Doy un respingo ante esa puñalada verbal.
– ¿Crees que eso pegará?
– ¿Lo preguntas en serio? Una cita como ésa… lamento decírtelo, Michael, pero habla como un ganador. Quiero decir que se le nota el cambio de registro. Y salvo que el país se ponga a sisear a coro, aparecerá en la base de los discursos del próximo ciclo de noticias. A los votantes no les gustan los malos padres. Y gracias a tu novia, Bartlett acaba de encontrar una frase nuevecita de ovación segura.
Busco instintivamente el Times. Lo primero que veo en cuanto lo despliego sobre la mesa es la imagen de portada: una bonita instantánea de Hartson y la Primera Dama hablando a un grupo de líderes religiosos en el Jardín de Rosas. Pero en la esquina derecha de la foto, al fondo, acechando en la última fila de la masa, hay una persona que no sonríe: el agente Adenauer.
Empiezo a sudar al instante. ¿Qué demonios hace ahí?
– Michael, ¿estás ahí? -grita Trey.
– Sí -digo, volviendo al teléfono-. Es que… sí.
– ¿Qué te pasa? Parece que te hubieras muerto.
– Nada -le respondo-. Ya hablaré contigo después.
En cuarenta y cinco minutos estoy duchado, afeitado, y con dos periódicos vistos. Pero al salir del apartamento sigo sin poder dejar de pensar en la foto de Adenauer. No hay ni una sola buena razón para que un detective del FBI esté tan cerca de Hartson, y ese estrés me ha hecho llegar más de quince minutos tarde al trabajo. No tengo tiempo para estas cosas, decido. No más distracciones. Cuando voy hacia el metro, veo a un vagabundo que lleva una rasqueta de limpiar parabrisas. En cuanto nuestras miradas se cruzan, comprendo que estoy a punto de recibir otra patada en la lista de deseos.
– Buenas, buenas, buenas… -dice, levantando la rasqueta.
Lleva unos pantalones militares de camuflaje verdes y la barba negra más piojosa que he visto en mi vida. Del bolsillo le cuelga un viejo pulverizador de limpiacristales Windex relleno de una agua gris lechosa. Al llegar más cerca, veo que también lleva una camiseta muy gastada de la Facultad de Derecho de Harvard. Sólo en el D. C.
– ¿Dónde está tu Porsche? ¿Dónde está tu Porsche? ¿Dónde está tu Porsche? -canta poniéndose a mi paso.
He visto antes a este tío. Me parece que estaba en Dupont Circle.
– Lo siento, pero no traigo coche -le digo-. Sólo el metro y yo.
– No, no, no. Tú no, tú no. Zapatos de moda siempre cogen coche.
– Hoy, no. La verdad es…
– ¿Dónde está tu Porsche? ¿Dónde…?
– Le he dicho que…
– ¿… está tu coche? ¿Dónde está tu coche?
Es evidente que no escucha. Sigue a mi lado más de una manzana y media sin dejar de pasar su limpiador por mi parabrisas imaginario. Para quitármelo de encima meto la mano en el bolsillo y saco un billete de dólar.
– Aah, aquí está -dice el señor Limpiador-. El señor Porsche.
Le alargo el dólar y por fin baja la rasqueta.
– Aquí está el cambio, señor -dice, sacándose algo del bolsillo-. Vaughn dice que tienen que hablar -me susurra-. Podemos probar el Museo del Holocausto. El lunes a la una. Y no lleve al negrito de la cabina de teléfonos.
– ¿Perdón?
Sonríe y me mete algo en la mano. Un papelito doblado.
– ¿Qué es esto?
No me responde. Ya se ha alejado. Lo veo detrás de mí, acercándose a un hombre calvo con traje de rayitas.
– ¿Dónde está tu Porsche? -le pregunta, alzando el limpiador.
Vuelvo mi atención al papelito y lo abro. Está en blanco. Apenas un momento de distracción. Miro atrás en busca del hombre del limpiador. Demasiado tarde. Ha desaparecido.
Tiro el maletín sobre la mesa y miro la pantalla digital del teléfono de mi despacho. Hay cuatro mensajes nuevos esperando. Aprieto la tecla del registro de llamadas para ver de quién son, pero todas vienen del exterior. Quienquiera que sea, está desesperado por encontrarme. Suena el teléfono y doy un brinco, sobresaltado. El identificador dice: «Llamada exterior.» Me lanzo sobre el auricular tan de prisa como puedo.
