– ¿Has vuelto? ¡Qué bien!, realmente te necesitamos -dijo Li, mientras se acercaba; luego continuó en voz baja-: Hemos movido a Lao Liu durante la noche y lo hemos escondido. Si vienen, se llevarán un buen chasco.
El rostro de Li denotaba claramente su cansancio, parecía sincero, el antiguo rencor que los separaba había desaparecido. Era como cuando era pequeño, cuando los niños de las callejuelas se agrupaban en bandas rivales que se peleaban. Más que una camaradería artificial, entre ellos había una fidelidad fraternal. En ese mundo era necesario agruparse para sobrevivir. Li añadió:
– Ya he entrado en contacto con un grupo de bomberos, su jefe es como un hermano para mí. Si tenemos que pelear, con una simple llamada vendrán con sus coches para rociarlos a todos.
Alrededor de las seis, Yu y seis o siete jóvenes de la institución se encontraron en la entrada de la callejuela y aparcaron delante de la puerta de la casa de Wang Qi, apoyados en sus bicicletas, con el cigarrillo en los labios. Llegaron dos pequeños coches, pero se pararon a treinta metros. Reconocieron los vehículos de su institución. Nadie bajó de los coches, que permanecieron así durante cinco o seis minutos, antes de dar marcha atrás hacia la entrada de la calle y de marcharse.
– Entremos a ver a la camarada Wang Qi -sugirió él.
En aquel instante, Li pareció dudar:
– Su marido es un elemento de la banda negra.
– No es a su marido a quien venimos a ver -dijo él, y entró el primero.
La antigua jefa de la oficina salió a recibirlos. No dejaba de repetir:
– ¡Gracias por haber venido, camaradas! ¡Entrad, entrad, por favor, tomad asiento!
El marido de Wang Qi era un teórico del Partido, pero en aquel momento había sido excluido por pertenecer a la banda negra antipartido. El pobre hombre, que estaba especialmente delgado, los miraba en silencio, inclinando levemente la cabeza. Habían precintado las puertas de las dos habitaciones contiguas. No tenía más remedio que quedarse y caminar de un lado a otro por la única sala accesible, fumando un cigarrillo tras otro y tosiendo sin parar.
– Camaradas, sin duda todavía no habéis desayunado, voy a prepararos algo -dijo Wang Qi.
– Gracias, ya hemos comido en la calle. Camarada Wang Qi, venimos a verla a usted, los coches de ellos ya se han ido, seguro que hoy no vendrán más por aquí -dijo él.
– Bueno, voy a prepararos un poco de té… -Era una mujer; por eso no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas y rápidamente se dio la vuelta.
Las cosas tomaban un giro inesperado, estaba protegiendo a la esposa de un miembro de la «banda negra antipartido». Cuando Wang Qi todavía estaba en funciones, ella le previno de su relación con Lin, la presión después se relajó y no era nada comparada con todo lo que ocurriría más tarde.
Al contrario, le estaba agradecido por no haber hecho una investigación sobre su relación adúltera con Lin. Ahora, en cierto modo, le estaba devolviendo el favor.
Li, sus compañeros y él, mientras sorbían el té de la camarada Wang Qi, funcionaria revolucionaria, esposa de un elemento de la banda negra antipartido, decidieron fundar una brigada suicida compuesta esencialmente por los presentes. Si la parte contraria atacaba a los funcionarios que estaban de su lado, ellos acudirían a protegerlos.
Sin embargo, no pudieron evitar el enfrentamiento. Danian y los suyos se hicieron con Wang Qi en su oficina, el pasillo estaba lleno de gente, el despacho transformado en un campo de batalla, algunos estaban de pie sobre las mesas, rompiendo las placas de cristal que protegían la madera. Como no podía echarse atrás, entró él también en la sala, se subió sobre una mesa y se colocó frente a Danian en claro desafío.
– ¡Hacedlo bajar de ahí! -ordenó Danian a su grupo de antiguos guardias rojos, sin disimular el odio visceral que sentía hacia él-. ¡Haced bajar a ese hijo de perra!
Sabía que al menor signo de debilidad, corría el riesgo de que se precipitara sobre él y le rompiera la cara, antes de volver a sacar el asunto pendiente de su padre y lanzarle la acusación de venganza de clase. Tanto en el interior del despacho como fuera, los empleados y los intelectuales comprometidos con su facción eran numerosos, pero mayores y débiles; la mayor parte de los dirigentes que le apoyaban eran también intelectuales, todos tenían algún problema en su pasado o en su familia, y no se atrevían a socorrerlo; en realidad contaban con él y con los otros jóvenes para enfrentarse a sus adversarios.
