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– ¿Es a causa de la investigación? -pregunto finalmente.

Finge que el tema le preocupa, pero ya ha marcado su punto: sigue jodiéndome y te destrozaré esa tu miserable vida entera. Trozo a trozo. Lo más lamentable es que puede hacerlo.

– Mira, Michael, en estos momentos tienes mucha presión, y el asunto de las grabaciones itinerantes no hará más que incrementarla. Estoy realmente preocupado por ti, créeme. Y opino que lo mejor para ti es que te lo tomes con calma hasta que todo acabe.

– Puedo manejármelas bien.

– Seguro que sí -dice con un regocijo evidente al verme irritado-. Y además, hay este otro tema que acaba de surgir. Se refiere a una mujer que fue inseminada artificialmente por…

– Lo he visto. El caso del esperma.

– Eso es -dice con una sonrisa negra como el carbón-. Que Judy te prepare el papeleo… No te llevará mucho tiempo. Y con el nuevo enfoque de Bartlett sobre la familia, puede que eso acabe convirtiéndose en algo gordo.

Ahora está jugando conmigo. Lo veo en el brillo de sus ojos: está disfrutando de cada instante.

– Me pondré con ello inmediatamente -digo, simulando entusiasmo. No estoy dispuesto a darle el punto.

– ¿Seguro que todo va bien? -pregunta, tocándome otra vez en el hombro.

– Nunca he estado mejor -le digo, sonriendo y mirándolo directamente a los ojos.

Camino de la puerta, me concentro en la cita del lunes con Vaughn y me pregunto si todo esto no será mucho más que un simple caso de un pez gordo en un bar gay. Sea lo que sea lo que esté ocultando, Simon va subiendo poco a poco el envite. Y de aquí en adelante, hará lo que sea por detener la hemorragia.

De vuelta al despacho, todavía tengo en los ojos aquella sonrisa amenazadora en la cara de Simon. Si en algún momento lo vi como víctima, hace mucho que no. De hecho, eso es lo que más me asusta, porque aun cuando lo estuvieran chantajeando, encuentra demasiado placer en lo que ha hecho. Lo que me hace pensar que habrá más.

Tengo que admitir, sin embargo, que tiene razón en una cosa: desde que se inició esta crisis, mi trabajo ha ido para atrás. Mi registro telefónico está lleno de llamadas sin devolver. Hace una semana que no leo el correo electrónico y mi mesa, con sus montañas de papeles, se ha convertido oficialmente en una bandeja de entradas.

Sin ánimo de despejarlo y todavía menos de hablar, voy directo al e-mail. Repaso la lista interminable de mensajes y veo uno de mi padre. Casi había olvidado que le concedieron acceso limitado a un terminal. Abro el mensaje y leo la nota: «¿Cuándo vienes de visita?» En esto se ha marcado un punto: hace más de un mes. Cada vez que voy, me marcho deprimido y con sentimiento de culpa. Pero sigue siendo mi padre. Le contesto con otro mensaje rápido: «Procuraré ir este fin de semana.»

Después de borrar más de treinta versiones diferentes de la agenda presidencial por horas, semanas y meses, descubro un mensaje de hace dos días de alguien con una dirección del Washington Post. Doy por hecho que tiene que ver con el censo o con alguno de mis otros temas. Pero cuando lo abro, dice: «Señor Garrick: si tiene un poco de tiempo, me interesaría hablar con usted sobre Caroline Penzler. Naturalmente, puede ser de modo confidencial. Si puede usted hacerlo, hágamelo saber, por favor.» Lo firma: «Inez Cotigliano, redactora, Washington Post.»

Me quedo atónito y me cuesta bastante recuperar el aliento. Teniendo en cuenta la relación de Caroline con nuestra oficina y todos los que estamos en ella, no es chocante que alguien quiera empezar la investigación por mí. Pero no se trata de la página web de algún maníaco de las conspiraciones. Se trata del Washington Post.

Intento que mis manos dejen de temblar y voy hacia terreno más tranquilo. La experta en todo lo de Caroline es Pam. Me lanzo a la puerta y la abro. Pero me quedo sorprendido al ver que Pam está en la antesala, sentada en la mesa que hay justo junto a mi puerta y que suele estar desocupada. Esa mesa es el hogar de nuestra cafetera y de varias pilas de revistas viejas, y nunca ha tenido inquilino, que yo recuerde.

