No me gusta nada cómo dice «nosotros».
– ¿Entonces qué pasó?
– Justo lo que te acabo de decir. -Y, refiriéndose al jefe de Gabinete, me explica-: Cuando Wesley terminó de contar los votos, me mira y dice: «Siete a dos. Habéis perdido.» Y muy orgulloso de sí mismo, va a decírselo a Hartson. A los diez minutos, vuelve. Y dice mirándome a mí: «Acabo de hablar con el Presidente. Ahora los votos son siete a tres. Habéis ganado.»
Tardo un minuto en asimilarlo. Hasta que, de repente, lo entiendo.
– ¿Gané yo?
– Ganamos nosotros -replica Simon-. Hartson dijo que era lo correcto. Considéralo un regalo. -Y lo que oigo a continuación es un clic. Ha colgado.
– ¿Has ganado? -pregunta Trey.
Sigo sin habla.
– Venga, Michael, te doy treinta segundos para…
¡coño!, la hora. Miro el reloj y echo a correr hacia la puerta, gritándole a Trey hacia atrás:
– ¡Ganamos! ¡Hartson la hizo pasar!
– ¿Entonces dónde vas ahora? ¿A celebrar la victoria?
– Llego tarde a ver a Vaughn.
Trey se levanta de su asiento y viene detrás de mí.
– ¿Estás seguro de que no quieres que…?
– No. No con el FBI espiando.
Los ojos de Trey se entrecierran.
– ¿Qué? -pregunto-. ¿Ahora crees que no tengo que ir?
– No, pero después de lo que pasó en el museo, me parece que deberías llevar refuerzos.
– Agradezco tu ofrecimiento, pero no… ni hablar. -No pienso ponerlo en peligro. AI oír mis palabras, tiene una expresión molesta, casi dolida en la cara. Lo conozco desde hace suficiente tiempo como para saber lo que está pensando-. Piensas que me salgo de mi liga, ¿verdad?
– ¿Quieres saber lo que pienso? -Da una palmada con la mano abierta sobre mi mesa. Luego cierra la mano para pegar con los nudillos. Después otra vez con la palma. Luego otra vez los nudillos. Palma, nudillos, palma, nudillos, palma, nudillos-. Pez fuera del agua.
– Muchas gracias por esa maravillosa imitación de un mimo, pero todo irá bien.
– ¿Y si es una emboscada? Estarás completamente solo. -No es una emboscada -insisto al abrir la puerta-. Esta vez tengo una corazonada.
Bajo corriendo la escalera del EAOE nadando a contracorriente del aluvión de colegas que vuelven de almorzar. Ya fuera de la verja, regateo y empujo entre la masa abriéndome paso hacia la calle Diecisiete. No tengo tiempo de esperar el metro. «¡Taxi!», grito levantando el brazo en el aire. Los dos primeros taxis pasan de largo. Salgo a la calzada agitando la mano. «¡Taxi!»
Un coche verde esmeralda toca la bocina y se para en seco delante de mí. Cuando estoy a punto de entrar, oigo que alguien grita mi nombre:
– ¡Michael!
Levanto la vista y veo a una mujer de pelo muy negro que se abre paso hacia mí. Miro la tarjeta de identidad que lleva al cuello. Es la primera reacción de todos: observar la plaquita. No me gusta lo que veo. Su tarjeta tiene el fondo marrón. Prensa.
– Es usted Michael Garrick, ¿verdad? -me pregunta.
– Y usted es…
– Inez Cotigliano -dice, tendiéndome la mano-. Me puse en contacto con usted…
– Recibí su mensaje. Y su e-mail.
– «Pero todavía no he podido contestarlos» -bromea-. Va usted a herir mis sentimientos.
– No se lo tome como algo personal. He estado muy ocupado.
– Eso tengo entendido. Según el orden del día, hoy tenía que informar. ¿Qué tal le ha ido?
La típica periodista: preguntas y más preguntas. Decido darle lo típico de la Casa Blanca: nada, pero nada.
– No quiero ser grosero, pero ya sabe cuál es el método, llame a la Oficina de Prensa.
Cierro la puerta del taxi e Inez se inclina sobre la ventanilla. Lleva apretados contra el pecho una tablilla y una carpeta de expedientes. El rótulo de la carpeta dice «SETV». Baja la vista para ver qué estoy mirando. Entonces sonríe.
