– ¿De veras? Entonces, ¿cuándo fue la última vez que nos tomamos un Especial K en la bolera?
– He dicho debajo de eso. Debajo de eso sigue habiendo una niña.
– Oye, ahora parece que seas Mitrídates.
– ¿Quién?
– Un tío que sobrevivió a un intento de asesinato tomándose un poquito de veneno todos los días. Cuando finalmente intentaron envenenarlo poniéndoselo en el vino, su cuerpo ya estaba inmunizado.
– ¿Y qué hay de malo en eso?
– Fíjate bien en los detalles, Michael. A pesar de que sobrevivió, había estado tomando veneno todos los días.
No puedo evitar mover la cabeza.
– Sólo quiero saber lo que me dice. Tu teoría es una entre las posibles; hay muchas otras. Que nosotros sepamos, Pam es la que…
– ¿Pero qué coño te pasa? ¡Es como si siempre llevaras puesto el piloto automático!
– No lo entiendes…
– Sí lo entiendo. Y también sé lo que sientes por ella. Demonios, aunque me olvide de Nora, todavía tengo unas cuantas preguntas sobre Pam, pero da un paso atrás y ponte la ropa de razonar. Estás confiando en Nora y Vaughn, dos completos extraños que hace menos de un mes que conoces, y desconfías de Pam, una buena amiga que ha estado de tu parte durante dos años. Por favor, Michael, ¡mira los hechos! ¿No ves que no tiene sentido? Quiero decir, simplemente hoy… ¿qué estás pensando? Mi vista vuelve a la cerveza. No tengo respuesta.
El viernes a primera hora repaso de prisa los cuatro periódicos para comprobar si Adenauer mantuvo su palabra. El Herald trae un artículo corto sobre ciertas teorías conspiratorias que empiezan a surgir a propósito de la muerte de Caroline, pero eso era de esperar. Más importante es que Hartson subió seis puntos en las encuestas, un salto de gigante que lo sitúa por encima del margen de error. No es difícil ver por qué. La foto de portada del Post es una instantánea de toda la familia en «Dateline». A la derecha del todo, Nora se está riendo de un chiste de su madre. Un día más en la vida. Aparte de eso, que yo pueda ver, todo está en orden. Nada de Inez. Nada de nadie. Ahora, todo lo que tengo que hacer es la parte difícil. Según el horario, aterrizarán en cualquier momento. Me ajusto la corbata y la aprieto un poquito más. Es el momento de ir a ver a Nora.
Una vez que el Servicio Secreto me hace señas de pasar, me dirijo directamente a su dormitorio del tercer piso. Me detengo ante la puerta con la mano preparada para llamar. La oigo hablar con alguien dentro, así que me acerco más. Pero justo cuando lo hago, se abre la puerta y aparece Nora, radiante, con una camiseta negra y unos vaqueros ajustados sujetando un teléfono móvil en la oreja y sonriéndome toda una milésima de segundo.
– Me da igual que recaude dos millones -grita por el teléfono-. No pienso cenar con su hijo.
Cuando entro levanta el dedo índice para indicarme que «un minuto».
Basándome en el horario, supongo que debe de tratarse de algún donante de las recepciones de ayer. Cuando nos conocimos, me contó que esto siempre pasa después de los actos de recogida de fondos. Cualquier patán con talonario de cheques se pone a pedir favores. Al Presidente suelen pedirle cosas de negocios. A Nora, cosas personales.
– ¡Pero qué coño le pasa a esa gente! -dice por el teléfono sin dejar de andar. Me indica con un gesto que me siente en el canapé-. ¿Es que no pueden comprarse un coche blindado o algún mueble de Ralph Lauren como todo el mundo? -Con un movimiento de brazo, añade-: Diles la verdad. Diles que yo pienso que ese jefecito de Bolsa de papá es una cucaracha y que… -Hace una pausa escuchando a la persona que está al otro lado de la línea-. Me da igual que haya ido a Harvard, ¿eso qué coño tiene que…? -Se interrumpe-. ¿Sabes qué? En realidad sí que importa. Importa un montón. ¿Tienes un lápiz? Porque acaba de ocurrírseme lo que tienes que decir. ¿Apuntas? Cuando vuelvas a tener a los padres al teléfono, les dices que aunque estoy terriblemente excitada con la perspectiva de tener a su hijo entusiasmado metiéndome la lengua en la oreja, lamento no poder hacerlo. Es que cuando estaba en Princeton hice un juramento vaginal que me impide salir con dos clases de personas: la primera, chicos de Harvard. ¡Y la segunda -y aquí empieza a gritar-, hijos de padres con pretensiones, esos fanfarrones que se dan importancia y que piensan que sólo porque saben agenciarse entradas de preestreno y luego ir a los restaurantes más de moda del momento, el mundo entero tiene que llevar el precio puesto! Por desgracia, su queridísimo Jake está incluido en las dos. Atentamente, Nora. PD: Es usted una puta mierda, los Hampton están superpasados, y diga lo que diga el maître, ¡él también lo odia!
