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Un dólar después, el chico se ha ido y me quedo solo en el banco. Siento tentaciones de mirar hacia atrás, pero es más importante aparentar calma. Con tanta indiferencia como puedo, abro la caja. Dentro apenas hay palomitas, sólo una nota manuscrita pegada dentro. Tengo que inclinar la caja para poder leerla: «Pub Las Cuatro Pes. Tres manzanas al norte. Junto al Up Town.»

Cierro la caja, no puedo vencer a mi instinto y observo para ver quién me está mirando. Que yo pueda decir, no hay nadie. Una rápida inspección del paseo me indica que todo está normal. Familia dentro, familia fuera. Familia dentro, familia fuera. Mientras continúa el desfile de sonrisas, echo a andar de vuelta hacia la avenida de Connecticut y paso ante el carrito de palomitas. «¡Paalomitas!» Ya con la mercancía repuesta, el chico ni siquiera me mira. Lo que hace es volver a meterse entre la multitud. Y yo empiezo a recorrer las tres manzanas de la calle.

Trato de mantener el paso más vivo posible manteniéndome en el lado de la sombra de la avenida de Connecticut. A esta velocidad, si alguien me sigue sería fácil descubrirlo. Aun así, mis ojos saltan de cada coche estacionado a cada árbol y a cada escaparate. Todo me parece sospechoso. Veo que una mujer viene corriendo en mi dirección con un labrador negro. Cuando está a punto de cruzarse conmigo, salgo a la calzada y miro a otro lado. No quiero correr riesgos; mientras mantenga la cabeza hacia abajo, no podrá sacarme una foto. Cuando ha desaparecido, vuelvo a la acera.

A lo lejos ya puedo ver el rótulo de neón rojo del Up Town, el cine antiguo más grande de la ciudad y el edificio más popular del barrio. A su izquierda, media docena de tiendas y restaurantes luchan por llamar la atención. Pero aplastadas por el Up Town, raramente logran que vuelvan a mirarlas. Hoy, sin embargo, hay una que sobresale: Restaurante y Pub Las Cuatro Provincias de Irlanda.

Bajo el letrero verde y rojo ya ajado, echo un vistazo rápido por la manzana. Todo cuadra, no hay caquis ni polos a la vista; ningún coche de los de alrededor lleva matrícula oficial. Paseo la vista incluso por el tejado del Up Town. Que yo vea, nadie saca fotos. Me dirijo a la entrada. Sé que ya está. Es hora de conocer al señor Vaughn.

En cuanto abro la puerta, un tufo de bar me golpea en toda la cara. Me recuerda inmediatamente la primera noche con Nora. En el interior, todo está dispuesto como en un auténtico pub irlandés, dieciséis o veinte mesas, algunos apliques enmarcados de cristales emplomados a la irlandesa, y una vieja barra de roble a lo largo de la pared del fondo. Para mi sorpresa, aquello está atestado. Hay un tipo con uniforme de cartero. Otro con el de Federal Express. El sitio me gusta. Nada de turistas. Sólo gente del barrio.

– Siéntese en la barra -me dice una camarera al pasar veloz junto a mí-. Tendré una mesa dentro de un momento.

Sigo sus instrucciones, me encaramo a un taburete y observo la clientela de la hora del almuerzo. Nada demasiado sospechoso.

– ¿Cómo le va? -pregunta el barman mientras sirve un par de sodas.

– Muy bien -digo-. ¿Y a usted?

Antes de que me responda oigo una puerta al fondo a mi derecha abrirse con ruido. Siguiendo el sonido veo salir del servicio de caballeros a un tipo musculoso que lleva una camiseta negra gastada. Tiene un grueso entrecejo de Neanderthal que pone a prueba el darwinismo. Concentrado en los resultados de apuestas de su periódico doblado, el tipo parece sobresaltarse cuando levanta la vista y me descubre.

– ¿Qué estás mirando, muñeco? -pregunta con un fuerte acento de Brooklyn.

