Pero hoy, durante esta noche en Nueva York, la nieve y el hielo de las aceras están sucios y mezclados con barro. En este Nueva York tan popular, tan descuidado, este Nueva York con sus montañas de oro que llegan hasta los cielos, este Nueva York que marea, en el que hay que ir a la calle para poder fumar un cigarrillo mientras se aspira el aire helado, tú y ella, esta bailarina japonesa que no dice ni una palabra en el escenario, que interpreta en tu obra el papel de la muchacha que se abre a las pasiones, de la mujer libertina, del cadáver de la madre, de la monja y del espectro, te vas con ella después de la representación a buscar un bar donde podáis fumar y beber algo.
Desde la octava o la novena calle de Manhattan, camináis calle tras calle hasta la treinta o más allá; luego retrocedéis, y en la tercera o la cuarta, a menos que no fuera en la quinta o la sexta avenida -nunca has tenido memoria para esas cosas-, encontráis un bar brasileño o mexicano. Poco importa, el ambiente es excelente; hay velas sobre las mesas, pero la música rock está demasiado alta y no favorece mucho el flirteo. Sólo conseguís oír algo si habláis muy alto, cara a cara. Habláis de arte, de arte muy serio. Dice que está feliz de poder interpretar todos estos papeles en una obra, que se entrega en cuerpo y alma porque parece que la obra haya sido escrita para ella. Te quejas del New York Times, porque la encargada de comunicación del grupo ha dicho que los llamó muchas veces y dijeron que mandarían a alguien, pero las representaciones han acabado sin que aparezca ninguno de sus periodistas. Ella dice que en los teatros de off Broadway es así, es muy difícil conseguir algún artículo, pero, de todos modos, está muy contenta de haber trabajado contigo.
– Pensaré en ti -dice mirándose los dedos y las uñas pintadas de azul oscuro.
Habláis de las cosas de la vida; dices que dos días antes tenía las uñas del color del té. Ella dice que cambia a menudo de color y que a veces se las pinta de varios colores; te pregunta cuál prefieres. Dices que el gris es el mejor, refuerza el lado glacial de la escena, aunque la gente se fija más en su cuerpo cuando ella baila; la conversación vuelve al arte.
– ¿Y el lápiz de labios?
– ¿Tienes negro? -preguntas.
– De todos los colores, ¿por qué no lo has dicho antes?
– Es asunto de la maquilladora; yo no me he querido ocupar de eso.
– ¡Qué pena que se hayan acabado las representaciones! -suspira ella.
– ¿Qué proyectos tienes ahora? -le preguntas.
– Esperar, ya veremos. Están buscando bailarinas para una comedia musical; la semana que viene tengo que ir a dos pruebas. Mi padre quiere desde hace mucho tiempo que vuelva a Japón, para entrar a trabajar en una empresa o para casarme. Dice que no se puede vivir sólo de la danza, que ya me he divertido bastante.
Dice también que su padre pronto se jubilará, que no podrá mantenerla toda su vida. Pero su madre ha dejado que hiciera lo que quisiera hasta ahora; su madre es china de Taiwan, muy abierta. Dice que no le gusta Japón, las mujeres no son libres en la sociedad nipona. Dices que te gusta mucho la literatura japonesa, sobre todo los personajes femeninos.
– ¿Por qué?
– Son muy atractivas, muy crueles también.
– Eso ocurre sólo en los libros, no en la realidad. ¿No has estado con ninguna japonesa?
– Me gustaría mucho, si encontrara una…
– Bueno, ¡la vas a encontrar!
Después de decir estas palabras, miró hacia el mostrador del bar.
Tú pagas la cuenta, ella te lo agradece.
En la estación del metro de la calle Cuarenta y dos -te acuerdas perfectamente de la calle Cuarenta y dos porque cambiabas de metro todos los días ahí para ir a ver las representaciones-, en el momento de separaros, dice que un día irá a verte a París y también que te escribirá. No obstante, nunca te mandó ninguna carta; sólo unos meses más tarde, al ordenar una bolsa de los papeles acumulados en el viaje a Nueva York, encontraste su dirección apuntada en la esquina de una servilleta de papel. Le enviaste una postal, pero no te contestó; nunca supiste si volvió a Japón.
58
Se ha cruzado con un grupo muy animado, unos tocan el tambor, otros golpean los gongs, armando un jaleo impresionante.