Contempla furiosa el auricular y apaga el teléfono.
– Perdona todo esto -me dice, todavía respirando fuerte.
Yo también respiro fuerte y apenas puedo oír por el estruendo de mis latidos.
– Nora, tengo algo import…
El teléfono empieza a sonar otra vez.
– ¡Mierda! -exclama, cogiéndolo-. ¿Sí?
Acepta de muy mala gana una nueva ronda de apariciones para recaudar fondos mientras mis ojos van recorriendo las dos cartas enmarcadas que tiene en la mesita de noche. La primera está escrita con cera rojo brillante y dice: «Querida Nora: eres súper. Te quiere, Matt, ocho años.» La otra dice: «Querida Nora: que los jodan a todos. Tus amigos, Joel & Chris.» Ambas están fechadas en los primeros meses del mandato de su padre. Cuando todo era divertido.
– Tienes que estar de broma -dice por el teléfono-. ¿Cuándo? ¿Ayer?
Mientras escucha, cruza la habitación hacia un escritorio antiguo y va pasando una pila de periódicos que hay encima. Saca uno de ellos y veo que es el Herald.
– ¿Qué página? -pregunta-. No, lo tengo aquí mismo. Gracias. Ya llamaré luego.
Deja el teléfono y va pasando páginas hasta encontrar lo que busca. Una amplia sonrisa le ilumina la cara.
– ¿Has visto esto? -pregunta poniéndome el periódico delante de la cara-. Les preguntaron a cien niños de quinto grado si querían ser yo. ¿Adivinas cuántos dijeron que sí?
Niego con la cabeza.
– Ya hablaremos de eso después.
– Di una cifra.
– No quiero adivinar nada.
– ¿Por qué? ¿Miedo a equivocarte? ¿Miedo a competir? ¿Miedo a…?
– Diecinueve -exclamo-. Diecinueve dijeron sí. Ochenta y uno preferían cuidar su alma.
Deja el periódico a un lado.
– Oye, perdona lo de ayer…
– ¡No se trata de lo de ayer!
– Entonces, ¿por qué te comportas como si te hubiera robado el tesoro?
– ¡No es momento para chistes, Nora! -La cojo por la muñeca-. Ven con…
El teléfono vuelve a sonar. Se pone tensa. Me niego a soltarla. Nos miramos.
– ¿Te estás acostando con Edgar Simon? -le espeto.
– ¿Qué? -Detrás de ella el teléfono sigue sonando.
– Lo digo en serio, Nora. Dímelo a la cara.
Nora cruza los brazos y me mira sin expresión. El teléfono acaba por abandonar. Entonces, como desde ninguna parte, Nora se echa a reír. Se ríe con su risa profunda, auténtica, de niña; la risa más sincera y libre que hay.
– No es ningún juego, Nora.
Sigue riéndose, boqueando, va cediendo. Luego me mira a los ojos.
– Vamos, Michael, no puedes…
– Quiero una respuesta. ¿Te estás acostando con Simon?
La boca se le cierra al fin.
– Lo preguntas en serio, ¿verdad?
– ¿Qué contestas?
– Michael, te juro que nunca… nunca te haría eso. Preferiría estar muerta que con alguien así.
– ¿Entonces eso significa que no?
– ¡Naturalmente que significa que no! ¿Por qué iba yo…? -Se corta en seco-. ¿Crees que estoy conspirando contra ti? ¿De verdad piensas que yo haría eso?
No me molesto en replicar.
– Yo nunca te haría daño, Michael. Después de todo esto.
– ¿Y antes de todo esto?
– ¿Pero qué dices? ¿Que yo tenía mis propios motivos para matar a Caroline? ¿Que yo he preparado todo ese montaje?