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Después de la cena le preguntó qué quería comprar, pero ella no respondió. Recorrieron toda la calle en dos minutos y luego la condujo a la tienda de tejidos que hacía de supermercado y compró un espejo redondo de mesa que tenía en el dorso un soporte metálico. Compró también una sábana para una cama doble, por la que tuvo que dar unos cupones de algodón; por último adquirió un par de fundas de almohada, mezcla de algodón y de nailon, que tenían un precio algo más elevado, pero no era necesario pagar con los bonos de algodón. Qian no se opuso e incluso le ayudó a elegir. Las pocas sábanas que quedaban eran todas de grandes flores rojas y en las fundas de las almohadas aparecían bordados unos corazones. Eran los artículos que los del pueblo compraban cuando se casaban. No tenían elección, Qian le dejó hacer sin objetar nada.

Una vez en la casa de adobe, en la aldea, él cerró la ventana de detrás. Cerca de allí había un estanque de lentejas de agua, bordeado de losas resbaladizas sobre las cuales, al atardecer o incluso de madrugada, las mujeres iban a lavar la ropa. En las noches de verano los hombres se lavaban allí los pies o el cuerpo. En aquel principio de invierno, las ranas permanecían mudas.

Qian dijo que estaba cansada, entonces él cambió la sábana antigua de la cama por la que acababan de comprar. Ella le ayudó a hacer la cama y a colocar las fundas de almohada decoradas con corazones. Como sólo tenía una almohada,.colocó su chándal de lana en la segunda funda. Qian también introdujo algunas ropas que sacó de su bolsa.

Qian fue la primera que se tumbó, él se sentó al borde de la cama y le tendió la mano. Ella le pidió que apagara la luz.

Sólo recordaba su cuerpo, todo lo demás le resultaba extraño. En realidad, no la entendía muy bien, sólo tenía de ella las cartas que le envió, en las que se quejaba o le pedía ayuda. Eran dos seres perdidos en una punta del mundo, compañeros de desgracia que simpatizaban. ¿La amaba? Eso creía. ¿Y Qian? No conseguía saberlo, había recorrido miles de kilómetros para venir a verlo, ¿sólo buscaba un apoyo? Ella se entregó, le dejó hacer lo que quisiera con ella, sin reacción, sin emoción, no se opuso, no dijo nada, y se durmió, al menos eso pensó él. Tenía una mujer, una mujer que le pertenecía legítimamente, una esposa con la que podría construir una vida en común, tener un lenguaje común, confiando el uno en el otro. Bueno, al menos no tendría que casarse con una campesina. En aquel pueblo, en verano, las mujeres que tenían bebés mostraban sus senos en la calle en el momento de darles el pecho, y cuando descansaban a la orilla de los arrozales, provocaban o bromeaban con los hombres, soltaban toda clase de palabras groseras y se comportaban de manera tosca y frívola, sin que nada les importara; no lo soportaba. Se había acostumbrado a bromear con ellas, pero mantenía una cierta distancia, a diferencia de los campesinos, que se divertían con ellas. Se entretenían sobándolas cuando simulaban pelearse, o ellas se lanzaban sobre la cintura de los hombres para quitarles los pantalones. Todos reían a carcajadas al verlos huir con las manos sujetándose el cinturón. Los interminables trabajos del campo no les dejaban muchas más formas de diversión. Las mujeres decían: «¿No te das cuenta de lo bonitas que son las mujeres de aquí?» «¿Las.chicas de la ciudad son tan enanas?», «Mira la piel de Maomei, parece de melocotón, y, además, es capaz de hacer todos los trabajos del campo. A ti, que eres tan desastroso, una mujer así es lo que te conviene». Maomei se escondía detrás de otra muchacha cuando escuchaba estas cosas. La chica era realmente atractiva, pero cuando veía a las del pueblo, imaginaba en lo que se convertiría, y esa no era la vida que deseaba.