– Escúchame, Danian -gritó él-, te advierto que mis compañeros tampoco son cobardes. El que se atreva a tocar a uno de nosotros verá, antes de que acabe la noche, cómo nuestra banda lo aniquila en su propia casa, sea quién sea. ¿Has comprendido?
Cuando uno se convierte en un animal y regresa a sus instintos primitivos, ya sea un lobo o un perro, enseña los dientes. Tenía que recurrir a la intimidación, tener la mirada feroz, debía hacer creer a sus adversarios claramente que él era un hombre sin escrúpulos y capaz de todo; en aquel instante parecía un verdadero bandido.
Se oyeron las sirenas de los coches de bomberos, los refuerzos del gran Li habían llegado a tiempo: los bomberos, con cascos, y el grupo de obreros rebeldes de la imprenta, que llegaban sobre un camión blandiendo una gran bandera, entraron en el edificio para demostrar su fuerza. Cada facción tenía sus estratagemas. Así empezaron los combates en las escuelas, las fábricas y las instituciones administrativas. Y cuando el ejército abría fuego por detrás, llegaban a utilizar fusiles y cañones.
33
Primero vio la octavilla que explicaba cómo Mao recibió en el Gran Palacio del Pueblo a los jefes rebeldes de las cinco universidades de Beijing y les dijo: «Ahora ha llegado el momento en el que vosotros, pequeños generales, vais a cometer errores». Su tono era el del emperador que aconseja a sus generales y ministros: «Deberéis descansar». El pequeño general Kuai Dafu, que brilló en el campo de batalla al ayudar al Líder Supremo a eliminar a sus viejos compañeros de armas de la antigua revolución y que, de ese modo, mereció ser un líder estudiantil, comprendió de inmediato lo que significaban las palabras de Mao, y se echó a llorar. El Presidente había encendido la pólvora de la Revolución Cultural gracias a un dazibao en la universidad de Beijing, y con la misma facilidad apagaba el movimiento de masas que había creado, empezando por los campus. Miles de obreros dirigidos por las unidades de guardias de Mao entraron en el campus de la universidad Qinghua. El fue aquella misma tarde, después de conocer la noticia, y vio con sus propios ojos cómo los militares conducían a los obreros para ocupar la última base que mantenía el «cuerpo de ejército Jinggangshan» -los primeros estudiantes rebeldes-, atrincherado en un gran edificio solitario frente al campo de deportes. El equipo de propaganda obrera, que se distinguía por el brazalete rojo que lucían sus componentes, se sentó en el suelo, dibujando varios círculos concéntricos alrededor del edificio y del campo de deportes. Empezaba a atardecer cuando desplegaron dos inmensas banderas rojas cubiertas de caracteres negros desde las ventanas de la planta más alta del edificio: «En la nieve, las flores del ciruelo nunca se marchitan, los hombres de Jinggangshan no temen a la guillotina». Cada uno de los caracteres era mayor que una ventana y las banderas, que superaban la altura de varias plantas, ondeaban al viento. Una columna formada por decenas de obreros y de soldados atravesó el espacio vacío que había delante del edificio y subió por la escalera que conducían a la puerta principal. Algo más tarde, tras cortar el agua y la luz, consiguieron entrar en el gran edificio solitario. Él se mezcló con los miles de obreros y las personas silenciosas que miraban la escena, escuchando cómo las inmensas banderas crepitaban al viento. Alrededor de una hora más tarde soltaron del soporte la bandera de la derecha, que se fue volando tranquilamente por el aire hasta caer sobre la escalera de delante de la entrada principal. Poco después cayó la otra. Los vivas se sucedieron en todos los asistentes y seguidamente se escucharon los tambores y los gritos por los megáfonos. Los estudiantes que habían gritado esos mismos eslóganes durante la rebelión enarbolaban ahora una bandera blanca y salían en fila india, con las manos levantadas, la cabeza gacha, como prisioneros de guerra. Un contingente más numeroso de obreros tomó el edificio; entraron y sacaron ametralladoras pesadas, luego empujaron hacia fuera un cañón de tiro rasante de pequeño calibre. No se sabía si también tenían proyectiles para aquel ingenio.