– Lo que le dije era verdad, Michael. Seguimos interesados. Y de ese modo, podrá dar su versión de la historia.
No soy tan idiota.
– Si alguien quiere que le proporcione una buena frase para citar, está apostando por el caballo equivocado.
– ¿Sería más fácil si ofreciéramos algún incentivo económico?
– ¿Desde cuándo el Post paga por una historia?
– No paga -contraataca-. Esto es sólo entre nosotros… considérelo mi manera de darle las gracias.
– ¿Usted no lo entiende, verdad? -le pregunto, moviendo la cabeza-. Hay cosas que no están en venta.
Riéndose para sus adentros, me lanza una sonrisa de incredulidad.
– Lo que usted diga -replica mientras el coche empieza a alejarse de ella-. Aunque yo no estaría tan seguro de eso.
Diez minutos más tarde estoy rodeado de niños. Gordos, callados, gritones, incluso uno con un chándal verde bosque que se agarra la entrepierna con cierta furia. El Zoo Nacional se encuentra justo al final de la avenida de Connecticut y es sin duda una de las mejores atracciones familiares de la ciudad, último hogar de Hsing-Hsing, el famosísimo panda de Nixon. También es uno de los peores lugares para tener un encuentro discreto. Yo soy un traje oscuro de raya diplomática en medio de un océano arco iris de camisetas y cámaras de vídeo que recorre arriba y abajo el pavimento de hormigón del paseo orlado de bancos por el que el público entra al zoo. Si estuviera en llamas, no destacaría más. Tal vez ésa sea la esperanza de Vaughn, que si viene el FBI, les resulte igual de difícil ocultarse. Tomando esa teoría, trato de avizorar gente sin niños. Hay dos adultos jóvenes junto al carrito de helados. Y una mujer sola que se baja de un taxi.
– ¡Palomitas! -canturrea alguien detrás de mí. Me giro rápidamente, sobresaltado. Tengo delante un chaval de dieciocho años con dos cajas de palomitas de rayas rojas y blancas en cada mano-. ¡Palomitaas! -anuncia, arrastrando la última sílaba.
– No, gracias -le digo.
Sin inmutarse, se va al siguiente turista.
– ¡Paalomitaas!
Con la esperanza de ahogar el sonsonete de los vendedores y al mismo tiempo tener una mejor panorámica de la zona, acabo dirigiéndome a uno de los bancos de madera cercanos. Estoy a punto de sentarme cuando descubro un cartelito rojo y blanco: «Zona vigilada por cámaras de seguridad.» Instintivamente miro los árboles tratando de descubrir las cámaras. No las veo por ningún sitio. Pero eso no importa, están ahí. Vigilándome. Vigilándonos. Seas quien seas, Vaughn, rezo para que sepas lo que haces.
Media hora después sigo sentado en el mismo banco de madera, estudiando a la multitud. No lleva mucho tiempo descubrir la secuencia. Familia dentro, familia fuera. Familia dentro, familia fuera. Pero a través del flujo constante de la gente, hay algo fijo: «Paalomitas, paalomitas», una y otra vez la irritante cantinela. «Paalomitas… paalomitas.»
– Déme una -dice una voz grave. Levanto la vista pero está mirando para el otro lado. Es un hombre alto con vaqueros oscuros y un polo rojo vivo. Le da un dólar al chico y coge una caja de palomitas. Sin decir palabra, se ajusta las gafas de sol y se dirige a un banco del otro lado del paseo. No estoy seguro de qué -tal vez el hecho de que esté solo; tal vez mi propia paranoia-, pero algo me dice que lo vigile. Pero cuando estoy a punto de mirarlo bien por primera vez, alguien se para delante de mí y me tapa la vista.
– ¡Paalomitas! -canta el chaval, poniéndome una caja roja y blanca delante de la cara.
– ¡Quítate de en medio! -le grito.
No se da por aludido, y continúa:
– ¡Paalomitas! ¡Paaat Vaaaughn!
Contraataco rápidamente.
– ¿Qué acabas de decir?
– ¡Paalomitas!
Se hace a un lado y miro al otro lado del paseo. El hombre de la camisa roja se ha ido. Me vuelvo hacia el chico y le pregunto:
– ¿Era…?
– Paalomitas… Paaalo… -dice enseñándome su última caja de rayas rojas y blancas.
– Dámela.