54
Ya no vives a la sombra de nadie ni ves en la sombra de cualquier otra persona a un enemigo imaginario. Has salido de esta sombra y ya está. No quieres crearte esperanzas o ilusiones. Al principio llegaste a este mundo sin la menor preocupación, desnudo como un gusano, en un vacío y una tranquilidad perfectos. No tienes que llevarte nada al morir, y, de todos modos, aunque lo quisieras, tampoco podrías, sólo temes a la muerte desconocida.
Recuerdas que tienes miedo a la muerte desde que eras niño. Antes tenías mucho más miedo que ahora. Cuando te ponías enfermo creías tener un mal incurable, cualquier dolencia te dejaba muy preocupado, en un estado de pánico total. En la actualidad ya has vivido muchos sufrimientos producidos por la enfermedad y has caído en profundas depresiones; hay que tener suerte para seguir en este mundo. La vida de por sí es un milagro, es algo que no se puede explicar con palabras, y vivir es la manifestación de este milagro. ¿No es suficiente que un cuerpo provisto de conciencia pueda sentir los sufrimientos y los placeres de la vida? ¿Qué más se puede pedir?
Has tenido miedo a la muerte cuando disminuían tus fuerzas. Tuviste la sensación de que se te acababa el aire, miedo a no recuperar el aliento, como si cayeras a un abismo; una sensación que aparecía a menudo en tus sueños de niño y que te despertaba empapado de sudor. Sin embargo, no sufrías ningún mal. Tu madre te llevó varias veces al hospital para que te hicieran reconocimientos médicos y no tenías nada. Hoy ya no te apetece hacerte esos chequeos, y aunque el médico te lo recomendara, dejarías pasar el tiempo.
Ahora tienes claro que llega un momento en que la vida se acaba y que en ese momento el miedo desaparece con ella. Ese miedo es finalmente la manifestación de la vida. Cuando la conciencia y el conocimiento desaparecen, todo se acaba en un instante, sin tiempo a hacerse a la idea, y sin que tenga algún sentido. La búsqueda del sentido de la vida ha sido tu sufrimiento, con tu compañero de infancia ya hablabas de eso. Sin embargo, por aquel entonces no habías vivido casi nada, mientras que ahora ya has probado todos los sabores -agrio, dulce, amargo, picante- de la vida. Es inútil, no sirve de nada buscar ese sentido, resulta ridículo; mejor aprovechar la vida, y, al mismo tiempo, observarla.
Te parece verlo, a él, en una especie de vacío, una pequeña luz llega de no se sabe dónde, está de pie sobre una tierra ni fija ni determinada, parece un tronco de árbol sin sombra, el horizonte ha desaparecido, o está como un pájaro en medio de la nieve, mirando de izquierda a derecha, a veces fija su mirada, como si reflexionara. ¿Sobre qué? No está muy claro, pero es una actitud, una actitud aun así bastante bella; existir es adoptar una actitud, la más agradable posible. Con los brazos abiertos, arrodillado y volviéndose, vuelve a su conciencia, o, mejor dicho, su actitud es justamente su conciencia, es el tú en medio de su conciencia y que le provoca un placer especial.
No hay tragedia, ni comedia, ni farsa; todo eso son juicios estéticos sobre la vida, distintos puntos de vista según las personas, los momentos y los lugares, llega a ser puro lirismo: de un sentimiento en un momento determinado se pasa a otro; la tristeza y el sentido del ridículo a veces hasta podemos intercambiarlos. No hace falta burlarse, ya ha habido demasiadas burlas y autocríticas. Basta con perseverar tranquilamente en este modo de vida, aprovechar las maravillas del instante, sentirse bien, y cuando nos examinemos, hacerlo solos, sin pensar en la mirada de los demás.
No sabes lo que todavía serías capaz de hacer, ni lo que te queda aún; inútil pensarlo, haz lo que te apetezca. Si sale bien, mejor, si no, qué se le va a hacer. Hacer una cosa u otra no importa demasiado; si tienes hambre o sed, come o bebe. Por supuesto, cada uno tiene su punto de vista, su forma de ver las cosas, sus gustos y hasta sus cabreos; todavía tienes fuerza para cabrearte, y naturalmente siempre tendrás tus indignaciones justas. Sin embargo no es la misma excitación, aunque todavía tengas sentimientos y deseos; si existen, déjalos existir, pero el rencor ha desaparecido, ya que no sirve para nada e incluso te puede perjudicar.
