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– A usted también -murmuro al salir.

Las puertas se deslizan y se cierran a mi espalda. Al frente, al fondo del largo pasillo, cruzo hasta la torre central del hotel donde hay una escalera mecánica con el rótulo «Subida a salones de baile. Primera planta». La tomo. Arriba debe de haber por lo menos trescientas personas, la mayoría mujeres, dando vueltas por el vestíbulo. Todos llevan una tarjeta con su nombre en la camisa y una bolsa de lona colgada del brazo. Una convención. Justo a tiempo para almorzar. Me voy abriendo paso tan de prisa como puedo entre la masa de mujeres que sonríen, parlotean y agitan los brazos con excitación. A todo lo largo de la pared del corredor principal cuelga una enorme pancarta de tela: «Bien venidos a la 34.a Reunión Anual de la Federación Norteamericana de Maestros.» Debajo de la pancarta encuentro el directorio del hotel.

– Disculpe, perdón, disculpe -digo, intentando llegar allí lo más rápido posible. Guiñando los ojos para leer el directorio, encuentro las palabras «Sala Warren» seguidas de una flecha que señala a la derecha.

Sala Warren. Eso es.

Tuerzo a la derecha tan de prisa que me doy contra una mujer que lleva en la blusa un broche que es una pequeña pizarra con brillantes de imitación incrustados.

– Perdone -digo, alejándome rápidamente.

Delante de la entrada de la sala hay una muchedumbre de maestros reunidos en torno a un enorme panel de corcho apoyado sobre un caballete de madera. Clavados en el panel hay por lo menos un centenar de papeles doblados, cada uno con un nombre diferente. Miriam, Marc, Ali, Scott. Mientras estoy allí de pie se añaden y retiran notas incesantemente. Anónimo y sin rastros. Tablón de anuncios. Sala Warren. No hay la menor duda: éste es el sitio.

Mientras lucho por abrirme paso entre la multitud camino del tablón, una falsa pelirroja que huele como si se le hubiera reventado un espray de laca me bloquea el paso. Estiro el cuello para leer los mensajes intentando ser lo más sistemático posible. Voy pasando los ojos por las notas descifrando nombres. Ahí está: «Michael». Meto la uña por detrás de la chincheta y arranco la nota. Dentro dice: «Esta noche la cena es mala. ¿Qué tal mañana en el Grossman's?» Firma Lenore.

Sigo repasando nombres por el tablón de anuncios y vuelvo a encontrarlo: «Michael». Clavo la primera nota en el corcho y saco esta otra. «Desayuno estupendo. A las ocho. Te veo a esa hora, Mary Ellen.»

Frustrado, devuelvo la nota al corcho y continúo la búsqueda. Encuentro otras tres más para Michaels diversos. La única vagamente interesante es una que dice: «Me he afeitado para ti», de una mujer llamada Carly.

Puede que lo haya puesto con otro nombre, pienso mientras contemplo el panel. Vuelvo a empezar otra ronda por la esquina de arriba a la izquierda, esta vez en busca de otra cosa familiar: Nora, Vaughn, Pam, Trey… No sale ninguno. Desesperado, abro una que no trae más dirección que una cara sonriente. Dentro dice: «Te he hecho mirar.»

La arrugo en mi mano sudorosa. Maestros. Dejo el tablón de anuncios mordiéndome el labio inferior. Alrededor de mí hay docenas de personas gritando y poniendo notas… Éste no es momento de abandonar… Estoy seguro de que simplemente está tomando precauciones… lo que significa que aquí ha de haber algo que tenga sentido…

No puedo creerlo. Ahí está, justo en el centro del panel. El nombre está escrito con una pluma que parece que se estaba quedando sin tinta. Con letras finas, mayúsculas. L. H. Oswald. Cabeza de turco total. Ése soy yo. Arranco la nota tan de prisa como puedo y me alejo del grupo del almuerzo. Me dirijo por el pasillo a toda prisa hacia la batería de ascensores del final del vestíbulo. Alterno el trote con la marcha rápida y mientras desdoblo la nota de Oswald un pliegue tras otro. En lo alto de la página dice: «¿Cuánto tiempo tardaste en coger ésta?» Siempre de listillo. Justo debajo de eso dice «1027». Exactamente lo que esperaba. Un número de habitación. Cuando le resto siete, es la habitación 1020.

Ya dentro del ascensor voy directo al botón del diez. Lo ataco con el dedo una y otra vez al estilo pájaro carpintero.