– No, no, nada -le respondo-. Nada.

Se encoge de hombros y se va hacia su mesa de la esquina.

– ¿Dónde coño está mi sandwich? -le pregunta a la camarera.

– No me atosigues -le advierte ella-. Dentro están hasta arriba.

Convencido de que la camarera le escupirá en la comida, me conformo con dejarlo estudiar sus resultados de carreras. Pero justo cuando voy a apartar la vista, veo que vuelve a dejar el periódico doblado sobre la mesa. Lo hace con un ruido sordo poco corriente. Y entonces lo veo. Hay algo escondido dentro del periódico. Una punta asoma por la parte de arriba. Como un grueso rotulador negro. O el extremo de la antena de un walkie-talkie. Un escalofrío me recorre la espalda. Hijo de puta. Ese tío es del FBI.

Aparto la mirada tan rápido como puedo, pretendiendo no haber visto nada. En ese mismo momento, la puerta de la calle se abre lanzando un flash de sol al interior del bar oscuro. Cuando se cierra, hay una persona allí de pie. El individuo de la camisa roja que compró las palomitas. Las gafas de sol lo delatan. Más FBI. En cualquier momento, Vaughn entrará por esa puerta. Y en el momento en que lo haga, tendremos alrededor de nosotros a todos los agentes que hay en el local.

Pienso a toda prisa. El tipo de la camisa roja viene hacia mí. Me guste o no, tengo que abortar esta reunión. Tan de prisa como puedo, salto del taburete y me dirijo hacia la puerta. El agente del walkie-talkie se pone de pie en el mismo momento, haciendo chirriar la silla sobre el suelo salpicado de cerveza. Uno frente a mí y otro a mi derecha. Ambos moviéndose, por si acaso echo a correr. Pero por muy rápido que sea, no podré perderlos si no los distraigo. Señalo al agente del walkie-talkie y grito a todo pulmón, dando por hecho que Vaughn me oirá:

– ¡El FBI! ¡Ése es del FBI!

Por instinto, el agente hace exactamente lo que yo esperaba que hiciera. Saca la pistola. No hace falta más. Caos inmediato. Todo el mundo grita. Los dos agentes son atropellados por la gente en su loca carrera hacia la puerta. Estoy a punto de unirme a ellos cuando siento que alguien me coge por detrás del cuello de la camisa. Antes de que pueda darme cuenta de lo que pasa, me lanza contra las puertas de vaivén de la cocina. Aterrizo en el suelo delante del refrigerador industrial. Me pongo en pie a trompicones y rápidamente miro a mi atacante. Es el barman.

– ¿Pero qué…?

Me agarra del nudo de la corbata y me arrastra hasta el fondo de la cocina. Intento resistirme pero no consigo enderezarme. A manotazos, voy derribando cazos y sartenes de las encimeras.

– Perdona, chaval -dice. Con un movimiento rápido, abre la puerta trasera de una patada y me lanza al callejón que está detrás del restaurante.

Al otro lado del callejón se abre la puerta del edificio de al lado.

– ¡Aquí! -grita alguien con acento de Boston.

Voy cojeando y todavía lucho por recuperar el aliento. Una vez dentro, veo que estoy en un pasillo gris y astroso que tiene todo el encanto de un sótano sin terminar. Una única luz fluorescente parpadea en lo alto. Al fondo oigo el murmullo de dos personas que hablan. Como una película. Al otro extremo del pasillo hay una puerta metálica. A juzgar por la situación, estoy en la salida de emergencia del Up Town. Apoyo la espalda contra la pared y me dejo resbalar lentamente hasta el suelo.

– ¿Nos divertimos? -me pregunta mi anfitrión.

En cuanto alzo la vista reconozco al hombre de la foto policial. Por fin. Vaughn.

Saca una pistola y me apoya el cañón en el centro de la frente.

– Tienes exactamente tres segundos para decirme por qué mataste a Caroline Penzler.

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