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– ¿Que yo la maté?

– Ésa es una salida de tonto, Michael. Lo fue entonces y lo es ahora. Nunca conseguirás que te salga bien dos veces.

– ¿Cómo dos veces? -No sé de qué me habla, pero está claro que tiene su propia versión de la realidad. Es hora de soltar la mierda-. Yo no soy ningún hipócrita, Edgar. Lo vi aquella noche en el Pendulum. Estaba allí.

– Hay una buena explic…

– Dele todas las vueltas que quiera, no por eso dejaría de estar pagando el chantaje. Cuarenta mil para que el armario esté bien cerrado. -Me lanza una mirada-. ¿Lo sabe su mujer? ¿Le ha…?

– ¿Has traído un micrófono? -me interrumpe-. ¿Por eso estás aquí?

Antes de que pueda reaccionar lanza el brazo hacia adelante y me golpea en el pecho con la mano abierta.

– ¡No me toque! -grito, apartándolo.

Al comprobar que no llevo nada en la camisa, vuelve a reclinarse en el asiento. Yo muevo la cabeza diciendo que no al hombre que antes era mi jefe.

– Ni siquiera se lo ha dicho todavía, ¿verdad? Anda jugando por ahí y ella todavía no lo sabe. ¿Y sus hijos? ¿También les miente? -Al darme cuenta de que he captado su atención, señalo hacia su casa con el hombro-. Ellos son los que lo pagarán, Edgar.

Vuelve a pasarse la mano por el pelo. Por primera vez desde que lo conozco, la sal y la pimienta del cabello no vuelven a su sitio.

– Tengo que decírtelo, Michael, no creí que fueras así. -Por el modo en que su voz se demora en cada palabra, deduzco que está conmocionado. Puede que hasta aterrado. Pero no es eso. Sólo está decepcionado.

– Todo este tiempo pensaba que Caroline era la que no tenía principios. Ahora ya sé más.

– Yo no…

– Cuéntaselo a quien quieras -dice, mirando hacia afuera por el parabrisas-. Díselo a los periódicos. Díselo al mundo entero. No me avergüenzo.

– Entonces…

– ¿Por qué pagué ese dinero? -mira por detrás de mí hacia su elegante casa-. ¿Cómo crees tú que reaccionarán los otros niños del colegio cuando el presentador de las noticias diga que al papá de Cathy le gusta acostarse con otros hombres? ¿Y los chicos de noveno? ¿Y el que está a punto de ir a la universidad? Nunca fue por mí, Michael. Yo sé quién soy. Era por ellos.

Al oír sus palabras angustiadas, me fijo con qué fuerza se aferra al volante.

– ¿Entonces por eso le dijo a Caroline que el dinero lo tenía yo?

– ¿De qué me estás hablando?

– A la mañana siguiente. Después de la reunión. Le dijo a ella que los cuarenta mil dólares eran míos, que yo había hecho la entrega.

Suelta el volante y me mira, completamente confuso.

– Creo que lo entendiste al revés. Lo único que le dije fue que quería ver tu expediente. Pensé que si eras tú el chantajista…

– ¿Yo?

– ¡Demonios, Michael, deja de mentirme a la cara! Tú recogiste el dinero, tú eres cómplice. Y sé que por eso la mataste.

Dice algo más, pero no lo estoy escuchando.

– ¿Usted no le dijo en ningún momento que el dinero era mío? -pregunto.

– ¿Por qué iba a hacer eso? Si Caroline estaba metida, como yo siempre pensé, y si supo que yo lo había descubierto, me hubiera sacado las tripas para que me estuviera callado.

Noto que me pongo lívido. Es increíble… todo este tiempo… ella lo montó todo para tenerme callado y señalar con el dedo a Simon. Cuando lo piensas, es perfecto: nos estaba enfrentando al uno contra el otro. En busca de tierra firme, me agarro al asidero de la puerta. Lentamente, dolorosamente, me vuelvo hacia Simon. Y por primera vez desde que lo seguimos al salir del bar, empiezo a considerar la idea de que pudiera ser inocente.

– ¿Te encuentras mal? -pregunta al ver mi expresión.

Esto no tiene ningún sentido.

– Yo no lo hice… nunca he matado a nadie… Vaughn… y Trey… hasta Nora dijo…

– ¿Le has hablado de esto a Nora?