Sólo das importancia a la vida. Gracias a ella tienes sentimientos inacabados y todavía te quedan ganas de descubrir cosas y sorprenderte. Sólo la vida merece que nos entusiasmemos, ¿no es así?
55
Una tarde que pasaba cerca de la torre del Tambor, estaba a punto de bajar de la bicicleta para entrar en un pequeño restaurante cuando alguien gritó su nombre. Volvió la cabeza hacia una mujer que se había parado y lo miraba. Ella parecía estar a punto de echarse a reír y se mordía los labios.
– ¿Xiaoxiao? -preguntó, dudando. Ella sonrió de forma forzada.
– Perdona.
– No sabía qué decir-. No imaginaba que…
– ¿No me reconoces?
– Estás más fuerte… -Él recordaba un cuerpo delgado de muchacha y unos pequeños senos.
– ¿Parezco una campesina? -preguntó Xiaoxiao con ironía.
– No, pero estás más fuerte que antes -añadió rápidamente.
– ¿No soy miembro de una comuna popular? ¡Pero no soy una flor que mira el sol, ya estoy marchita!
Xiaoxiao se había vuelto cáustica, hacía alusión a la letra de una canción, dedicada al Partido, que comparaba a los miembros de las comunas populares con las flores de girasol, que siempre miran al astro. Prefirió cambiar de tema:
– ¿Has vuelto a la ciudad?
– Estoy pidiendo la autorización. He venido con el pretexto de que mi madre está enferma y necesita que me ocupe de ella; soy hija única. Tengo que rellenar los papeles para que me dejen volver a la ciudad, pero aún no tengo la autorización.
– ¿Tu familia vive todavía en el mismo lugar?
– Mi padre ha muerto y mi madre acaba de volver de la escuela de funcionarios.
No sabía nada de lo que le había ocurrido a su familia. Sólo fue capaz de decir:
– Fui a buscarte a aquella callejuela…
Se refería a diez años antes.
– ¿No quieres que nos sentemos un rato? -preguntó ella.
– Claro.
Aceptó sin pensárselo, pero en realidad no tenía muchas ganas. En aquella época pasó muchas veces por aquellas callejuelas con la esperanza de volverla a ver, pero eso no se lo dijo, se contentó con balbucir:
– No sé en qué número vives.
– No te lo dije.
Ella recordaba perfectamente aquellos tiempos; no había olvidado aquella noche de invierno en que se marchó antes de que amaneciera.
– Hace mucho tiempo que no vivo en esa casa; he pasado cerca de seis años en el campo. Ahora vivo en las viviendas colectivas de la institución en que trabajo.
Era una explicación como cualquier otra, pero Xiaoxiao no le dijo si había ido a buscarlo. Caminó un momento a su lado empujando la bicicleta. Entraron en una callejuela por la que ya había pasado varias veces en bicicleta. La recorrió en muchas ocasiones de una punta a otra. Salía a la avenida y volvía a entrar. Examinaba cada patio a ambos lados de la calle y siempre pensaba que algún día la encontraría. Pero ni siquiera sabía su apellido, no tenía cómo saberlo; Xiaoxiao era seguramente un apodo que utilizaban sus compañeros de clase y sus padres. La callejuela parecía mucho más larga a pie.
Xiaoxiao franqueó la puerta de un patio, un gran patio en desorden. A la izquierda de la entrada, en una pequeña puerta, había un candado. Al lado tenían una cocina de carbón. Abrió con su llave una pequeña vivienda. En el interior el desbarajuste era impresionante, menos en la gran cama, sobre la que se amontonaban las mantas. Xiaoxiao se apresuró a recoger las ropas que había sobre el sofá y las tiró encima de la cama.
– ¿Y tu madre? -preguntó él mientras se sentaba en el sofá, que crujió al recibirlo.