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– ¿Se va a quedar unos días?

– ¡Sobre todo, que no se vaya del pueblo!

– ¿Dónde viven sus padres?

Él abrió la puerta e invitó a las personas que estaban fuera de la casa a que entraran, luego la presentó:

– Es mi mujer.

Las personas se apretujaban a unos pasos del umbral sin atreverse a entrar en la vivienda. Tomó un paquete grande de caramelos y lo repartió entre los que se encontraban en la entrada.

– Me he casado siguiendo los principios de la revolución, otros tiempos, otras costumbres.

Aprovechó para presentarle al secretario de la célula del Partido del equipo de producción, al jefe del equipo, al contable. Junto a ellos, les seguía un grupo de niños que chupaban los caramelos. Una mujer le dijo:

– ¡Llévate una gallina, si quieres!

Otros quisieron darles huevos, un anciano dijo:

– ¡Cuando necesitéis verduras, venid a tomarlas de mi jardín!

– Todos son muy amables -le explicó él en tono satisfecho-. Después, cuando quieres pagar, se niegan, pero si insistes, acaban aceptando. Sí que hacen favores, pero los favores se deben pagar; también hay que hacer algo por ellos. Ya no me siento un extraño. Con una voz tan bonita como la tuya, ¿qué escuela no querría tenerte como maestra? No tendrás que ensuciarte los pies en el barro de los arrozales, bajo la lluvia o bajo el sol abrasador, pero, por supuesto, tendrás que cantar para mí.

Con una vida así, le esperaba la felicidad. Al menos esa noche no le faltó. Qian era menos ardiente que Lin, menos insaciable, menos encantadora, pero era su mujer legítima y la tenía entre sus brazos. Ya no debía mantenerse alerta, temer que alguien pudiera escuchar lo que decía o espiarlo a través de las ventanas; disfrutaba con esa felicidad mínima. Mientras escuchaba el ruido del viento y de la lluvia sobre el tejado, pensó: «Mañana, cuando deje de llover, la llevaré a dar un paseo por la montaña».

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– En realidad sólo me utilizas, no me amas -dijo claramente Qian, tumbada en la cama, sin demudársele el rostro.

Sentado ante la mesa, cerca de la ventana, dejó el bolígrafo que tenía en la mano y se volvió. Hacía años que no había escrito nada, salvo lo que le pedían cuando lo sometieron a la investigación. Estuvo copiando las citas de Mao durante días, pero eso fue antes de su huida de la granja de reeducación.

Fueron a dar un paseo por la montaña y, al regresar, la lluvia los pilló por sorpresa y los dejó empapados. Al llegar a casa, encendió la estufa de leña en la habitación y salió vapor de sus ropas, que tendieron sobre una campana de bambú para que se secaran.

Él se levantó y fue a sentarse al borde de la cama. Qian estaba tumbada boca arriba, con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Qué has dicho? -le preguntó.

– Me has destrozado la vida -dijo Qian sin mirarle.

Sus palabras le habían llegado al alma, no sabía qué responder y se quedó sentado estúpidamente, sin decir nada.

Cuando estaban en el valle, al pie de la montaña, Qian todavía se mostraba animada, incluso cantaba con entusiasmo. El se alejó hasta la ladera del monte, al borde de las hierbas secas amarillentas, no había nadie a la vista, y le pidió que cantara todavía más alto para que su voz resonara en todo el valle y el viento llevara el eco hasta él. En los terrenos que había al pie de la montaña, cubiertos de malas hierbas y de matorrales, aún no habían arado los bancales para limpiar los rastrojos de arroz y las tierras todavía parecían más baldías. En la primavera, la montaña se cubría de azaleas de un rojo intenso, mientras que en los campos, las flores de colza llenaban de distintos tonos amarillos toda la zona. Sin embargo, él prefería el paisaje del principio del invierno, desnudo y triste.

En el camino de regreso, bajo la lluvia, recogió unos crisantemos enanos que todavía no estaban marchitos y algunas ramas de boj de color rojo oscuro. Ahora estaban en un cubilete de bambú para pinceles que había encima de la mesa.