A nuestra espalda, por la calle, una luz brillante taladra la oscuridad. Un coche acaba de entrar en la manzana. No, no es un coche. Una furgoneta. Y al acercarse más, descubro la antena de transmisiones que lleva en el techo. Oh, mierda. No es ninguna mamá que va al colegio. Es una camioneta de noticias. Se acabó el tiempo. Abro la puerta pero Simon me coge por el brazo.

– ¿Nora lo sabe? ¿Se lo contó a Hartson?

– ¡Suélteme!

– ¡No hagas esto ahora, Michael! ¡Por favor! ¡Al menos mientras los niños estén en casa!

– No se lo voy a contar a nadie. ¡Sólo quiero largarme de aquí!

Logro liberar el brazo y me muevo para salir del coche. La furgoneta está casi delante de la casa.

– ¡Pregunta a Adenauer! ¡No he hecho nada malo! -exclama Simon.

Estoy a punto de largarme, pero… es difícil de explicar… hay dolor en su voz. Con sólo unos segundos por delante, me vuelvo hacía él para hacerle una última pregunta. Hasta ahora, es la única que he tenido miedo de hacer.

– Dígame la verdad, Edgar. ¿Se ha acostado alguna vez con Nora?

– ¿Qué?

Es todo lo que necesitaba oír.

La puerta de la furgoneta se descorre y se bajan dos personas. Es difícil no percatarse del interior iluminado del coche de Simon.

– ¡Allí! -exclama un periodista mientras el cámara enciende su foco.

– Arranque el coche y largúese de aquí. Y dígale a Adenauer que soy inocente.

– ¿Y qué pasa con…?

Cierro la puerta de un portazo y me lanzo hacia la valla de madera del patio de atrás. Como los reflectores en una fuga carcelaria, un chorro de luz artificial baña el coche de Simon entrando por la ventanilla de atrás y le ilumina el lado derecho de la cara. Pero cuando el foco barre el resto del patio, yo ya no estoy.

– Operador 27 -dice una voz masculina al teléfono.

– Me acaban de mandar un busca -digo al operador de la central-. ¿Puede ponerme con la sala 160 y medio, por favor?

– Necesito que me dé un nombre, señor.

– No está asignada a nadie, es una sala interna.

Me deja en espera mientras verifica. Típico operador de la Casa Blanca. Sin tiempo para…

– Le paso, señor -me anuncia.

Cuando llama el teléfono, me apoyo contra la protección de la cabina de la estación de servicio y doy gracias a Dios por los números 900. Al bajar la vista descubro que el cuero de mis zapatos empieza a cuartearse. Demasiadas vallas. La historia de mi vida. Cuando suena el tercer timbrazo, empiezo a ponerme nervioso. Ya tendrían que haberlo cogido, a no ser que no haya nadie. Echo un vistazo a mi reloj. Son las nueve pasadas. Alguien tiene que necesitar copias. Es el…

– Casa Blanca -responde una voz de hombre joven.

Lo noto en la seriedad del tono. Un interno. Perfecto.

– ¿Con quién hablo? -bramo.

– A-a-andrew Schottenstein.

– Escuche, Andrew, soy Reggie Dwight, de la oficina de la Primera Dama. ¿Sabe dónde está la oficina 144?

– Creo que…

– Bien. Haga el favor de ir allí corriendo y pregunte por Trey Powell. Dígale que necesito hablar con él y llévelo hasta ahí para hablar.

– No comprendo. ¿Por qué…?

– Escúcheme -lo interrumpo-. Faltan unos tres minutos para que la Primera Dama haga su declaración sobre el lío de ese tal Garrick, y el señor Powell es el único que tiene el borrador definitivo. Así que mueva el culo, deje la sala de copias y vaya zumbando para allá. Dígale que soy Reggie Dwight y dígale que necesito hablar con él.

Oigo el portazo de Andrew Shottenloquesea al salir disparado. Como es un interno, es una de las pocas personas que podían caer en esta trampa. Y más importante aún, como presidente del capítulo de Washington del club de fans de Elton John, Trey es una de las pocas personas que reconocerían el verdadero nombre del cantante. Cuento con ambas cosas mientras escudriño los coches que entran en la estación de servicio. «Venga, ya», murmuro frotando el zapato contra el cemento. Está tardando demasiado. Pasa algo. A mi derecha, un coche gris oscuro se para en la gasolinera. Tal vez el chico sospechase y avisara. Observo el coche y cuelgo lentamente el teléfono. Se abre la puerta y se baja una mujer. La sonrisa de su cara y la hechura estrecha de su vestido me dicen que no es del FBI. Vuelvo a llevarme el teléfono a la oreja y oigo cerrarse una puerta.

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