A la mañana siguiente, cuando Qian abrió los ojos, había adquirido algo de color en su rostro y sonreía. Él también se sentía realmente feliz. No era una chica muy guapa, pero tenía su gracia. Apoyada contra su pecho, sabía que él la estaba contemplando y cerraba los ojos. Le acarició un seno. Qian se dejó hacer, dejó que paseara la mano por su cuerpo, y sus piernas dobladas acabaron separándose. Él tuvo ganas de hacer de nuevo el amor con ella, pero se contuvo; tenía que refrenar su deseo, iban a vivir juntos, tendrían mucho tiempo. La besó, y Qian le respondió con la lengua entre sus dulces labios, era la primera vez que sentía que ella respondía a su amor. Pensó que Qian lo amaba, que eran algo más que dos seres en dificultades que se sostenían.

– ¿Quieres que nos casemos? -preguntó él.

Ella pegó contra él su cuerpo tierno, hundió la cara en su pecho y dijo que sí con la cabeza. Él se emocionó.

– ¡Levántate! ¡Vamos ahora mismo a la comuna!

Quería formar una familia con ella, construir un nido de amor, quería demostrarle que la amaba, conseguir el certificado de matrimonio y hacer que la trasladaran, se instalarían tranquilamente en ese pueblo de montaña y, sin preocuparse por nada más, se contentarían con vivir su vida.

Qian trajo un certificado de estado civil que le dieron en la comuna popular de su lugar de trabajo, lo que significaba que había pensado en esa posibilidad seriamente antes de emprender el viaje. Él conocía a todos los funcionarios de la comuna y no tenía la necesidad de presentar más papeles. Los dos firmaron en el formulario, indicaron su fecha de nacimiento, el empleado colocó un sello, le dieron cinco fens por los gastos administrativos y todo acabó en menos de un minuto.

Al pasar por la carnicería, había medio cerdo colgado en el gancho, compró un pernil. Se podía comprar carne sin cupones, ya que se criaban muchos animales en el pueblo. De hecho, no sabían lo que era el hambre en tiempos normales. Sin embargo, durante el Gran Salto adelante, siguiendo las órdenes del Partido, dieron todas las provisiones al Estado, y en algunos pueblos todos los habitantes se murieron de hambre. La gente se volvió más recelosa y todos plantaron en su jardín sésamo o colza para extraer aceite y se pusieron a criar cerdos. Comían la carne de sus cerdos salada, lo único que no tenían era dinero. El le dijo que ellos también criarían cerdos. Qian le guiñó el ojo sin saber si se trataba de una broma.

El día de la boda fue bastante alegre; encendió la estufa de leña y cuando se fue el humo la llevó a la habitación. Encima cocía una marmita llena de pernil. Qian empezó a cantar casi susurrando unas canciones de antes de la Revolución Cultural. La animó a que cantara más alto, acompañándola. Tenía una voz bonita, muy clara, se llevó una buena sorpresa. Ella dijo riendo:

– He tomado clases de canto, soy soprano.

– ¿De verdad? -preguntó él entusiasmado.

– ¿Qué más da? -dijo ella con desdén. Realmente tenía una bonita voz.

– Es importante, ¡con una voz así, vale la pena vivir!

Compartían el gusto por la música. Entonces le pidió:

– Qian, cántame una canción.

– ¿Cuál? Elige.

Qian parecía satisfecha, inclinó la cabeza; era tan graciosa.

– Canta la canción italiana «Torna a Sorrento».

– ¡Pero es un aria para tenor!

– Entonces canta la «Canción de brindis» de La Traviata.

– Si alguien escucha la letra podemos tener problemas. -Qian se mostró indecisa.

– Aquí no importa, ¿quién entendería algo? También puedes cantar sin la letra.

Qian se levantó, tomó aire, pero paró de golpe.

– Es mejor que no cante ninguna canción extranjera.

Él reflexionó un instante, pero no encontró otra canción para pedirle.

– Bueno, voy a cantar una canción popular antigua, «El pueblecito de Sanshilipu».

Su voz se elevó, mientras sus ojos se iluminaban. Unos niños acudieron al exterior, luego algunas mujeres. Dejó de cantar, pero fuera sobresalió una exclamación:

– ¡Canta muy bien!

Era Maomei, que también estaba entre las mujeres que se juntaron allí. Todas empezaron a hablar a la vez:

– ¿De dónde viene la novia?

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