– ¡En marcha, vamos, en marcha! -gritaban las personas del grupo.
El dijo que tenía que ocuparse de un asunto personal.
– ¿Un asunto personal? ¡No hay nada más importante que esto! ¡En marcha, ven con nosotros, vamos, todos juntos!
– ¿A hacer qué? -preguntó.
– ¡A ver los nuevos tiempos que están a punto de llegar, vamos a recibirlos! ¿Cómo pueden ser tus pequeños asuntos más importantes que esto?
La muchedumbre se empujaba, la agitación aumentaba, las filas crecían, se gritaban los eslóganes.
– ¿Dónde están esos nuevos tiempos? Los siguió instintivamente.
– ¡Los nuevos tiempos están delante de nosotros! ¡Si han dicho que están delante, es que están delante!
Toda la gente repetía lo mismo, cada vez más fuerte, con un tono más firme.
– ¿Quién ha dicho que delante sólo están esos nuevos tiempos? -preguntó, empujado por la multitud.
– Si todo el mundo lo dice, debe de ser verdad, no nos podemos equivocar. Ven con nosotros, los nuevos tiempos estarán delante, no hay ninguna duda.
La gente cantaba a voz en grito el cántico de los nuevos tiempos, y cuanto más cantaban más se animaban, más subía la moral de los presentes. El, apretado entre el gentío, tenía que cantar también, si no lo hubiera hecho, las miradas de sospecha de alrededor se habrían posado sobre él.
– ¿Qué te pasa, hermano? ¿Estás bien? ¿Eres mudo?
Quería demostrar que no era mudo de nacimiento y se puso a cantar todo lo alto que pudo acompañando a la gente. Si cantaba, tenía que hacerlo como los otros y seguirlos, pero se le salió un zapato y, si se agachaba para ponérselo, ¿los que continuaban caminando serían capaces de aplastarlo? Mejor dejar el zapato y caminar a la pata coja. De todos modos, había que seguir a la gente y cantar a todo pulmón por los nuevos tiempos.
– ¡Los nuevos tiempos están delante de nosotros, llegarán tarde o temprano! ¡Los nuevos tiempos son muy bonitos, no podemos equivocarnos!
Cantaban a un ritmo creciente, los nuevos tiempos se convertían en olas cálidas; cuanto más cantaban, más cálidas eran, y antes llegarían.
– ¡Van a llegar los nuevos tiempos! ¡Vamos a recibirlos! ¡Luchemos a cualquier precio por los nuevos tiempos sin que nos preocupe la muerte!
La muchedumbre parecía enloquecida, endiablada; no conseguía escapar de esta locura, y si no estaba loco, al menos tenía que fingirlo.
– ¡Hay problemas! ¡Han abierto fuego!
– ¿Quién ha abierto fuego?
– ¿Han disparado delante de nosotros?
– ¡Mentira! ¿Quién va a disparar a los nuevos tiempos?
– ¿Balas de plástico?
– ¿Fuegos artificiales?
– ¡Balas de verdad!
– Ah… ¿y heridos? ¡Muertos!
– ¡Luchemos por los nuevos tiempos! ¡Acabemos con las líneas enemigas por los nuevos tiempos! ¡Sacrifiquémonos por los nuevos tiempos! ¡Seamos los mártires de los nuevos tiempos! ¡Bravo! ¡Viva!
La multitud no había imaginado que un montón de ametralladoras los regarían como si soltaran guisantes calientes, como si lanzaran petardos. Las personas huyeron como perros apaleados en todas direcciones; unos cuantos murieron, otros resultaron heridos, los demás huyeron a la desbandada…
Buscó refugio en una esquina donde no llegaban las balas. Estaba alterado y un poco triste. Luego, poco a poco, oyó a lo lejos unas voces humanas, quizás un nuevo grupo, también tocaban los tambores y los gongs y lanzaban eslóganes sin parar. Le pareció escuchar que hablaban de los nuevos tiempos. Si se prestaba más atención, parecía que decían que los nuevos tiempos no vendrían, al final, pero que algún día llegarían, imposible que no llegaran, un día u otro seguro… Se alejó a toda velocidad, los nuevos tiempos le asustaban también. Antes de que lleguen los nuevos tiempos, prefiere marcharse sin despedirse.