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– Lo único que digo es que tengas cuidado. Si esa Inez es la mitad de ambiciosa de lo que parece, no le llevará mucho tiempo encontrar a Vaughn. O a ti.

Siento un mareo. Se me está acabando el tiempo.

– ¿Qué tiempo tengo?

– Mira, hay un problema -dice Lamb, y su voz tranquila suena inquieta por primera vez-. Siempre olvidas que esto no va solamente contigo. -Hace una pausa y me dirige la misma mirada ansiosa de antes.

– ¿Ha pasado algo? -pregunto.

Se pasa la mano por la piel casi recién afeitada.

– Me han llamado, Michael. Me han llamado dos veces.

– ¿Quiénes? ¿La periodista?

– El FBI -dice fríamente.

Yo no digo ni una palabra.

– Tu amigo Adenauer quería saber si Nora está tomando drogas.

– ¿Pero cómo…?

– Vamos, hijo, si ven que tú autorizas la entrada de Vaughn en el edificio y que tú estás saliendo con Nora… Todo lo que quieren es la última pieza del triángulo.

– Pero Nora no conoce a Vaughn.

– ¡Ésa no es la cuestión! -dice levantando la voz. Se aclara la garganta con la misma rapidez y se serena. La familia siempre lo hace volverse impulsivo-. Dime la verdad, Michael. ¿Nora está tomando drogas?

Me quedo helado.

Él permanece completamente inmóvil. Ya lo he visto emplear esa táctica antes -un viejo truco de abogado-, hacer que el silencio te haga decir las cosas. Me siento hacia atrás, tratando de parecer impertérrito.

– ¿Está tomando drogas?

– Ahora ya no -digo sin flaquear.

Al otro lado de la mesa, asiente para sí mismo. No es el tipo de respuesta que se pueda discutir, y para ser sinceros, no creo que quiera oír más que eso. Hay una razón por la que nadie anota nada en la Casa Blanca. Cuando surgen citaciones y preguntas del FBI, cuanto menos sepas, mejor.

– ¿Entonces qué va a decirle al FBI? -pregunto finalmente.

– Lo mismo que les dije la última vez: que aunque sé muy bien que están ansiosos por cazar al pez más gordo del estanque, más les vale andarse con mucho cuidado antes de empezar a hacer acusaciones contra los principales.

Los principales. Los únicos en todo esto dignos de ser salvados.

– Supongo que eso deja resuelta la parte de ella en el problema.

– ¿La parte de ella? ¿No me has oído, Michael? Tenemos un presidente saliente que no lleva más que nueve puntos de ventaja para una reelección en la que, por lamentable que suene, los temas de más resonancia son las escapadas y aventuras de su hija, tu amiga. Y por añadidura, tenemos encima al FBI muriéndose por cazar la pieza mayor. Así que si tú te ves implicado en esta investigación, y llegas a dar la impresión, aunque sea ligerísima, de que Nora está involucrada… Te lo diré de este modo: no querrás facilitar esa munición a Bartlett.

– Yo nunca diré ni una palabra.

– No digo que lo vayas a hacer. Sólo quiero asegurarme de que comprendes las consecuencias. -Se inclina sobre la mesa mirándome fijamente. Luego aparta la mirada, incapaz de mantener la postura. No es mera inquietud en la voz. Tras dos llamadas del FBI, es miedo.

Sintiendo en los hombros el peso de dos toneladas que acaba de echarme encima, rehago la pregunta original:

– Entonces, ¿cuánto tiempo cree que tenemos?

– Eso depende de lo insistente que sea esa periodista, Inez. Si tiene una buena fuente, yo diría que hasta finales de esta semana. Y si no la tiene… bueno, estamos haciendo lo que podemos por alargarlo.

– ¿Finales de esta semana? Oh, Dios mío.

– ¿De acuerdo? -pregunta.

Asiento con la cabeza y me pongo en pie.

– ¿Seguro? -el tono de su voz me pilla con la guardia baja. Está preocupado por mí, y de verdad.

– Todo irá bien -le digo.

No se lo cree, pero no queda nada más que decir. Aunque, por supuesto, eso no le impide intentarlo.

– Si te sirve de consuelo, Michael, a ella le importas. Si no fuera así, tú no presentarías el informe de la decisión.

– ¿A qué se refiere?

– La de las grabaciones itinerantes. ¿No has visto la lista?

