En la ciudad de Jinan, situada en la ribera sur del río Amarillo, llegó a un pequeño taller de una callejuela. El objeto de su investigación era un criminal que habían soltado de un campo de reeducación por el trabajo. La mujer encargada del taller, de mediana edad, que usaba manguitos en ambos brazos, estaba pegando cajas de cartón. Ella le dijo:
– Ese hombre ya no está en este mundo desde hace tiempo.
– ¿Ha muerto? -preguntó él.
– Si no está en este mundo es que ha muerto.
– ¿Cómo ha muerto?
– ¡Vaya a preguntarle a su familial
– ¿Su familia todavía vive? ¿Quién queda?
– ¿A quién está investigando, a él o a su familia? -objetó la mujer.
Él no podía explicarle que el muerto era compañero de colegio del dirigente al que estaba investigando, que participaron juntos en un movimiento estudiantil que organizó el Partido en la clandestinidad y luego estuvieron en la cárcel bajo el Guomindang. Tampoco podía hablarle de las consecuencias de la lógica implacable de la revolución, no tenía por qué gastar saliva, pero aun así debía encontrar pruebas de la muerte de aquel hombre para que le pagaran los gastos de la misión.
– ¿Puede usted poner un sello en mis documentos? -preguntó él.
– ¿Qué sello?
– Para certificar la muerte de ese hombre.
– Para eso debe ir al comisario de policía, nosotros no damos certificados de fallecimiento.
– De acuerdo. ¿Cómo puedo llegar al río Amarillo? -preguntó imitando el acento de la mujer, el acento de Shandong.
– ¿Qué río Amarillo? -preguntó ella.
– El río Amarillo, sólo hay un río Amarillo en China. Su ciudad, Jinan, ¿no está al borde del río?
– ¿De qué está hablando? Mi ciudad está lejos del río. Nunca he ido. No hay nada interesante allí.
La mujer continuó pegando cajas y no le prestó más atención.
El proverbio dice «Uno no puede morir sin haber visto el río Amarillo», y de repente tenía ganas de verlo. Había pasado a menudo cerca de ese río tan loado desde tiempos remotos, pero siempre lo había hecho en tren y, a través de la sucesión de las monturas de acero del puente, nunca consiguió juzgar su grandeza. Un hombre le dijo que el río Amarillo todavía estaba lejos de allí, que debía tomar un autobús hasta el pueblo de Luokou y luego caminar un poco antes de llegar a un dique.
Cuando escaló el alto dique de loees totalmente ralo, sin la menor hierba, percibió que la orilla opuesta, también de loees, era una zona que se inundaba y no tenía ninguna construcción, ni árbol, sólo había pendientes cenagosas formadas por las crecidas y decrecidas, y, bajo las pendientes, aguas fangosas turbulentas, el lecho del río que se encontraba por encima de la ciudad. ¿El río fangoso que corría con tanta impetuosidad, de color casi marrón, era realmente el famoso río Amarillo? ¿Ahí fue donde nació la antigua civilización china?
En el horizonte, el río enlodado corría hacia el infinito bajo la luz cegadora del sol. Salvo la sombra negra de un barco de vela que flotaba a lo lejos, no había el menor rastro de vida. Los que habían compuesto aquellas canciones sobre el río Amarillo ¿lo habrían visto realmente, o las escribieron sin verlo?
A lo lejos, el barco de velas grises remendadas llegaba cabeceando. Un hombre con el torso desnudo lo pilotaba y una mujer que llevaba una chaqueta gris trabajaba en el puente. Estaba lleno de piedras, probablemente para tapar alguna brecha en el dique en caso de inundación.