Qian lloraba, él no entendía por qué, le tendió la mano para consolarla, pero ella la apartó enseguida.

La lluvia empapó el cabello de Qian; el agua corría por su rostro, pero caminaba con la cabeza gacha. No sabía si en ese momento ya había llorado, sólo le dijo: «No te preocupes, cuando volvamos a casa encenderé la estufa, te calentarás muy pronto». Como todavía no había vivido con ninguna mujer, no entendía por qué el hecho de que se hubiera mojado podía provocarle una reacción tan negativa. No sabía qué hacer, creía que la amaba e hizo todo lo que pudo por ella, la felicidad posible en este mundo sólo podía ser de ese modo.

Salió y fue a casa de Maomei. ¿Por qué a su casa y no a otro lugar? Porque todavía llovía y era la segunda vivienda cuando se entraba en el pueblo, y también porque la madre de Maomei le dijo que podía pasar por allí a buscar una gallina. La señora estaba cortando unas verduras en el comedor de la casa, dijo que iba inmediatamente a buscar la gallina, que la prepararía en un momento y se la podría llevar. Él dijo que no era urgente, que podía ser en cualquier otro momento.

Cuando abrió la puerta de casa se quedó estupefacto: las ropas que habían dejado secándose en la campana de bambú estaban en el suelo, la campana había sido pisoteada. Qian continuaba en la cama, con el rostro hundido en la almohada. Contuvo su rabia e hizo un esfuerzo para sentarse ante la mesa y tranquilizarse. Fuera, continuaba lloviendo.

Preso de una melancolía que no conseguía reprimir, sin poder desahogarse, se refugió en la escritura y escribió hasta que se hizo de noche y no podía ver casi nada. Maomei llamó a la puerta. Él fue a abrir. Sostenía en una mano una gallina sin plumas y limpia, en la otra, un tazón lleno de menudillos. No quiso que viera la ropa en el suelo, tomó la gallina e intentó cerrar la puerta a toda velocidad. Pero Maomei ya se había fijado. Lo miró desconcertada. Él evitó sus grandes ojos llenos de estupefacción, cerró la puerta y echó el cerrojo. Luego se sentó en silencio cerca de la estufa volcada y miró las cenizas todavía con ascuas que había por el suelo.

«No crees ni en Dios, ni en Buda, ni en Salomón, ni en Alá; las personas de tu época cada vez fabrican más ídolos nuevos que erigen por todos los lugares, todavía más que los salvajes con sus tótems o los civilizados con sus religiones. Las utopías que inventan no las encontraríamos ni en el cielo, son increíblemente aberrantes, hacen que todos se vuelvan locos…», habías llenado varias páginas de una pequeña libreta de papel de carta que compraste en el burgo. Después de su crisis de hostilidad, Qian las leyó antes de que él tuviera tiempo de quemarlas.

– ¡Eres un enemigo!

Cuando su mujer le dijo que era un enemigo, vio que ella tenía un miedo indecible, su mirada se nublaba, sus pupilas se dilataban. Pensó que Qian se había vuelto loca, su comportamiento era tan anormal, quizá realmente padeciera alguna demencia.

– ¡Eres un enemigo!

Esas palabras gritadas con odio por la mujer que había compartido su cama también le asustaron. Los ojos brillantes de Qian reflejaban su miedo. Estaba claro que para ella se había convertido en un enemigo. Esa mujer que tenía frente a él, despeinada, en bragas, descalza, tenía una crisis de pánico.

– ¿Por qué gritas? La gente puede oírte, ¿te has vuelto loca? -dijo él avanzando hacia ella.

Ella retrocedió poco a poco hasta que se dio contra la pared, con el golpe hizo que cayera algo de tierra del muro, y gritó:

– ¡Eres un rebelde! ¡Un rebelde asqueroso!

Al darse cuenta de lo que se entendía en esta última frase, se calmó un poco:

– ¡Es cierto que soy un rebelde, un verdadero rebelde! ¿Y qué? ¿Qué importa? -Tenía que contraatacar para intentar contener su locura.

– ¡Me has engañado, te has aprovechado de un momento de debilidad, he caído en tu trampa!

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