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– Tú lo has dicho, no yo.

– ¡Michael! -Me coge las dos manos-. ¿Cómo has podido pensar que…? ¡Yo jamás…! -Esta vez es ella la que no suelta-. Te juro que no lo he tocado en mi vida… ni he querido tocarlo -se le quiebra la voz-, en mi vida. -Me suelta las manos y se gira-. Dios santo -dice luego-. ¿Cómo puede habérsete metido eso en la cabeza?

– Me parecía que tenía sentido -digo. Se para en seco. Todo el cuerpo se le cierra. Aunque me está dando la espalda, puedo ver que eso le ha dolido. Yo no pretendía…

– ¿Eso es lo que piensas de mí? -susurra.

– Nora…

– ¿Eso es lo que piensas? -repite temblándole la voz. Antes de que pueda contestarle se vuelve hacia mí buscando la respuesta. Tiene los ojos completamente rojos. Los hombros caídos. Ya conozco esa postura, es la misma que tenía mi madre cuando se marchó. La postura de la derrota. Como no le contesto, las lágrimas surcan sus mejillas-. ¿De verdad piensas que soy una puta?

Niego con la cabeza y voy hacia ella. Cuando pensé cómo iba a reaccionar, consideré siempre que sería con una rabia tremenda. Nunca pensé que se derrumbase.

– Nora, tienes que entender…

Ni siquiera me escucha.

Viene hasta mis brazos, se encoge como una bolita y aprieta la cara contra mi pecho. Todo el cuerpo le tiembla. Al contrario que con Pam, no puedo discutir. Nora es distinta.

– Lo siento -solloza con voz que se le quiebra otra vez-. Siento mucho que tuvieras que pensar eso.

Sus dedos acarician mi nuca y yo noto en su voz la herida y en sus ojos veo la soledad. Pero cuando se aprieta aún más, por una vez yo la retengo. No es como antes, no se me convence tan fácilmente. Ya no. Todavía no. Por lo menos hasta que hable con Vaughn.

Aunque mi destino es la parada de metro de Woodley Park, me apeo del tren en Dupont Circle. En los veinte minutos a pie entre ambas, me voy metiendo por calles laterales, atravieso entre el tráfico y corro en contra dirección de todas las de sentido único que encuentro. Si me siguen en coche, están perdidos. Si van a pie… bueno, por lo menos tengo alguna posibilidad. Cualquier cosa con tal de evitar que se repita lo del zoo.

Paso junto a los restaurantes y cafés de Woodley Park y por fin me encuentro en mi casa. Está la taberna libanesa a la que Trey y yo vinimos a celebrar su tercer ascenso. Y el sitio de sushi donde comimos Pam y yo cuando su hermana vino a verla. Aquí es donde yo vivo -mi terreno-, y por eso me fijo en un camión de basura sorprendentemente limpio que va recorriendo la manzana.

Cuando se para en la esquina apenas si le echo un segundo vistazo. Desde luego, el conductor y el tipo que vacía los cubos próximos tienen un aspecto un poco demasiado atlético, pero claro, éste no es un trabajo para alfeñiques. Entonces reparo en el letrero del costado del camión: «G. and B. Removal.» Debajo del nombre de la empresa está su número de teléfono que empieza con el prefijo 703. Virginia. ¿Qué hace un camión de Virginia tan lejos, en Washington D. C? Quizá el trabajo esté subcontratado. Conociendo los servicios públicos del distrito de Columbia, sin duda es posible. Pero justo cuando me vuelvo, oigo un ruido de restos-de-cristales-rotos-lluvia-de-botellas-resbalando del cubo de metal que están vaciando en la parte de atrás del camión. Los sonidos de la ciudad. Un ruido que oigo todas las noches justo cuando voy al… Las piernas se me ponen rígidas. De noche. Lo oigo de noche. Vienen de noche. Nunca de día.

Me doy la vuelta y observo la calle. En la esquina del fondo hay un cubo de basura rebosante de desperdicios. Y el camión venía de allí. Un cubo de basura lleno. Detrás del camión. Fingiendo que no me he dado cuenta, me meto en la tienda de vídeos a media manzana.

– ¿Desea algo? -pregunta una chica vestida de negro de arriba abajo.

– No.