Me aferró a la barandilla de latón del ascensor apretando con ambas manos porque apenas puedo contenerme. Faltan nueve pisos. Tengo los ojos clavados en el indicador digital y en el momento en que oigo la campanilla de llegada, salto hacia adelante. Las puertas todavía se están descorriendo cuando me escurro entre ellas y salgo al décimo piso. Casi estoy, casi estoy. Pero al seguir el incremento lógico de la numeración de habitaciones hasta el 1020, siento como si el pasillo se me viniese encima. Empieza con un dolor agudo en los hombros que luego va subiendo hasta la nuca. Vaughn me va a explicar la verdad sobre Nora. Para bien o para mal. Y por fin voy a tener la respuesta. Por supuesto que no estoy seguro de lo que sabe, pero dijo que merecía la pena. Mejor será… porque cuento con llevárselo directamente a Adenauer. Por profunda que sea la herida. El estómago empieza a hacerme ruidos que normalmente están reservados a enfermedades graves. Un escalofrío helado se me cuela entre las costillas y maldigo el aire acondicionado del hotel. Aquí hace un frío helador.

Por fin estoy plantado delante de la habitación 1020. Cojo el pomo de la puerta, pero antes de poder girarlo, me detengo. Durante los dos últimos días he tenido la mente anegada por docenas de preguntas que no podía esperarme a hacer. Pero ahora no sé si quiero las respuestas. Es decir, ¿pueden servirme de algo? ¿Puedo creerlo? Tal vez sea como dijo Adenauer. Tal vez Vaughn no sea de fiar.

Vuelvo a pensar en nuestro encuentro detrás del cine. Su ropa arrugada. Sus ojos cansados. Y el miedo en su cara. Vuelvo a plantear una y otra vez la cuestión: si estaba intentando tenderme una trampa, ¿por qué iba a ligar su nombre con el mío, el de la única persona que sabía que iba a parecer el asesino? Sigo sin poder aclararlo. Así que, ¿estoy dispuesto a dar el paso siguiente? Como últimamente me pasa con todo, no tengo mucha elección. Me seco la mano en los pantalones y llamo a la puerta.

Para mi sorpresa, al dar los golpecitos se abre una rendija. Vuelvo a llamar y se abre un poco más.

– ¿Está ahí, Vaughn? -Hay unas voces débiles, pero nadie responde.

Al fondo del pasillo oigo volver el ascensor. Alguien viene. No hay tiempo para timideces. Empujo la puerta. Por las ventanas del fondo de la habitación se cuela un sol cegado. En cuanto la puerta se cierra de golpe detrás de mí, oigo un televisor a toda potencia. No me extraña que no me oyera.

– ¿Qué está haciendo? ¿Mirando telenovelas? -Avanzo hacia el interior de la habitación pero el pie me tropieza con algo, pierdo el equilibrio y me caigo hacia adelante. Pongo las manos por delante para amortiguar la caída y me doy con la alfombra produciendo un ruido sordo. Y un raspón irritante. Las piernas se me quedan torcidas, apoyadas en algún obstáculo.

– ¿Pero qué…?

La alfombra entera está empapada. Pringosa. Y rojo oscuro. Tengo las manos llenas. Ruedo hacia atrás para ver con qué he tropezado. No, no con qué. Con quién. Vaughn.

– Oh, Dios santo -susurro. Tiene la boca ligeramente abierta. Unas burbujitas de saliva roja se agrupan en el hueco que queda entre los dientes y el labio inferior. ¡Muévete, muévete, muévete! Me debato con furia para levantarme, haciendo fuerza para apartarme del cuerpo, pero las manos me resbalan y me devuelven directamente hacia el suelo. En el último instante consigo apoyarme en el codo con la corbata pisada debajo. Ahora hace juego con las manos. Más sangre.

Cierro los ojos y dejo que mis piernas hagan el resto. Se abren paso por encima del torso rígido de Vaughn, la rodilla derecha pasa frotando contra las costillas. Me pongo de pie a trompicones, me doy la vuelta y entonces puedo ver mejor cómo yace atravesado ante la entrada. Tiene el brazo izquierdo apretado contra el pecho, pero la mano todavía estirada hacia arriba, rígida, con el puño a medio cerrar. El agujero de la bala está en la frente, descentrado, encima del ojo derecho. Es una herida precisa, oscura y chamuscada. La sangre conjunta su espeso pelo negro con la alfombra gris ahuesado. En la cara, un ojo mira derecho al frente; el otro bizquea medio oculto hacia un lado. Como los de Caroline. Igual que los de Caroline. Y en lo único que puedo pensar es en la pistola que había dentro de aquella caja metálica junto a la sala de cine. En la pistola y en esa maldita nota, allí tirada, sobre la cama de Nora.

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