– ¿Y eso es todo lo que pasó? ¿Como ella no quería escucharlo, usted se marchó y volvió a su despacho?
– Eso es. Y cuando volví, estaba muerta.
– ¿Cuánto tiempo estuvo fuera?
– Diez minutos, quince como mucho.
– ¿Alguna parada en el camino?
Niego con la cabeza.
– ¿Está seguro? -pregunta con tono de sospecha. Otra vez tengo la sensación de que sabe algo.
– Eso es todo lo que pasó -insisto.
Me lanza una mirada larga para darme todas las oportunidades posibles de cambiar de historia. Como no lo hago, recoge la carpeta y se levanta del asiento.
– Le juro que no le miento… es la verdad…
– Michael, ¿Caroline le estaba haciendo chantaje?
– ¿Qué? -pregunto, esforzándome por reír-. ¿Eso es lo que usted piensa?
– A usted no le importa lo que yo piense -dice-. Ahora, acláreme esto otro. Ésa no fue la primera vez que ella sacó su expediente, ¿verdad?
Me quedo helado.
– No sé de qué me habla.
– ¡Está aquí! -exclama, señalando la carpeta. La abre y me muestra la lista de peticiones grapada a la cubierta por dentro.
Hay dos firmas en la columna de Salidas, y veo que Caroline sacó la mía dos veces: la semana pasada y seis meses después de empezar a trabajar.
– ¿Le importaría decirme a qué obedece la primera?
– No tengo ni idea.
– Cuantas más mentiras diga, más le dolerá.
– Ya se lo he dicho, no tengo ni idea.
– ¿Realmente espera que me lo crea?
– Crea usted lo que quiera… yo le estoy diciendo la verdad. Es decir, si la maté yo, ¿por qué no me llevé mi expediente? ¿O por lo menos el dinero?
– Escuche, hijo, una vez tuve un sospechoso que se clavó un cuchillo de cocina en los pulmones, dos veces, sólo por alejar las sospechas de él. Cuando llega la hora de encubrirse, no hay límites.
– ¡Yo no estoy encubriéndome de nada! -exclamo-. ¡Tuvo un ataque al corazón! ¿Por qué no puede aceptarlo tal cual?
– Porque murió con treinta mil dólares en la caja fuerte. Y lo más importante, porque no fue un ataque al corazón.
– ¿Perdón?
– He visto la autopsia con mis propios ojos. Fue un derrame.
Aprieto la mandíbula y pongo la cara más valiente que puedo.
– Eso no significa que fuera asesinada.
– Pero sí significa que no fue un infarto -indica Adenauer, estudiando mi reacción-. No se preocupe, Michael: cuando llegue el informe de Toxicología ya sabremos qué se lo produjo. No es más que cuestión de tiempo.
Así que esto es lo que se guardaba en la manga; esperaba a ver lo que yo soltaba. No está seguro de que sea un asesinato, pero tampoco de que no lo sea.
– ¿Y qué pasa con la prensa? -pregunto.
– Eso depende de usted. Por supuesto, no dejaré que obstaculicen esta investigación… especialmente si consideramos lo cerca que andamos. -Me lanza otra de sus miradas de preocupación-. ¿No están de acuerdo usted y su novia?
Lo miro, pero el ruido blanco me tiene perdido. La cabeza me late. Si los informes vienen con malas noticias, y eso se sabe… Todo este tiempo estaba preocupado por que pudieran intentar colgarme el asesinato… pero esa manera de provocarme con Nora… y de relacionarla con Vaughn… No puedo dejar de pensar que ha puesto la vista en algo más grande.