Poniéndome unos prismáticos imaginarios delante de los ojos, me apoyo en la luna de la ventana, tapo el resplandor del sol y observo el camión. Ninguno de los dos hombres ha salido detrás. Siguen allí sentados. Mientras que el ayudante revuelve algo por detrás, el conductor desenrosca su termo como si de pronto hubiera decidido hacer un alto. La chica de los vídeos se está poniendo nerviosa.

– ¿Está seguro de que no puedo…?

Antes de que pueda terminar, salgo precipitadamente de la tienda y me meto en la tintorería de al lado. No hay nadie en el mostrador y no llamo al timbre de servicio. Lo que hago es ir hacia la ventana y mirar afuera. Todavía no se han movido. Esta vez espero un minuto largo y doy un salto hasta la cafetería contigua.

– ¿En qué puedo servirle? -pregunta una chica que lleva una camiseta con el lema «Cómete al Rico».

– Nada, gracias.

Pegado a la cristalera, me concedo dos minutos y un tercer «¿desea usted algo?» antes de salir corriendo por la puerta y meterme en el escaparate de mi izquierda. Lo hago en dos tiendas más; entrar rápidamente, esperar, salir y a la izquierda; entrar rápidamente, esperar, salir y a la izquierda. Así me recorro toda la manzana. En cada local que entro espero un poquito más. Que piensen que está programado. Una tienda más.

Corro hasta la farmacia CVS, al final de la manzana. Según calculo, aquí tengo unos cinco minutos de espera. Pero esta vez, después de abrir las puertas, me limito a seguir corriendo. Directo al pasillo de cosmética. Champús a la izquierda, crema de afeitar a la derecha. El aroma a farmacia flota en el aire. Sin detenerme, me precipito hacia el fondo de la tienda, hago un giro y cruzo por una rebotica sin decorar. Allí ya veo mi destino, es algo que sólo uno del barrio puede saber, y que los tipos del camión de basura nunca se figurarían, que esta CVS es el único local de toda la manzana que tiene dos entradas. Sonrío para mis adentros, empujo la puerta trasera y salgo de allí como una bala. Miro hacia atrás una sola vez. Nadie me persigue.

Cruzo la calle Veinticuatro rebosando adrenalina. Tengo el cuerpo inundado por la energía bruta de la victoria. A la vuelta de la esquina está la entrada lateral del hotel Woodley Park Marriott. Nada se interpondrá en mi camino.

Ya en el vestíbulo, meto la mano en el bolsillo del pantalón en busca de la nota con el sitio exacto. No está. Busco en el izquierdo. Luego, en la chaqueta. Oh, mierda, no me digas que… Registro frenéticamente los bolsillos de atrás y me palpo de arriba abajo. No está en la cartera ni en… Cierro los ojos y rememoro mis pasos. Esta mañana la tenía; la tenía con Nora… pero cuando me levanté para irme… oh, no. Me quedo sin aliento. Si se me cayó del bolsillo, puede que todavía esté encima de su cama.

Luchando por mantener la calma, recuerdo las instrucciones de la operadora cuando llamé esta mañana. Algún sitio en la planta del salón de baile. Me acerco al mostrador de información observando con desconfianza a los tres botones de la esquina delantera del vestíbulo. Con sus chalecos negros almidonados, parecen estar en su sitio, pero hay algo que no pega. En el momento en que el más alto se gira hacia mí veo que justo a mi derecha se cierra un ascensor. Un rápido acelerón me permite colarme entre las puertas cuando están a punto de chocar. Me revuelvo y consigo ver al botones alto. Ni siquiera está mirando. Sigo perfecto.

– ¿Algún piso favorito? -me pregunta un hombre con sombrero vaquero y corbata tejana.

– Salón de baile -digo, estudiándolo detenidamente. Aprieta el botón adecuado. Ya había apretado el ocho para él.

– ¿Te encuentras bien, hijo? -pregunta rápidamente.

– Sí. Fantástico.

– ¿Estás seguro? Parece como si necesitaras un poco de… comunión con los espíritus… ya sabes qué quiero decir-se atiza un trago imaginario de whisky.

– Uno de estos días -le digo, asintiendo con la cabeza.

– Alto y claro; alto y claro.

En la planta del salón de baile las puertas se abren.

– Que te vaya bien -dice el hombre del sombrero vaquero.

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