Las paredes estaban cubiertas de dazibaos de quejas por malos tratos y citas de discursos de personajes importantes del Partido. Los discursos, llenos de belicosidad y alusiones, de los dirigentes del Comité Central que acababan de estrenar su cargo o de los que todavía no habían sido destituidos, eran totalmente contradictorios. Tesoro estaba fuera de sí y le preguntó si había traído papel y bolígrafo. El le dijo que no hacía falta copiar aquellos dazibaos, porque había recogido un montón de octavillas que tenían los mismos discursos para poder analizarlos detalladamente en casa.
Todas las salas del edificio estaban abiertas. También recibían quejas. Había menos gente, pero la cola llegaba hasta el pasillo. En una de ellas alguien hacía una denuncia y lloraba sin conseguir contenerse. Un joven tenía en la mano una vieja gorra militar que había perdido el color de tantos lavados, lloraba también a lágrima viva y se explicaba en dialecto de Jiang-xi o de Hunan, con un acento muy pronunciado. Aunque no conseguían entenderlo muy bien, sabían que estaba denunciando una masacre colectiva en su pueblo: hombres, mujeres, ancianos y niños, ni siquiera los bebés se habían salvado; los juntaron a todos en una era y uno a uno los fueron matando con picos, machetes, o palancas en las que colocaban conteras de hierro. Luego lanzaron los cadáveres al río, que fue pudriéndose poco a poco. El joven no tenía aspecto de ser descendiente de alguien que perteneciera a las cinco categorías negras; la vieja gorra que sujetaba era una prueba sin la cual no se habría atrevido a venir a Beijing a hacer la denuncia. Las personas que había en la sala y a la entrada escuchaban en silencio mientras el encargado tomaba nota.
Cuando salieron de allí, entraron en la avenida Chang'an, porque Tesoro quería pasar por el Ministerio de Educación para ver si había alguna directiva concreta para los profesores de secundaria. El Ministerio estaba en el barrio del oeste de la ciudad, a unas cuantas paradas de autobús. Muchos de los que esperaban en la parada eran estudiantes de fuera que llevaban al hombro una cartera que tenía bordada una estrella roja de cinco puntas; corrían por la avenida y, antes incluso de que el autobús parara del todo, se subían en él. El autobús estaba hasta los topes y la gente que bajaba o los que subían debían agarrarse a los que tenían delante; las puertas no se podían cerrar. Al final el vehículo se puso en marcha, con la gente aprisionada en las puertas. Aunque Tesoro había bajado de un edificio sujetándose tan sólo en una tubería de desagüe, no era capaz de saltar entre aquellos jóvenes más ágiles que los monos. Cuando llegaron andando al Ministerio, el edificio se había transformado por completo en un centro de acogida de estudiantes de provincias. Habían vaciado todas las oficinas, desde la entrada hasta los pasillos de los pisos. Por todos los lugares esparcían paja, esteras, alfombras de algodón, trozos de plástico, montones de mantas; el suelo estaba cubierto de jarras, tazones, palillos, cucharas; un olor agrio de transpiración flotaba, mezclado con el olor de los nabos en salmuera y de los calcetines sucios. Los estudiantes armaban jaleo; pero como no tenían otro lugar donde pasar esas noches de invierno tremendamente frías, se tumbaban en el suelo, agotados, y se acababan durmiendo. Esperaban que el comandante en jefe supremo pasara revista, al día siguiente o al otro, por séptima u octava vez. Más de dos millones de personas empezaban a reunirse desde medianoche, primero en la plaza Tiananmen, luego las filas iban hacia el este y el oeste, extendiéndose por los dos lados de la avenida Chang'an, de más de diez kilómetros. El comandante en jefe supremo, acompañado de su vice-comandante en jefe, Lin Biao, que llevaba en la mano el Libro rojo, pasaba a bordo de un jeep descapotable entre dos muros humanos de jóvenes que se mantenían pasmados de frío en la fila. Esos jóvenes, con el rostro bañado en lágrimas, agitaban el precioso Libro rojo y se dejaban la garganta gritando los «Viva el Presidente Mao». Después, llenos de ira y de instintos revolucionarios, iban a saquear escuelas y templos, y atacaban las instituciones y organismos, para reducir a cenizas el viejo mundo.