Bajó a la orilla, que estaba cada vez más turbia. Luego se quitó los calcetines y los zapatos, se los quedó en la mano y entró en el agua descalzo, hundiéndose en el lodo viscoso. Se inclinó para meter el brazo dentro del agua y lo sacó cubierto de barro, que cuajó con el sol como si fuera una costra. «Bebe un trago de agua del río Amarillo», escribió un poeta revolucionario. Jamás un ser humano podría beber aquella sopa amarilla y hasta a los peces les debía de costar vivir ahí. Era evidente que incluso las miserias y calamidades eran dignas de ser cantadas. Aquella inmensa corriente de fango casi muerto lo dejó estupefacto, sintió un gran vacío. Varios años más tarde, un alto funcionario del Estado declaró que habría que poner una estatua monumental en el curso superior del río Amarillo dedicada al alma de la nación. Probablemente aquel proyecto ya lo hayan realizado.
En una pequeña estación de la orilla norte del Yangzi, el tren paró accidentalmente pasada la medianoche. Las personas estaban encerradas en los vagones asfixiantes, en los que los ventiladores zumbaban sin parar. El olor agrio de la transpiración hacía que el ambiente fuera todavía más irrespirable y denso. Al cabo de unas horas, anunciaron por el altavoz que en la siguiente estación estaban teniendo lugar enfrentamientos armados y que la vía estaba llena de rocas; no sabían cuándo se reanudaría el servicio. Los pasajeros rodearon a los empleados del tren para protestar. Las puertas se abrieron y todo el mundo pudo bajar. Él fue a lavarse al borde de un arrozal; luego se tumbó sobre la hierba y se quedó contemplando el cielo estrellado. Las protestas de los pasajeros disminuyeron, sólo oía el croar de las ranas y se quedó dormido. Su niñez le vino a la memoria, pensó en cuando se quedaba contemplando la noche, tomando el fresco sobre una tumbona de bambú. Aquellos recuerdos de infancia eran todavía más lejanos que las estrellas que cintilaban en el cielo.
30
Una hilera de sacos de cemento apilados a la altura de un hombre atravesaba la calle, con saeteras para disparar con escopeta. Delante de la barricada había un batiburrillo de barreras, hormigoneras, grandes marmitas para calentar el alquitrán, rollos de alambre de espino. En medio de la calzada, una abertura permitía el paso de las personas, de una en una. Cortaron la circulación, los trolebuses desengancharon sus troles, y una fila de siete u ocho, vacíos, aparcaban al lado de la encrucijada. Sin embargo, las aceras estaban llenas de peatones y habitantes de los alrededores; los niños intentaban ver por encima de las personas agrupadas. Sobre las aceras protegidas por barreras metálicas, había mujeres con sus hijos en brazos, ancianos en camiseta y pantuflas que se abanicaban con calañas de juncos, para ver qué ocurría. ¿Estaban esperando el inicio de los combates? Prorrumpían suposiciones de todos los lados, se hablaba del Hongzongsi, o del Gezong. [22] Lo que estaba claro era que allí se enfrentarían a muerte las dos facciones. Ignoraba qué facción controlaba las calles de la plaza de la estación y se separó decididamente de la gente para dirigirse hacia la barricada.
Detrás de la abertura que había en los alambres de espino, unos trabajadores con un brazalete, un casco de seguridad de mimbre y una barrena en la mano cortaban el paso. Mostró su carné de trabajo, el guardia echó un vistazo y le indicó que entrara. De todos modos, no era del lugar, era ajeno a aquella lucha entre las dos facciones. Avanzó por el medio de la avenida desierta, bajo el sol cegador que hacía que se fundiera el asfalto. «Es poco probable que pierdan la cabeza en pleno día», se dijo a sí mismo.
«¡Bang!» Un estallido seco cortó la calma asfixiante que entorpecía a las personas. Tardó un poco en comprender que se trataba de un disparo y examinó cada lado de la calle. Había un eslogan escrito con gruesos caracteres en el muro de la fábrica: «Luchemos hasta la última gota de sangre para proteger la línea proletaria revolucionaria del Presidente Mao». Entonces lo relacionó con el estallido y echó a correr, pero se paró de inmediato para que no diera la sensación de que tenía especiales motivos para huir y se convirtiera en el blanco de algún fusil. Se subió a la acera con paso decidido y caminó siguiendo el muro.