– ¿Pero qué estás…?

– No preguntes -dice Pam, colgando el teléfono de golpe-. Estaba en mitad de una llamada de la oficina del vicepresidente y de repente se cortó la comunicación. Sin razón ni explicación. Y ahora me dicen que tienen agobio de reparaciones, así que tengo que estar aquí fuera hasta mañana. Y encima de esto, no entiendo ni la mitad de este asunto nuevo. Tendrían que haber cogido a otra persona, no hay manera de que yo sea capaz de sacarlo.

Delante de ella, el pequeño escritorio está cubierto de carpetas rojas y blocs de notas. Pam no se gira hacia mí, pero no necesito ver las profundas ojeras de sus ojos para decir que está cansada y agobiada. Hasta su pelo rubio, que siempre está extraordinariamente limpio, le forma mechones y tiene aspecto pringoso. Caroline ha dejado una faena dura. Y como dijo Trey, los zapatos nuevos hacen daño.

– ¿Sabes qué es lo peor de todo? -pregunta sin esperar respuesta-. Que todos estos nominados son absolutamente iguales. Da igual que quieran ser embajadores, subsecretarios o miembros del puto Gabinete: nueve de cada diez engañan a sus esposas o se someten a terapia. Y déjame decirte algo: no hay ni uno, repito, no hay ni una sola persona en todo este gobierno que pague sus impuestos. «Uy, me olvidé del ama de llaves. Le juro que no me di cuenta.» ¡Pero si va usted a dirigir la Agencia Tributaria, por Dios!

Rabiosa, Pam se da la vuelta por fin y me mira.

– Y ahora, ¿qué quieres tú? -pregunta.

– Bueno, yo…

– La verdad, ahora que lo pienso, ¿no puedes esperar hasta más tarde? Quisiera terminar con esto.

– Claro -digo, contemplando su mesa atestada. Junto a la pila de carpetas rojas veo una de color marrón claro que pone: «LLI – Caroline Penzler.» Al reconocer las siglas de la Ley de Libertad de Información, le pregunto:

– ¿De quién es esa solicitud de la LLI?

– Una periodista del Post, Inez no sé cuántos.

– Cotigliano.

– Exacto -dice Pam.

Palidezco. Cojo la carpeta y hojeo sus varias páginas.

– ¿Cuándo te dieron esto?

– Pues… creo que fue ayer…

– ¿Por qué no me lo dijiste? -grito. Antes de que pueda contestar, veo el encabezamiento de la nota interna:

Para: Todo el personal jurídico

De: Edgar V. Simon, consejero del Presidente

Con la prensa mostrando tanto interés inmediato, seguro Incapaz de hablar, meto la mano en mi buzón vacío preguntándome dónde fue a parar mi copia de esa nota. Después miro a Pam.

– Lo siento -dice Pam-. Creí que lo sabías.

– Es evidente que no. -Arrojo la nota sobre la mesa y me voy hacia la puerta.

– ¿Adonde vas?

– Afuera -replico al salir de la oficina-. Acabo de acordarme de que tengo que hacer una cosa.

– Dale un respiro -dice Nora por la otra línea-. Creo que está desbordada de trabajo.

– Seguro que sí, pero tenía que saber lo importante que es para mí.

– ¿Y entonces se supone que tiene que leerte todo su correo? Venga, Michael, cuando recibió la nota seguro que pensó que tú también la tenías.

Reacciona exactamente igual que Trey, pero para ser sincero, esperaba una opinión diferente.

– No lo entiendes -añado-. No es sólo que no me lo dijera. Es que… desde que empezó a trepar escaleras arriba, es como si fuera una persona distinta.

– Suena como si tuviéramos en marcha un caso de celos benignos.

– No son celos.

Estoy en la cabina telefónica situada enfrente del EAOE, y me descubro escudriñando las hordas de peatones e intentando recordar la foto que vi de Vaughn.

– Escucha, cielito, empiezas a sonarme patético. Quiero decir, ¿no estarás tan paranoico que me llamas de un teléfono público? Venga, respira hondo, cómprate un chupa-chups, haz algo. Lo mismo que con la periodista del Post. Montañas y granos de arena, muchacho.

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