– ¿Diga?
– ¿Michael? -susurra una suave voz femenina.
– ¿Nora? ¿Eres…?
– ¿Has visto la frase de Bartlett? -me interrumpe.
No respondo.
– ¿La has visto, verdad? -repite. Le tiembla la voz, conozco ese tono. Se lo oí aquel día en la bolera. Está preocupada por su padre-. ¿Qué ha dicho Trey? -me pregunta.
– ¿Trey? ¿Qué importa lo que diga Trey? ¿Cómo estás tú?
– No comprendo -dice tras una pausa; suena confusa.
– ¿Cómo te va? ¿Estás bien? Quiero decir, no quiero ofender a tu padre, pero es a ti a quien le dan el palo.
Hay otra pausa. Ésta, un poco más larga.
– Estoy bien… muy bien -hay un cambio en su voz-. ¿Cómo estás tú? -pregunta, sonando casi feliz.
– Por mí no te preocupes. Bueno, ¿qué decías de esa frase de Bartlett?
– Nada… nada… no es más que el par del campo.
– Creí que querías hablar de…
– No. Ya no -dice con una risa-. Oye, la verdad es que tengo prisa.
– ¿Entonces hablaremos después?
– Sí -arrulla-. Seguro.
Cuando cuelgo el teléfono a Nora, ya llego tarde a la reunión semanal de Simon. Salgo corriendo del despacho, directo al Ala Oeste.
– Qué hay, Phil -digo al pasar corriendo ante la mesa de mi guardia del Servicio Secreto favorito.
Se levanta de un salto de su silla y me coge por el brazo.
– ¿Qué pasa…?
– Tengo que ver su tarjeta de identidad -dice con frialdad.
– ¿Me tomas el pelo? Si soy…
– Ahora mismo, Michael.
Me suelto y permanezco tranquilo. Al coger la tarjeta colgada al cuello, me doy cuenta de que la he metido en el bolsillo delantero de la camisa. Pero eso no tendría que importar. Nunca me había parado antes. La mira rápidamente y me deja pasar.
– Gracias -dice.
– No hay problema.
Simplemente, es precavido, me digo. Al acercarme al ascensor pienso que va a corregirse y abrirme la puerta de la cabina. Lo miro pero no se mueve. Hago como que no me entero y aprieto yo mismo el botón del ascensor. Empieza a correrse la voz. Hoy será un día de mierda.
Me cuelo en la oficina de Simon, ya atestada, y desde atrás veo que todo el mundo está en su sitio habitual: Simon en la cabecera de la mesa, Lamb en su lado favorito, Julian tan cerca de la cabecera como puede, y Pam… quietos un momento. Pam está sentada en el canapé. Cuando nuestros ojos se encuentran, espero que se encoja de hombros o haga un guiño, algún gesto que reconozca el ridículo de los cambios de poder. Pero no lo hace. Sigue sentada igual. Por lo menos hay alguien en el mundo que va hacia arriba.
Por cómo suenan las cosas, todavía estamos en la vuelta a la sala. Turno de Julian.
– …y siguen sin moverse un pelo en lo de indemnización por daños. Ya saben lo tozudos que son los de Terrill: metidos hasta el cuello en su propia mierda y, aun así, se niegan a decir que huele. Yo digo que se lo demos a la prensa y les filtremos el contenido del acuerdo. Mejor o peor, por lo menos eso obligará a tomar una decisión.
– Tengo una reunión con Terrill programada para esta tarde. Veremos qué sacamos entonces -sugiere Simon-. Ahora cuéntame qué han dicho en Justicia de lo de las grabaciones móviles.
– En eso siguen duros, quieren ser los héroes del programa contra el crimen de Hartson -mientras continúa con su exposición, Julian mira hacia mi lado con una sonrisilla burlona de lo más sutil. Gallito cabrón. Ese tema es mío.
– Usted me asignó ese proyecto a mí -le digo a Simon después de la reunión-. Llevo semanas trabajando en él y usted…
– Comprendo que estés enfadado -me interrumpe Simon.
– Por supuesto que estoy enfadado. Me lo ha arrebatado y se lo ha dado justo al vampiro jefe. Usted sabe que Julian acabará con él.
Simon alarga el brazo y deposita una mano blanda sobre mi hombro.
Es su modo pasivo-agresivo de tranquilizarme. Pero todo lo que consigue es que me apetezca meterle un ladrillo por los dientes.