Regresó de madrugada con Tesoro a su pequeña vivienda; por fin, había vuelto la calma. Encendieron la estufa de leña y se calentaron las manos heladas. El viento soplaba por las ranuras de las puertas y de las ventanas. Sus caras, iluminadas por el fuego, eran a veces rojas, a veces oscuras. No habían esperado un encuentro en estas condiciones, ninguno de los dos tenía ganas de evocar unos recuerdos de la infancia que en ese momento ya les parecían realmente lejanos.
20
– ¿Ves esa piedra de ahí?
El hombre te señala algo con el dedo. Es imposible no ver una piedra tan grande, ibas a rodearla cuando oíste de nuevo a ese tipo.
– ¡Muévela!
No entiendes para qué deberías gastar tanta energía; además, aunque quisieras, tampoco podrías.
– Es imposible mover una piedra tan grande, ¿no crees? -pregunta el hombre con una sonrisa en los labios. Prefieres creerlo.
– Inténtalo.
Muy afablemente, el tipo te incita a actuar. Niegas con un ademán de cabeza; no tienes ganas de hacer algo tan estúpido.
– Realmente es una piedra perfecta. Parece más compacta que el mármol, ¡es una roca muy especial!
El hombre gira alrededor de la roca chasqueando la lengua como signo de admiración.
¿Qué más te da que sea una roca especial?
– Tan sólida y dura, iría bien como base. ¡Qué pena no utilizarla! -suspira el tipo.
No piensas construirte una tumba ni con estela ni con lápida, ¿para qué la querrías?
– ¡Movámosla un poco, venga!
Rodeas la roca con los brazos.
De todos modos, no tienes suficiente fuerza.
– Ni a patadas se movería un milímetro.
Por supuesto, estás totalmente de acuerdo con esa afirmación, pero instintivamente le das una patada.
El tipo, más entusiasmado, te anima a que continúes.
– ¡Súbete, a ver qué pasa!
¿Qué va a pasar? Pero no puedes resistirte a sus exhortaciones, te subes encima.
– ¡No te muevas!
Gira alrededor de la piedra, y también de ti, claro. No sabes qué está mirando de ti o de la roca; sigues naturalmente su mirada, luego giras sobre la roca.
En ese instante el tipo te mira riendo, con los ojos casi cerrados, y te dice en tono amistoso:
– Entonces ¿es cierto? ¡No se puede mover!
Está claro que habla de la roca y no de ti. Le contestas con una pequeña sonrisa y te dispones a bajar cuando te lo impide levantando una mano.
– ¡Espera!
Ves su dedo índice tieso en la mano alzada y le escuchas como te dice:
– Oye, no puedes negar que esta base es sólida y que no se puede mover, ¿verdad?
Le das la razón asintiendo.
– ¡Intenta sentir!
El hombre señala la roca. Tú sigues subido encima y no comprendes qué tienes que sentir. De todos modos, ya estás sobre esa piedra.
– ¿Sientes algo? -pregunta.
Sigues sin tener claro a qué se refiere, si a la roca o a tus pies.
Luego levanta el dedo y señala un punto encima de ti; tú sigues su dedo mirando hacia el cielo.
– Mira qué claro está el cielo, qué puro es; tan limpio parece que amplíe la mente.
Mientras escuchas esas palabras, la luz del sol te molesta a los ojos.
– ¿Qué ves? ¡Mira un poco y dime qué ves!
Observas con detenimiento el cielo vacío, pero no ves nada, sólo sientes un poco de vértigo.
– ¡Mira con un poco más de atención!
– ¿Qué es lo que debería ver? -preguntas finalmente.
– ¡Un cielo verdadero, algo totalmente real, un cielo realmente claro!
Dices que la luz del sol te molesta a los ojos.
– Eso es.
– ¿El qué? -preguntas, cerrando los ojos. Luego miras las estrellas doradas que centellean en tu retina. Ya no te tienes en pie. Vas a bajar de la piedra, pero su voz resuena de nuevo en tus oídos.