Abro la carpeta y lo compruebo con mis ojos. Es verdad, ahí está, junto a la palabra «participantes» están mis iniciales: M. D. G. La amplia sonrisa que surca mis mejillas me hace recordar lo largo que ha sido el tiempo entre sonrisas. No sólo escribiré ese informe. Por primera vez en mi vida, se lo explicaré al Presidente.

Cuando regreso a mi despacho, voy sudando a mares. Si Lamb tiene razón, sólo es cuestión de días. La carrera está en marcha. Si no venzo a Inez en lo de Vaughn y el dinero… Miro instintivamente el reloj de la pared. No mucho más. Por suerte, tengo algo en que pasar el tiempo.

Mi ego no deja de decirme que es lo más grande que me ha sucedido nunca, pero en el fondo, mi cerebro sabe que no estoy en absoluto preparado. Dentro de dos días me sentaré ante la mesa del Presidente. Y lo único que se me ocurre que puedo decir es «bonito despacho».

Enciendo el ordenador y cojo la carpeta de las grabaciones pero antes incluso de que pueda abrirla me interrumpe el timbre del teléfono.

– Aquí Michael -digo.

– Hola, señor Pez Gordo. Devuelvo su llamada.

Reconozco inmediatamente el tono condescendiente. El agente Rayford de la policía del distrito de Columbia.

– ¿Cómo va todo? -pregunto, esforzándome por aparentar buenas formas.

– No tires de la cuerda, muchacho. No estoy de humor. Si quieres tu dinero, tengo otro número de teléfono para ti.

Apunto el número en una esquina de la carpeta y pregunto:

– ¿Es el del Departamento de Propiedades?

– Ni lo sueñes. Se lo he pasado a Investigaciones Financieras. Ahora sigues siendo un grano en el culo, pero en el de ellos.

– No comprendo.

– Mientras seas sospechoso, tenemos derecho a retenerlo… y lo último que yo apunté, conducir a altas horas de la noche con diez mil en efectivo, sigue siendo algo sospechoso.

– ¿Entonces qué tengo que hacer ahora?

– Simplemente demostrar que es tuyo. Cuenta bancada, cheque cobrado, póliza de seguros… explicar de dónde lo sacaste.

– Pero ¿y si…?

– No quiero saberlo. Por lo que a mí respecta, el problema ya es de los otros -y con eso, cuelga.

Cuelgo yo también y vuelvo a pensar en Inez. Si Simon quiere, puede darle pistas del dinero. Es el triunfo que tiene en la mano. El mío, Dios mediante, es un traficante de drogas llamado Patrick Vaughn. Miro el reloj y veo que ya casi es la hora.

Cojo la chaqueta de la percha y me voy hacia la puerta. Al salir a la antesala, sin embargo, quedo sorprendido al ver que Pam sigue en el escritorio pequeño junto a mi puerta.

– ¿Se te ha vuelto a estropear el teléfono?

– No me hables -dice cuando paso por detrás de ella-. ¿Hacia dónde vas?

– A ver a Trey.

– ¿Todo bien?

– Sí, sí. Voy a ver si pillo un café… y puede que robe unos Ho-Hos de las máquinas.

– Que te diviertas -dice cuando la puerta se cierra detrás de mí.

– ¿Puedo hablar contigo un momento? -pregunto, asomando la cabeza en la oficina de Trey.

– Bien calculado -dice, colgando el teléfono-. Pasa.

Me quedo junto a la puerta y le hago un gesto señalando a sus dos compañeros de despacho. Él ya sabe el resto.

– ¿Quieres dar una vuelta? -pregunta.

– Sería mejor.

Sin dudarlo un momento, Trey me sigue por la puerta. Cogemos la escalera hacia la segunda planta. No hace falta decir que nadie da una vuelta por el patio de su casa.

Mientras vamos por el pasillo, voy mirando el suelo de mármol ajedrezado en blanco y negro. En el EAOE, la vida es siempre una partida de ajedrez.

– ¿Qué pasa? -preguntamos los dos a la vez.

– Tú primero -me dice.

Intento aparentar despreocupación y vigilo a mis espaldas.

– Sólo quería asegurarme de que estamos preparados para lo de Vaughn.

– No te preocupes, tengo todo lo que necesitamos: calcetines de lana, tiritas, Ovaltine…

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